Aumenta la resistencia a Amoris Laetitia

E l vaticanista Sandro Magister ha dado un buen combate contra las ideas que propuso el Card. Kasper y claramente avaló el papa Francisco, y tuvieron como resultado, tras dos sínodos, la exhortación apostólica Amoris Laetitia, de la que se ha hablado mucho en en estas páginas. Pero la reacción de quienes previamente a los sínodos o en el entretiempo defendieron la posición católica en ambos, resultó algo decepcionante ante A.L. Fueron poco firmes, cuando no se limitaron al silencio.

El golpe fue durísimo, hay que reconocerlo: quizás no esperaban un documento tan fuera de la Tradición, tan contrario a la doctrina definida ya por el Magisterio, tan radicalmente favorable a la heterodoxia en materia de moral matrimonial. Tan poco honesto en sus citas, de tan pobre calidad conceptual.

Una catedrática residente en Australia, fiel de la Iglesia greco-católica de Rumania, ha expuesto ante una importante audiencia clerical y seglar sus objeciones a A.L., luego publicadas en el sitio de la parroquia Beato John Henry Newman, cercana a Melbourne.

El texto, que representa la queja de una así llamada «línea media» conservadora, tiene particular interés. La estudiosa, con toda claridad objeta las doctrinas de Francisco y lo considera un mal papa que pone a la Iglesia en situación límite. Se cuestiona sobre la posible acción del clero fiel a la doctrina después de este documento. Y objeta, de un modo claro y contundente (recordemos, en presencia de muchos obispos y sacerdotes) el curso de la Iglesia en las últimas décadas.

En medio del naufragio, se alzan voces inesperadas, y les prestan atención sectores de la Iglesia que parecían ganados por la apatía y el abandono a la fuerza de la corriente.

Recomiendo el esfuerzo de leerla porque es un síntoma de lo que puede estar generándose más o menos calladamente en la Iglesia, en los sectores que nunca han decidido enfrentar los problemas en su origen, sino tan solo en sus síntomas. Sobre esto la autora confiesa haber luchado con un dilema durante su juventud: «¿Es posible obedecer al desobediente?», cuestión que concluye aludiendo a la obediencia particularmente vinculante que deben los papas a las enseñanzas de la Fe.

Para terminar esta introducción, una cita del texto que se sitúa al final de su exposición:

Un resultado como este es tan desconcertante que podría marcar, como ha sugerido otro amigo mío, también casado, el hundimiento de la narración cristiana católica. Pero desde luego hay otros aspectos del deterioro eclesial y social que nos han llevado a este punto: el estrago de la falsa renovación en la Iglesia de los últimas décadas; la increíblemente estúpida política de inculturación aplicada a una desarraigada cultura occidental invadida por un secularismo militante; la inexorable y progresiva erosión del matrimonio y la familia en la sociedad; el ataque a la Iglesia, más potente desde el interior que desde el exterior, como denunciaba el Papa Benedicto; la prolongada defección de algunos teólogos y laicos en materia de anticoncepción; los espantosos escándalos sexuales; los innumerables sacrilegios; la pérdida del espíritu de la liturgia; los cismas internos «de facto» sobre toda una serie de cuestiones y enfoques graves, sutilmente disfrazados bajo una apariencia de unidad «de iure» de la Iglesia; los modelos de profunda disonancia espiritual y moral que bullen actualmente bajo el andrajoso título de «católico». ¿Y nos sorprendemos de que la Iglesia esté en un estado de debilitamiento y esté desapareciendo

Que es como decir, en términos menos eclesiásticos pero bien claros, aún para los oídos más remisos: ¡Es el Concilio, estúpido!

Algunas cuestiones sobre «Amoris laetitia»
por Anna M. Silvas

En esta presentación me gustaría subrayar algunas de las cuestiones que más me preocupan acerca de «Amoris laetitia». Estas reflexiones están divididas en tres secciones. La primera parte explicará a grandes rasgos las preocupaciones generales; la segunda se centrará en el ya tristemente famoso capítulo ocho; la tercera tratará sobre algunas de las implicaciones que «Amoris laetitia» tiene para los sacerdotes y el catolicismo.

Soy consciente de que «Amoris laetitia», al ser una exhortación apostólica, no goza del rasgo de infalibilidad. Sin embargo, es un documento del magisterio ordinario pontificio y, por lo tanto, hace que la idea de criticarlo, sobre todo doctrinalmente, sea especialmente difícil. Creo que es una situación sin precedentes. Me gustaría que hubiera un gran santo, como San Pablo, San Atanasio, San Bernardo o Santa Catalina de Siena que tuviera la valentía y las credenciales espirituales, como por ejemplo, la capacidad de profetizar la verdad absoluta, para que le dijera la verdad al sucesor de Pedro y le llevara de vuelta a un marco conceptual mejor. En estos momentos parece que la jerarquía de la Iglesia haya entrado en una extraña parálisis. Tal vez esta sea la hora de los profetas, pero de los profetas verdaderos. ¿Dónde están los santos con “nooi», intelectos, purificados por el prolongado contacto con el Dios vivo en la oración y la ascesis, dotados de palabra inspirada, capaces de llevar a cabo una tarea como ésta? ¿Dónde están estas personas?

Preocupaciones generales

Grabadas en tablas de piedra por el dedo del Dios vivo (Ex 31,18; 32, 15), las diez «palabras» proclamadas a la humanidad para todas las épocas: «No cometerás adulterio» (Ex 20, 14), y: «No codiciarás la mujer de tu prójimo» (Ex 20, 17).

Incluso Nuestro Señor declaró: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella» (Mc 10, 11).

Y el apóstol Pablo lo repitió: «Por eso, mientras vive el marido, será llamada adúltera si se une a otro hombre» (Rom 7, 3 ).

Como un silencio ensordecedor, el término «adulterio» está totalmente ausente del léxico de «Amoris laetitia». En cambio encontramos algo llamado «uniones irregulares» o «situaciones irregulares», con «irregular» entre comillas como si el autor quisiera mantenerse a distancia.

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» dice el Señor (Jn 14, 15). Y el Evangelio y las Cartas de Juan repiten esta advertencia del Señor de varias maneras. Esto no significa que nuestra conducta esté justificada por nuestros sentimientos subjetivos, sino que más bien nuestra disposición subjetiva se verifica en nuestra conducta, es decir, en nuestro acto de obediencia. Desgraciadamente, cuando leemos «Amoris laetitia» vemos que también los «mandamientos» están del todo ausentes de su léxico, igual que la obediencia. En su lugar encontramos algo llamado «ideales», que aparecen repetidamente en todo el documento.

Otra expresión clave que no encuentro en el lenguaje de este documento es «temor de Dios». Es decir, ese asombro ante la realidad soberana de Dios que es el principio de la sabiduría, uno de los dones del Espíritu Santo en la Confirmación. Pero este santo temor hace tiempo que ha desaparecido de una amplia parte del discurso católico moderno. Se trata de una expresión semítica que se traduce como «eulabeia» y “eusebia» en griego, o como «pietas» y «religio» en latín, el corazón de una disposición hacia Dios, el espíritu auténtico de la religión.

Otro término del lenguaje que falta en «Amoris laetitia» es el de la salvación eterna. ¡No hay almas inmortales que anhelan la salvación eterna en este documento! Ciertamente, encontramos «vida eterna» y «eternidad» nombradas en los números 166 y 168 como el aparentemente inevitable «cumplimiento» del destino de un niño, pero sin ninguna alusión a imperativos de gracia y de lucha, es decir, de salvación eterna, que forman parte de este camino.

Es como si la propia cultura de fe estuviera formada por los ecos de las palabras que uno oye y cuya ausencia es un chirrido en mis oídos. Miremos ahora lo que encontramos en el propio documento.

¿Qué razón hay para un texto tan prolijo, de 260 páginas, más de tres veces la extensión de «Familiaris Consortio»? Esta es, sin duda, una gran descortesía pastoral. Y, sin embargo, el Papa Francisco quiere que se lea «pacientemente parte por parte» (n. 7). Pues bien, algunos de nosotros hemos tenido que hacerlo. Gran parte del texto es aburrido e inconstante. En general, encuentro el discurso del Papa Francisco, no sólo en este caso sino en general, plano y unidimensional. Podría definirlo «superficial» y también «simplista»: ninguna hondura bajo palabras santas y verdaderas que nos inviten a lanzarnos a la profundidad.

Una de las características menos agradables de «Amoris laetitia» es la gran cantidad de comentarios bruscos e irritantes del Papa Francisco, las frases polémicas que disminuyen mucho el tono del discurso. A veces uno se queda perplejo respecto al fundamento de estos comentarios. Por ejemplo, en la tristemente célebre nota 351, el Papa advierte a los sacerdotes que «el confesionario no debe ser una sala de torturas». ¿Una sala de torturas?

En otro pasaje, en el n. 36, dice: «Con frecuencia presentamos el matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el deber de la procreación”.

Cualquiera que tenga el más mínimo conocimiento del desarrollo de la doctrina sobre el matrimonio sabe que el bien unitivo ha recibido una gran y renovada atención al menos a partir de «Gaudium et Spes», n. 49, con una historia a las espaldas de algunas décadas.

Para mí, estas caricaturas impulsivas e infundadas son indignas de la dignidad y seriedad que debería tener una exhortación apostólica.

En los números 121 y 122 tenemos un ejemplo perfecto de la calidad errática del discurso del Papa Francisco. Tras una descripción inicial del matrimonio como «signo precioso» e «imagen del amor de Dios por nosotros», al cabo de unas líneas esta imagen de Cristo y de su Iglesia se convierte en un «tremendo peso» que es impuesto sobre los cónyuges. El Papa ya ha usado este término, «peso» en el n. 37. Pero, ¿quién espera que haya una inmediata perfección de los esposos? ¿Quién no ha concebido el matrimonio como un proyecto de toda una vida, de crecimiento en lo vivido del sacramento?

El lenguaje del Papa Francisco sobre la emoción y la pasión (números 125, 242, 143 y 145) no se basa en los Padres de la Iglesia o en los maestros de la vida espiritual de la gran tradición, sino en la mentalidad de los medios de comunicación populares. Su simplista fusión entre eros y deseo sexual en el n. 151 sucumbe a la visión laicista e ignora la «Deus Caritas Est» del Papa Benedicto, inmersa en una exposición meditada del misterio de eros, de agapé y de la Cruz.

Incomoda el ambiguo lenguaje de los números 243 y 246, que hace pensar que el hecho de que sus miembros entren en una unión objetivamente adúltera y sean por lo tanto excluidos de la Santa Comunión sea de alguna manera culpa de la Iglesia, o que es algo de lo que la Iglesia debería pedir perdón. Esta es una idea que permea todo el documento.

Varias veces, durante la lectura de este documento, me he detenido y he pensado: «Hace muchas páginas que no oigo hablar de Cristo». Demasiado a menudo estamos sometidos a extensos pasajes con consejos paternales que podría dar también cualquier periodista laico sin fe, como los que se leen en las páginas del Reader’s Digest, o en uno de esos suplementos sobre estilos de vida que se incluyen en los periódicos del fin de semana.

Es cierto que algunas de las doctrinas de la Iglesia están sólidamente apoyadas, por ejemplo, contra la unión de parejas del mismo sexo (n. 52) y la poligamia (n. 53), la ideología de género (n. 56) y el aborto (n. 84). Hay afirmaciones acerca de la indisolubilidad del matrimonio (n. 63) y su fin procreativo y un apoyo de la «Humanae Vitae» (nn. 68, 83 ), del derecho soberano de los padres a la educación de los propios hijos (n. 84), del derecho de cada niño a una madre y un padre (nn. 172, 175), de la importancia de los padres (nn. 176, 177). De vez en cuando se encuentra un pensamiento poético, como por ejemplo sobre la «mirada» contemplativa de amor entre los esposos (nn. 127-8) o sobre la maduración del buen vino como imagen de la maduración de los cónyuges (n. 135 ).

Pero toda esta laudable doctrina está minada, en mi opinión, por la retórica de conjunto de la exhortación, y por la de todo el pontificado del Papa Francisco. Estas afirmaciones de la doctrina católica son bienvenidas, pero es necesario preguntar: ¿tienen de algún modo más peso que el entusiasmo pasajero y errático del actual titular de la Cátedra de San Pedro? Lo digo muy seriamente. Mi instinto me dice que el siguiente tema amenazado de desmoronamiento es el llamado «matrimonio» entre personas del mismo sexo. Si es posible construir una justificación acerca de los estados objetivos de adulterio basándose en el reconocimiento de «los elementos constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza [de la Iglesia] sobre el matrimonio» (n. 292), «cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole» (n. 293) etc., ¿hasta cuándo se podrá aplazar la aplicación del mismo razonamiento a las parejas del mismo sexo? Y sí, los niños pueden ser parte de la cuestión, como bien sabemos por la agenda homosexual. El anterior editor del Catecismo católico [el cardenal Christoph Schönborn], a cuya hermenéutica de «Amoris laetitia» como «desarrollo de la doctrina» el Papa nos remite, parece estar «evolucionando» sobre la potencial «bondad» de las «uniones» del mismo sexo.

Lectura del capítulo ocho

Y todo esto antes de leer el capítulo ocho. Me he preguntado si la extraordinaria prolijidad de los primeros siete capítulos tenía como objetivo agotarnos antes de llegar a este capítulo crucial, y cogernos con la guardia bajada. Para mí, todo el tenor del capítulo ocho es problemático, no sólo el n. 304 y la nota 351. En cuanto acabé de leerlo, pensé: claro como la luz que el Papa Francisco quería desde el principio introducir de alguna manera la propuesta Kasper. Aquí está. Kasper ha ganado. Todo explica los cortantes comentarios del Papa al final del Sínodo de 2015, cuando censuró a los «fariseos» de mente estrecha, evidentemente refiriéndose a quienes le había impedido obtener un resultado aún mejor en línea con su agenda. ¿»Fariseos»? ¡Qué lenguaje más inapropiado! Los fariseos eran, de alguna manera, los modernistas del judaísmo, los amos de diez mil matices y, más oportunamente, los que apoyaban con tenacidad la práctica del divorcio y del nuevo matrimonio. Los verdaderos análogos de los fariseos en todo este asunto son Kasper y sus aliados.

Pero continuemos. Las palabras del n. 295 sobre las observaciones de San Juan Pablo II sobre la «ley de la gradualidad» en el n. 34 de «Familiaris Consortio», me parecen sutilmente desleales y corruptoras porque intentan incorporar y corromper a Juan Pablo precisamente en apoyo de una ética de la situación, para oponerse a la cual éste dedicó toda su amorosa inteligencia pastoral y toda su energía. Leamos de nuevo lo que verdaderamente dijo San Juan Pablo sobre la ley de la gradualidad:

«Los esposos… no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. Por ello la llamada ‘ley de gradualidad’o camino gradual no puede identificarse con la ‘gradualidad de la ley’, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio”.

La nota 329 de «Amoris laetitia» presenta también otra corrupción subrepticia. Cita el pasaje n. 51 de «Gaudium et Spes» acerca de la intimidad de la vida conyugal. Pero a través de un juego de prestidigitación sutil lo pone en boca de los divorciados que se han vuelto a casar. Dichas corrupciones indican con seguridad que las referencias y las notas, que en este documento son utilizados como pilares, deben ser adecuadamente verificadas.

En el n. 297 ya vemos la responsabilidad de las «situaciones irregulares» trasladada al discernimiento de los pastores. Paso a paso, sutilmente, las argumentaciones llevan a una agenda precisa. El n. 299 pregunta cómo pueden superarse las «diversas formas de exclusión actualmente practicadas» y el n. 300 introduce la idea de una «conversación con el sacerdote en el fuero interno». ¿No se puede adivinar ya hacia dónde va la argumentación?

Y así llegamos al n. 301, que olvida las precauciones y desciende a la vorágine de las «circunstancias atenuantes». Aquí parece que la «vieja Iglesia vil» ha sido finalmente sustituida por la «nueva Iglesia amable»: en el pasado tal vez pensábamos que quienes vivían en «situaciones irregulares» sin arrepentirse estaban en un estado de pecado mortal; ahora, sin embargo, es posible que no estén para nada en un estado de pecado mortal y que de hecho la gracia santificante pueda estar obrando en ellos.

Se explica después, en un exceso de puro subjetivismo, que «un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender ‘los valores inherentes a la norma'». He aquí una circunstancia atenuante que supera a todas las otras circunstancias atenuantes. Según esta tesis, ¿exculpamos la envidia originaria de Lucifer porque él tenía «gran dificultad para comprender» el «valor inherente», para él, de la majestad transcendente de Dios? Llegados aquí pienso que hemos perdido cualquier punto de apoyo y que hemos caído, como Alicia, en un universo paralelo, en el que nada es lo que parece ser.

Se introducen como apoyo una serie de citas de Santo Tomás de Aquino sobre las que no estoy cualificada para opinar; sólo puedo decir que, obviamente, sería desde luego oportuno verificarlas y contextualizarlas. El n. 304 es una apología técnicamente elaborada de la moral casuística, argumentada con términos exclusivamente filosóficos sin ninguna referencia a Cristo o a la fe. No se puede evitar pensar que este pasaje es obra de otra mano. No es el estilo de Francisco, incluso suponiendo que sea su pensamiento.

Por último, llegamos al punto crucial, el n. 305. Empieza con dos mediocres caricaturas que se reiteran en todo el documento. El Papa Francisco repite y reafirma, ahora, la nueva doctrina que había indicado poco antes: una persona puede estar en una situación objetiva de pecado mortal –porque es de esto de lo que él habla– y vivir y crecer en la gracia de Dios, al mismo tiempo que «recibe la ayuda de la Iglesia» que, según declara la tristemente famosa nota 351, puede incluir «en ciertos casos» tanto la confesión como la comunión. Estoy segura de que muchos ya están activamente intentado «interpretar» todo esto según una «hermenéutica de la continuidad» para mostrar su armonía, presumo, con la tradición. Podría añadir que en este n. 305 el Papa Francisco se cita a sí mismo cuatro veces. De hecho, parece que para el Papa Francisco el punto de referencia citado con más frecuencia en «Amoris laetitia» sea él mismo, lo cual, en sí mismo, es interesante.

En el resto del capítulo el Papa Francisco cambia de rumbo. Admite de manera alambicada que su enfoque puede dar «lugar a confusión» (n. 308), a lo que responde con una discusión sobre la «misericordia». Al principio del n. 7 había declarado que «todos se vean muy interpelados por el capítulo octavo». Sí, pero no entendiéndolo con el despreocupado sentido heurístico que él le da. El Papa Francisco, ¿ha admitido francamente en el pasado que él es el tipo de persona a la que le gusta armar «jaleo»? Bien, creo que podemos conceder que aquí, ciertamente, ha alcanzado dicho objetivo.

Permítanme que les hable de un amigo mío, un hombre más bien taciturno y prudente, casado, que me dijo antes de que la exhortación apostólica se publicara: «¡Espero realmente que él evite la ambigüedad!». Pues bien, creo que ni la lectura más piadosa de «Amoris laetitia» permite que se diga que ha evitado la ambigüedad. Usando las propias palabras del Papa Francisco encontramos «fenómenos ambiguos» (n. 33) en este documento y, me atrevo a decir, en todo su pontificado. Si se nos pone en la imposible situación de criticar un documento del magisterio ordinario, consideremos si en «Amoris laetitia» no es el propio Papa Francisco quien relativiza la autoridad del magisterio debilitando el magisterio del Papa Juan Pablo, sobre todo en lo que concierne a «Familiaris Consortio» y «Veritatis Splendor». Desafío a cualquiera a releer con seriedad la encíclica «Veritatis Splendor», digamos los números 95 a 105, y a no concluir que hay una profunda disonancia entre esa encíclica y esta exhortación apostólica. En mi juventud me angustiaba el enigma: ¿cómo se puede ser obediente al desobediente? Porque también el Papa está llamado a la obediencia; es más, lo está de una manera preeminente.

Las implicaciones que emanan de «Amoris laetitia»

Las serias dificultades que preveo, sobre todo para los sacerdotes, surgen del enfrentamiento entre las distintas interpretaciones sobre las escapatorias discretamente abiertas en toda la exhortación «Amoris laetitia». ¿Qué hará un joven sacerdote apenas ordenado que, bien informado, desea mantener que los divorciados que se han vuelto a casar no pueden recibir la comunión, mientras que su párroco tiene una política de «acompañamiento» que, al contrario, prevé que pueden recibirla? ¿Qué hará un sacerdote con un sentido de la fidelidad similar si su obispo y su diócesis deciden una política más progresista? ¿Qué hará una región de obispos respecto a otra región de obispos cuando cada grupo de obispos decida cómo cortar y dividir los «matices» de esta nueva doctrina por lo que en el peor de los casos lo que se considera pecado mortal en un lado del confín es «acompañado» y permitido en el otro? Sabemos que ya está ocurriendo, oficialmente, en ciertas diócesis alemanas y, no oficialmente, en Argentina e incluso aquí, en Australia, desde hace años, como puedo verificar en mi propia familia.

Un resultado como este es tan desconcertante que podría marcar, como ha sugerido otro amigo mío, también casado, el hundimiento de la narración cristiana católica. Pero desde luego hay otros aspectos del deterioro eclesial y social que nos han llevado a este punto: el estrago de la falsa renovación en la Iglesia de los últimas décadas; la increíblemente estúpida política de inculturación aplicada a una desarraigada cultura occidental invadida por un secularismo militante; la inexorable y progresiva erosión del matrimonio y la familia en la sociedad; el ataque a la Iglesia, más potente desde el interior que desde el exterior, como denunciaba el Papa Benedicto; la prolongada defección de algunos teólogos y laicos en materia de anticoncepción; los espantosos escándalos sexuales; los innumerables sacrilegios; la pérdida del espíritu de la liturgia; los cismas internos «de facto» sobre toda una serie de cuestiones y enfoques graves, sutilmente disfrazados bajo una apariencia de unidad «de iure» de la Iglesia; los modelos de profunda disonancia espiritual y moral que bullen actualmente bajo el andrajoso título de «católico». ¿Y nos sorprendemos de que la Iglesia esté en un estado de debilitamiento y esté desapareciendo?

Podríamos incluso rastrear los largos antecedentes temporales de «Amoris laetitia». Como tengo un espíritu algo anticuado, veo este documento como el mal fruto de ciertos desarrollos del segundo milenio en la Iglesia occidental. Indico brevemente dos en concreto: la forma rígidamente racionalista y dualista del tomismo promovida por los jesuitas en el siglo XVI y, en ese contexto, su elaboración de la comprensión casuística del pecado mortal en el siglo XVII. El arte de la casuística ha sido aplicado a una nueva categoría de ciencia sacra llamada «teología moral» en la que, me parece, la regla de cálculo es sabiamente empleada para estimar técnicamente, caso por caso, la culpabilidad mínima necesaria para evitar la imputación de pecado mortal. ¡Qué meta espiritual! ¡Qué visión espiritual! Hoy, la casuística vuelve a levantar su fea cabeza bajo la nueva forma de la ética de la situación y «Amoris laetitia», francamente, está llena de ella, ¡aunque fue expresamente condenada por San Juan Pablo II en la encíclica «Veritatis Splendor»!

Peroración

¿Puedo exhortarles de alguna manera que pueda ser de ayuda? San Basilio pronunció una gran homilía sobre el texto: «Pero ten cuidado y guárdate bien» (Deut 4, 9). Ante todo debemos ocuparnos primero de nuestras disposiciones. En los Padres del desierto encontramos varias historias en las que un joven monje persigue su salvación eterna mediante la heroica mansedumbre de su obediencia a un abad con serias imperfecciones. Y al final obtiene también el arrepentimiento y la salvación de su abad. No debemos dejarnos tentar por reacciones de hostilidad hacia el Papa Francisco, pues corremos el riesgo de caer en el juego del diablo. Debemos honrar y sostener en la caridad también a este profundamente imperfecto Santo Padre, y rezar por él. Con Dios nada es imposible. Quién sabe, a lo mejor Dios ha puesto a Jorge Mario Bergoglio en esta posición para encontrar un número suficiente de personas que recen eficazmente por la salvación de su alma.

He observado que los cardenales Sarah y Pell callan. Puede que sea sabio hacerlo, al menos por ahora. Mientras tanto ustedes, los que tienen responsabilidades en el gobierno de la Iglesia, tendrán que dar disposiciones prácticas en lo que concierne a las cuestiones controvertidas de «Amoris laetitia». Ante todo, en nuestras mentes no debemos tener alguna duda sobre cuál es y será siempre la enseñanza real del Evangelio. Obviamente, debe intentarse cualquier estrategia de presión para una clarificación oficial de la futura práctica. Insto en particular a los obispos australianos a hacer esto. Algunos de ustedes pueden encontrarse en situaciones muy difíciles respecto a sus iguales, casi exigiendo las virtudes de un confesor de la fe. ¿Están preparados para los latigazos, metafóricamente hablando, que pueden recibir? Desde luego pueden elegir la ilusoria seguridad de la vacuidad convencional y la simpatía superficial, una gran tentación para eclesiásticos como también para hombres de negocios. No lo aconsejo. Los tiempos son críticos, tal vez mucho más de lo que sospechamos. Estamos siendo puestos a prueba. «El Señor está aquí. Él te llama».

Sobre la disposición eucarística apropiada para los divorciados que se han vuelto a casar

Recientemente un amigo me ha enviado por email algunos puntos sobre las disposiciones eucarísticas justas para los que están en «situaciones irregulares». En mi respuesta he expresado lo que pensaba sobre lo que creo deba ser la conducta espiritual y sacramentalmente aconsejable para un católico que se encuentra en una «situación irregular».

Hay una encantadora señora que viene habitualmente a misa a nuestra catedral y que se sienta atrás de todo. Tuve una conversación con ella y supe que se encuentra en una de estas «situaciones irregulares», pero es muy diligente en venir a misa aunque sin acceder a la santa comunión. No despotrica contra la Iglesia, ni dice «Es culpa de la Iglesia» o «¡Qué injusta es la Iglesia!», sentimiento que en cambio he oído de otros a los que he corregido con amabilidad. Encuentro que en sus circunstancias el comportamiento de esta señora es admirable.

La mejor actitud que pueden tener en la oración quienes están en estas situaciones y aún no han llegado a la medida de arrepentimiento requerido (y por lo tanto a la confesión), pero no quieren dejar de mirar hacia Dios, es presentarse ante el Señor en la misa en su estado de privación y necesidad, no corriendo hacia adelante para «arrebatar» la eucaristía, sino intentando abrirse a la acción de la gracia y a un cambio de las circunstancias, si y cuando sea posible. Mi pensamiento sobre su situación es que es mejor que esperen honesta, aunque dolorosamente, en la tensión de su situación ante Dios, sin subterfugios. Creo que este es la mejor posición para el triunfo de la gracia.

¿Quién de nosotros no se siente identificado con esta situación desigual causada por la lucha espiritual de la propia vida, como por ejemplo, el duro combate que hay que sostener ante una pasión aparentemente insuperable y de la que a duras penas se encuentra la vía de salida? ¿O el que sostenemos cuando nos sentimos atrapados durante mucho tiempo en un pecado antes de que nuestra vida moral pueda emerger en un lugar de mayor libertad? Recordemos la célebre oración de San Agustín a Dios la vigilia de su conversión definitiva: «Domine, da mihi castitatem, sed noli modo»: Señor, concédeme la castidad, pero no enseguida. Pienso que cuando estas personas asisten a misa y se abstienen de tomar la comunión, el suyo puede ser un gran testimonio para todos nosotros. Sí, es un grito que nos llama a considerar nuestra propia disposición al presentarnos a participar en los santísimos y deificantes Cuerpo y Sangre de nuestro Señor.

A propósito de lo cual, me viene a la cabeza una frase del actor Richard Harris, un aguafiestas católico no practicante durante muchos años: «Me he divorciado dos veces, pero prefiero morir como un mal católico que hacer que la Iglesia cambie para que se adapte a mí».

Encuentro que hay más honradez en esto que en… bueno, mejor que no lo diga.

Visto en Chiesa

[Fuente: Panorama Católico Internacional]

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