El ‘blanco-es-negro’ del Papa Francisco

La paz es la guerra. La esclavitud es la libertad. La piedad es impiedad. La Navidad es poco cristiana.

Otra vez encuentro —como si no tuviéremos nada más que hacer— que el mundo del Internet católico tradicionalista está horrorizado, indignado y escandalizado, por algo que ha dicho el Papa Francisco. ¿Será que es martes?

Lo primero que se me ocurrió fue, ¿todavía andamos en estas? Decidí entonces leer el extracto de la homilía de la misa diaria en Casa Santa Martha: «Los cristianos obstinados en el «siempre se ha hecho así», «éste es el camino», «ésta es la senda», pecan: pecan de adivinación».
¡Ah!… Ya veo…

A estas alturas estamos ya todos familiarizados con el repertorio estándar de insultos a los creyente, «eruditos de la ley», «doctores de la ley», «cristianos duros» y, por supuesto, el enigmático tour de force de la incomprensibilidad y mundialmente favorito de todos los tradis culpables del: «¡neopelagianismo prometeico autorreferencial!». Quien pueda adivinar lo que significa ¡se saca premio!  Aquí  nos da una pista: «… quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado». ¿Se entiende?

Mi buen amigo y colega Chris Ferrara ha escrito un poco esta semana acerca de cómo Francisco ha utilizado  un fragmento de las Escrituras para apoyar la idea de que la ley de la Iglesia es de gente malvada que se rehúsa a aceptar al «Dios de las sorpresas». Chris pregunta si esto podría considerarse como una señal de que Francisco no está en sus cinco completamente, ¿me explico? Steve Skojec intenta, a su vez, corregir la exégesis equívoca del Santo Padre. Estoy segura de que hay más de lo mismo, si le buscamos.

El tema se encuentra en la lista corta de sus favoritos: «Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar». No, nada de ironía por acá, faltaba más.

Ya que tengo tiempo que no le pongo atención a los disparates del Papa debo admitir que no sé si ha especificado con anterioridad cuál de los mandamientos violan los católicos duros, autorreferentes, narcisistas y elitistas prometeicos, pero en caso de que haya duda él ha hecho esta semana abundantemente claro de que se trata del Primer Mandamiento. Y que nuestras vidas no tiene sentido, que están «emparchadas», lo que sea que eso signifique.

«Es el pecado de tantos cristianos que se aferran a lo que se ha hecho siempre y no permiten que se cambien los odres. Y terminan con una vida a medias, emparchada, remendada, sin sentido».

«Los cristianos obstinados en el «siempre se ha hecho así», «éste es el camino», «ésta es la senda»—pecan: pecan de adivinación. Es como si fueran a ver a una adivina: «Es más importante lo que se ha dicho y que no cambia; lo que siento yo – por mi parte y de mi corazón cerrado – que la Palabra del Señor». También es un pecado de idolatría la obstinación: el cristiano que se obstina, ¡peca! ¡Peca de idolatría! «¿Y cuál es el camino, Padre?:»  abrir el corazón al Espíritu Santo, discernir cuál es la voluntad de Dios».

Aparentemente somos ocultistas, porque eso es, en concreto, lo que significa la adivinación; somos, por lo tanto, culpables de quebrantar el Primer Mandamiento, que según el Catecismo del Concilio de Trento, nos deja entre aquellos que «…cometen herejía, los que no creen en las cosas que la Santa Madre Iglesia propone que deben creerse: los que dan crédito a sueños, agüeros y demás cosas vanas…».

Se sigue que, de acuerdo con este Papa, aquellos que se rehúsan a abandonar lo que la Iglesia enseña en favor de una suerte de «sorpresa» son adeptos de la «adivinación»; la Iglesia, sin embargo, nos dice en sus enseñanzas inmemoriales, como se puede ver, que esto significa herejía, algo propio de aquellos que rechazan lo que la Iglesia enseña.

El problema con mucho de lo que Francisco dice es este tipo de contradicciones. Cuando lo escuchamos,     los que comprendemos que «no» y «sí» no pueden ser ambos la misma cosa a la vez, quedamos perplejos ante esas extrañas divagaciones; esto se debe a que continuamos intentando cotejar sus declaraciones y su modo de expresarlas con las normas de la teología católica y las Leyes del pensamiento racional; y  al estudiarlas con el lente de la razón católica nos resultan incomprensible o deformadas.

Francisco, sin embargo, no piensa como católico. Es la plantilla y ejemplificación del jesuita moderno; estos son los tíos que se enorgullecen de «haber superado» los antiguos lastres de la racionalidad y el sentido común, etc. Escuchar a Francisco es exactamente igual que escuchar a alguien formado en las aulas del mundo académico moderno. Basta leer ensayos de crítica literaria posmoderna para comprobarlo.

Como resultado de esa preparación intelectual, Francisco no percibe la doctrina de la misma forma que nosotros, o sea, como una descripción fiel de la realidad objetiva. Para él y sus consocios jesuitas y académicos la doctrina es simplemente un conjunto de ideas subjetivas y arbitrarias, de normas que acarreamos en la cabeza y que adecuamos a la situación en turno. La validez de esas ideas, según los partidarios de esta escuela, depende de su aplicabilidad; se pueden considerar buenas únicamente si sirven algún propósito específico.

Para personas de su época y punto de vista, cualquier idea —no importa su fuente— que deja de satisfacer un propósito que se considera útil debe simplemente alterarse o descartarse. Incluso puntualizaciones como, «A causa de la dureza de vuestros corazones, os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así.  Mas Yo os digo, quien repudia a su mujer salvo el caso de adulterio, y se casa con otra, comete adulterio,…».

Esto se pudo observar claramente durante el Sínodo, donde se nos dijo, por medio de uno nombrado  al cardenalato personalmente por Francisco, que ya era hora de bajarle los humos a Nuestro Señor y a aprender a ser más misericordiosos, como Moisés. Ese tipo de rigidez que insiste en una misma cosa para siempre es impracticable; los tiempos cambian, decían; la gente es diferente hoy en día y es por eso que el «Dios de las sorpresas» ha decidido cambiar las cosas;  el error de no «discernir» esta situación es una tara propia a una «rigidez» irracional.

No se les ocurre preguntarse si este es un concepto falso o verdadero, ya que la idea de que existen verdades absolutas e inmutables ha sido rechazada de antemano. La «verdad» que corresponde a ciertas cuestiones no existe para ellos de la misma manera que para nosotros[1]. La verdad es irrelevante, solamente la relevancia es relevante.

La doctrina puede cambiar, de hecho, debe cambiar, según ellos, ya que los tiempos y las personas cambian. Dios cambia también ya que Él inventa ideas nuevas que los fieles están obligados a discernir principalmente escuchando a los obispos alemanes (quienes no son culpables del «pecado de adivinación» no importa que tanto sus ideas contradigan las palabras de Jesucristo y de las Sagradas Escrituras). No hay tal cosa como la verdad inmutable porque no hay tal cosa como la realidad objetiva. La naturaleza de Dios no es inmutable, ni la naturaleza humana lo es. Por lo tanto, el que se rehúse a abandonar ideas viejas por ideas nuevas solo puede estar haciendo esa decisión apoyándose en la «adivinación» personal y descarriada, en base a «lo que siento yo – por mi parte y de mi corazón cerrado». La decisión de permanecer fiel quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est, como ha dicho San Vicente de Leris, es la decisión de un corazón cerrado y una determinación personal: la «adivinación».

Todo esto quiere decir que, según la lógica Bergogliana, un católico verdaderamente fiel es aquel que abandona las enseñanzas de la Iglesia cuando se le ordena hacerlo. « ¿Y cuál es el camino, Padre?: abrir el corazón al Espíritu Santo, discernir cuál es la voluntad de Dios». ¿Cómo? Muy fácil: haz lo que se te dice. Lo que sabemos con certeza acerca de este Papa es que está absolutamente consciente de su extraordinario poder, y de que se cree a sí mismo excepcionalmente dotado con la sabiduría para hacer cuanto sea necesario. Obviamente debemos permitirle «discernir» por nosotros, ¿qué necesidad hay de quebranos la cabeza? El asunto se colma de ironía cunado consideramos que esta es una definición veraz y exacta del Nietzcheismo prometeico: la verdad la realidad serán siempre lo que yo digo que son, y yo diré cuando es necesario un cambio.

Muchos de los católicos que se sienten sobresaltados por este Papa se sienten a la vez confundidos. Es difícil, ciertamente, no quedar confundido ante una persona que parece no comprender lo que es una contradicción lógica, que alegremente y, aparentemente de manera inconsciente, contradice las Escrituras, la doctrina católica, los hechos y con frecuencia a sí mismo, y que lo hace con un desenfreno despreocupado. De sus copiosas entrevistas se desprende que no está consciente del todo de la perplejidad que causa, no puede comprender por qué alguien tendría ocasión de pensar de ese modo. Muchos de nosotros no tenemos oportunidad de frecuentar el ambiente Jesuita, o los círculos académicos de alto nivel, pero puedo asegurarles que Jorge Bergoglio no está fuera de lugar en ellos.

Es en su esencia un hombre de su lugar y de su época, en otras palabras, de la Argentina de los años setenta. Una época en la cual la pulsión preponderante dentro de la Iglesia era acusar a todo quien deseara apegarse a la tradición de oponerse al «ventarrón» del Espíritu Santo. Posiblemente debido a defectos intelectuales propios, y siendo que nos llega de esa gran burbuja que es Suramérica —donde aparentemente los setentas aún perduran— Jorge Bergoglio jamás se ha visto en la necesidad de moderar o modificar sus opiniones. En el resto del mundo, donde la Iglesia se ha moderado un poco durante los últimos cuarenta años, sus proclamas se nos antojan tan pasadas de moda que rayan en el desequilibrio.

John Henry Westen escribió, de LifeSiteNews.com, comenta acerca de la entrevista —o más bien libro— de Andrea Tornielli, el acérrimo apólogo del Papa en la prensa italiana, que este reafirma su opinión de que muchos clérigos son fieles pero «rigoristas» específicamente porque sostienen que la doctrina de la Iglesia es veraz e inmutable.

Tornielli cita a Francisco diciendo que en aquellos que él llama «estudiosos de la ley», «yo diría que hay una cierta hipocresía en ellos, una adhesión formal a la ley que esconde heridas muy profundas».  Jesús, según el Papa, los «define como «sepulcros blanqueados» que aparentan devoción por fuera, pero por dentro, por dentro… hipócritas». (¡Ah, sí! El mismo Jesús que dijo «…os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres;… Mas Yo os digo,… la dureza de vuestros corazones… comete adulterio,…». Señalar todas estas ironías resulta ya agotador).

En resumen, el problema de Francisco con los creyentes fieles es el siguiente, y demuestra plenamente que su mente está embalsamada en la ambarina resina sintética de 1976: su mente absolutamente niega y se rehúsa a considerar como opción la posibilidad de que un católico que muestre interés en formas tradicionales de devoción, o que creen en la inmutabilidad de la verdad, pueden ser genuinamente devotos. Un católico piadoso y devoto, que se adhiere a las enseñanzas del catolicismo, según ese punto de vista, es invariablemente y por necesidad un hipócrita.

Esta idea está fundada, por supuesto, en una preocupación espiritual legítima y reconocible, aunque corrompida por una mente obsesiva. Ha llevado a un extremo descabellado la ansiedad, por otra parte perfectamente sensata, de que es posible caer en una piedad falsa de repetición inconsciente apegada a formas externas. Es cierto que podemos echarnos al cuello cuanto escapulario o medalla nos plazca y rezar tantos rosarios como sea posible en el curso del día; mas si pasamos las cuentas del Rosario simplemente como ejercicio aritmético, el beneficio espiritual será nulo. Todos los escritores dedicados a cuestiones espirituales están de acuerdo en que el intelecto y la voluntad de la persona deben estar comprometidos en la oración.

El problema con Francisco, y personas de ese jaez, es esa mentalidad absolutista que considera que toda expresión pública de fervor religioso es invariablemente solo eso, una exhibición pública. (Otra ironía, ya que esto viene de un tipo que ha hecho carrera presumiendo de modesto e insinuando sus virtudes). Lo hemos visto precisamente hoy: adherirse a la teología tradicional del lavado de pies el Jueves Santo es una muestra de rigidez y debemos estar abiertos a una nueva teología, a nuevas sorpresas de Dios (interpretadas por Francisco, por supuesto).

Indudablemente, la escuela de Francisco ha llevado todo esto un paso más allá. Su lógica obsesiva lo ha llevado a un nuevo extremo en el que la única manera de ser genuinamente piadoso es ser impío. La única devoción verdadera es iconoclasta. La única fe verdadera es una fe que duda, que cuestiona y que ultimadamente, acepta la herejía; y la única práctica devota genuina es sólo aquella que se opone a la tradición.

¿Ya te empieza a sonar familiar? «La libertad es esclavitud», «la guerra es la paz», quizá ese lenguaje Orwelliano ambiguo le revolvió los sesos, es ese su propósito. Y este es, no obstante, precisamente la clase de corrupción intelectual contra la que Orwell advierte. Cómo lo ilustra en su famoso libro, es un tipo de ceguera que deja al hombre particularmente susceptible al fanatismo ideológico. El verdadero creyente de Ingsoc[2]  si se recuerda, era un hombre capaz de contradecirse a sí mismo, a pesar de la evidencia de sus sentidos o las aseveraciones del partido oficial el día anterior, si eso se le ordenaba hacer. Éste es un individuo que ha renunciado completamente a sus propias ideas y se ha esclavizado voluntariamente al partido. Si hay algo que se ha hecho patente desde el primer momento, desde aquella noche desdichada cuando Francisco se presentó, es la devoción inquebrantable a ese mismo bando en la guerra intestina de la Iglesia.

Una vez que captamos los principios del ideario de Francisco, al observarlo todo con ese lente, los pronunciamientos insólitos e inconexos acerca de la maldad de aquellos que desean «claridad» y «certeza» en la fe se hacen más comprensibles; a esto se debe el que alabe la «duda» y menosprecie a las viejecitas que le ofrecen ramilletes espirituales. (Se debe, no menos, a que es un demagogo populista  con la personalidad y los modales de un sacaborrachos; sin embargo, su Peronismo es asunto para otro día). Es a causa de esto que rechaza el boato del papado, la muceta, las zapatillas y los apartamentos papales y prefiere los ostentosos despliegues de «humildad», cómo viajar en autobús o transportarse en automóviles compactos. Estos no son indicios de su humildad personal, son indicios de su devoción a una ideología.

La dificultad con esta ideología es su exclusividad. No se puede ser devoto a ella y ser católico. El catolicismo es una religión universal que sustenta ciertos conceptos acerca de la naturaleza de la realidad. La ideología a la que el Papa Francisco se adhiere, el «secularismo agresivo» moderno para ser precisos, sustenta así mismo ciertas ideas, conceptos que se encuentran en oposición a los de la Iglesia. Es necesario escoger cual seguir entre uno y otro. Lo he dicho ya muchas veces y continuare diciéndolo: el surgimiento de Francisco es, en realidad, algo bueno una vez que se entiende su procedencia y su ideología. Hemos superado, por fin, la etapa «conservadora», o inocente, que opina que los dos polos pueden coexistir. Que es posible conservar algunas de las enseñanzas de la Iglesia y descartar otras. Estamos presenciando el fallecimiento de la postura conciliadora dentro de la Iglesia, mientras la necesidad de escoger bando se vuelve cada día más apremiante y clara.

Recientemente el cardenal Robert Sarah se ha perfilado como très, très papabile (muy, muy papable) con tan solo hacer una serie de agudas e irrebatibles observaciones. Su libro, Dios o nada —que no he leído — está haciendo olas. Aparentemente en él ha dicho que la dificultad más apremiante que enfrenta la Iglesia es la abismal decadencia de la fe entre aquellos que se consideran católicos: «Las sociedades occidentales viven y están organizadas como si Dios no existiera. Los cristianos mismos, en numerosas ocasiones, se han resignado a una apostasía taciturna». Es necesario preguntarnos y concretar a quién, personalmente, incluye en esa lista.

Hilary White

[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original.]

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[1] [ Por cierto, todo él que crea que esta anti lógica se puede encontrar tan solo entre académicos Jesuitas no necesitan más que recordar la escena en la que George Lucas hace decir a Ewan McGregor aquella inmortal e igualmente bochornosa línea «Únicamente los Sith bregan con lo absoluto»; y nadie se sonrojó ]

[2] Socing (en inglés: Ingsoc), acrónimo de «socialismo inglés», es el término del idioma ficticio neolengua con el que se denomina a la ideología del partido gobernante en la novela 1984 de George Orwell. En dicho libro, el Socing no es sólo el nombre del partido político que dirige con mano de hierro los destinos del Estado totalitario intercontinental de Oceanía, una de las tres porciones del mundo en la novela, sino que también de su propia ideología.

Hilary White
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