EXCLUSIVA. Mons. Schneider en Roma: La grandeza no negociable del matrimonio cristiano

El pasado lunes, 5 de diciembre, tuvo lugar en Roma, en la Fundación Lepanto, un encuentro dirigido por nuestro colaborador el profesor Roberto de Mattei, con los cardenales Burke, Brandmüller y con el también colaborador de esta web monseñor Athanasius Schneider. Ofrecemos a continuación en primicia la traducción al español íntegra de su memorable discurso.

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La grandeza no negociable del matrimonio cristiano

Mons. Athanasius Schneider, Roma, 5 de diciembre de 2016

Cuando Nuestro Señor Jesucristo predicó las verdades eternas hace dos mil años, la cultura y el espíritu reinante en aquel tiempo Le eran radicalmente contrarios. Concretamente lo eran el sincretismo religioso, el gnosticismo de las élites intelectuales y el permisivismo moral de las masas, especialmente con respecto a la institución del matrimonio. “El estaba en el mundo y, sin embargo, el mundo no lo reconoció”(Jn. 1, 10).

La mayor parte del pueblo de Israel y, en particular, los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos rechazaron el Magisterio de la revelación Divina de Cristo e incluso la proclamación de la absoluta indisolubilidad del matrimonio: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn. 1, 11). Toda la misión del Hijo de Dios en la tierra consistía en revelar la verdad: “Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn. 18, 37).

Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz para salvar a los hombres de los pecados, ofreciéndose a sí mismo en un sacrificio perfecto y agradable de alabanza y de expiación a Dios Padre. La muerte redentora de Cristo contiene también el testimonio que El daba de toda palabra Suya. Cristo estaba dispuesto a morir por la verdad de cada una de Sus palabras: “Vosotros intentáis matarme a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios. ¿Por qué motivo no comprendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. El era homicida desde el principio y no se mantuvo firme en la verdad, porque en él no hay verdad. Cuando dice la mentira, dice lo que es suyo, porque es mentiroso y padre de la mentira. A mí, por el contrario, vosotros no me creéis, porque digo la verdad. ¿Quién de vosotros puede demostrar que he pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?” (Jn. 8, 40-46). La disponibilidad de Jesús para morir por la verdad incluía todas las verdades anunciadas por Él, también ciertamente la verdad de la indisolubilidad absoluta del matrimonio.

Jesucristo es el restaurador de la indisolubilidad y de la santidad original del matrimonio no sólo por medio de Su palabra Divina, sino de manera más radical por medio de Su muerte redentora, con la cual Él elevó la dignidad creada y natural del matrimonio a la dignidad de sacramento. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, […] Nadie, en efecto, ha odiado a su propia carne, antes bien la nutre y la cuida, como también Cristo hace con la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo. Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y lo dos se convertirán en una sola carne. Este misterio es grande: ¡yo lo digo en referencia a Cristo y a la Iglesia!” (Ef. 5, 25.29-32). Por esta razón también se aplican al matrimonio las siguientes palabras de la oración de la Iglesia: “Dios que en modo maravilloso creaste la dignidad de la naturaleza humana y de manera más maravillosa aún la reformaste”.

Los Apóstoles y sus sucesores, en primer lugar los Romanos Pontífices, sucesores de Pedro, han custodiado santamente y transmitido fielmente la doctrina no negociable del Verbo Encarnado sobre la santidad y la indisolubilidad del matrimonio también en lo referente a la práctica pastoral. Esta doctrina de Cristo está expresada en las siguientes afirmaciones de los Apóstoles: “El matrimonio sea honrado y el tálamo esté sin mancha. Los fornicadores y los adúlteros serán juzgados por Dios” (Heb. 13, 4) y “A los esposos ordeno, no yo, sino el Señor: la mujer no se separe del marido, y si se separa, permanezca sin casarse, y el marido no repudie a la mujer” (1 Cor. 7, 10-11). Estas palabras inspiradas por el Espíritu Santo fueron proclamadas siempre por la Iglesia durante dos mil años, sirviendo como una indicación vinculante y como norma indispensable para la disciplina sacramental y para la vida práctica de los fieles.

El mandamiento de permanecer sin casarse después de una separación del propio cónyuge legítimo, no es en el fondo una norma positiva o canónica de la Iglesia, son que es palabra de Dios, como enseñaba el apóstol San Pablo: “Ordeno no yo, sino el Señor” (1 Cor. 7, 10). La Iglesia ha proclamado ininterrumpidamente estas palabras, prohibiendo a los fieles válidamente casados atentar el matrimonio con una nueva pareja. Por consiguiente, la Iglesia según la lógica Divina y humana no tiene la competencia para aprobar ni siquiera implícitamente una convivencia more uxorio fuera de un matrimonio válido, admitiendo a tales personas adúlteras a la Santa Comunión.

Una autoridad eclesiástica que emana normas u orientaciones pastorales que prevén una tal admisión, se arroga un derecho que Dios no le ha dado. Un acompañamiento y discernimiento pastoral que no propone a las personas adúlteras, los así llamados divorciados vueltos a casar, la obligación divinamente establecida de vivir en continencia como condición sine qua non para la admisión a los sacramentos, se revela en realidad como un clericalismo arrogante. Ya que no existe un clericalismo más fariseo que el que se arroga derechos divinos.

Uno de los más antiguos e inequívocos testimonios de la praxis inmutable de la Iglesia Romana de no aceptar por medio de la disciplina sacramental la convivencia adulterina de los fieles, que están todavía unidos a su legítimo cónyuge a través del vínculo matrimonial, es el autor de una catequesis penitencial conocida bajo el título pseudónimo de El Pastor de Hermas. La catequesis fue escrita con mucha probabilidad por un presbítero romano al inicio del siglo segundo bajo la forma literaria de un apocalipsis o de una narración de visiones.

El siguiente diálogo entre Hermas y el ángel de la penitencia que se le aparece en la forma de un pastor, demuestra con admirable claridad la inmutable doctrina y praxis de la Iglesia católica en esta materia: “¿Qué hará, Señor, el marido si la mujer persiste en esta pasión del adulterio?”. “La aleje y el marido permanezca solo. Si después de haber alejado a la mujer se casa con otra mujer, también él comete adulterio”. “¿Si la mujer, Señor, después de haber sido alejada, se arrepiente y quiere volver al marido no será retomada?”. “Sí, dice; y si el marido no la recibe peca y carga con una gran culpa. Debe, por el contrario, recibir a quien ha pecado y se ha arrepentido. […] A causa de la posibilidad de tal arrepentimiento, el marido no debe volver a casarse. Esta directiva vale tanto para la mujer como para el hombre. No sólo se comete adulterio si uno corrompe su propia carne, sino que también quien hace cosas similares a los paganos es un adúltero. […] Por esto os fue ordenado permanecer solos, para la mujer y para el hombre. Puede haber en ellos arrepentimiento, …pero quien haya pecado que no peque más” (Herm. Mand., IV, 1, 6.11).

Sabemos que el primer gran pecado clerical fue el pecado del sumo sacerdote Aarón, cuando este cedió a las peticiones impertinentes de los pecadores y permitió venerar al ídolo del becerro de oro (cfr. Ex. 32, 4), sustituyendo en este caso concreto el Primer Mandamiento del Decálogo de Dios, esto es, sustituyendo la voluntad y la palabra de Dios, con la voluntad pecadora del hombre. Aarón justificaba este acto suyo de clericalismo exasperado con el recurso a la misericordia y a la comprensión con las exigencias de los hombres. La Sagrada Escritura dice precisamente: “Moisés vio que el pueblo no tenía ya freno, porque Aarón había quitado todo freno al pueblo, de modo que hizo de ellos el oprobio de sus adversarios” (Ex, 32, 25).

Se repite hoy nuevamente en la vida de la Iglesia, aquel primer pecado clerical. Aarón había dado el permiso para pecar contra el Primer Mandamiento del Decálogo de Dios y para poder estar al mismo tiempo serenos y alegres al hacerlo y la gente precisamente danzaba. Se trataba en aquel caso de una alegría en la idolatría: “El pueblo se sentó a comer y beber, después se levantó para divertirse” (Ex. 32, 6). En vez del Primer Mandamiento como en el tiempo de Aarón, muchos clérigos, también en los más altos niveles, sustituyen en nuestros días el Sexto Mandamiento con el nuevo ídolo de la práctica sexual entre personas no casadas válidamente, que es en un cierto sentido el becerro de oro venerado por los clérigos de nuestros días.

La admisión de tales personas a los sacramentos sin pedirles la vida en continencia como conditio sine qua non, significa en el fondo un permiso para no deber observar en este caso el Sexto Mandamiento. Tales clérigos, como nuevos “Aarones”, tranquilizan a estas personas, diciendo que pueden estar serenas y alegres, esto es, continuar en la alegría del adulterio a causa de una nueva “via caritatis” y del sentido “materno” de la Iglesia y que pueden incluso recibir el alimento Eucarístico. Con tal orientación pastoral los nuevos “Aarones” clericales hacen del pueblo católico el oprobio de sus enemigos, esto es, del mundo no creyente e inmoral, el cual podrá decir verdaderamente, por ejemplo:

  • En la Iglesia católica se puede tener una nueva pareja además del propio cónyuge y la convivencia con él está admitida en la praxis.
  • En la Iglesia católica está admitida por consiguiente una especie de poligamia.
  • En la Iglesia católica la observancia del Sexto Mandamiento del Decálogo, tan odiado por parte de nuestra sociedad moderna ecológica e iluminada, puede tener legítimas excepciones.
  • Finalmente es reconocido aceptar el principio del progreso moral del hombre moderno, según el cual se debe aceptar la legitimidad de los actos sexuales fuera del matrimonio, de manera implícita por la Iglesia católica, que había sido siempre retrógrada, rígida y enemiga de la alegría del amor y del progreso moral del hombre moderno.

Así comienzan a hablar ya los enemigos de Cristo y de la verdad Divina, que son los verdaderos enemigos de la Iglesia. Por obra del nuevo clericalismo aaronítico la admisión de los adúlteros practicantes e impenitentes a los sacramentos, hace a los hijos de la Iglesia católica oprobio de hecho de sus adversarios.

Sigue siendo siempre una gran lección y una seria amonestación para los Pastores y para los fieles de la Iglesia el hecho de que el Santo que en primer lugar dio su vida como testigo de Cristo fue San Juan Bautista, el Precursor del Señor. Su testimonio por Cristo consistía en defender sin sombra de duda y de ambigüedad la indisolubilidad del matrimonio y en condenar el adulterio. La historia de la Iglesia católica se gloría de poseer ejemplos luminosos que siguieron el ejemplo de San Juan Bautista o dieron como él el testimonio de la sangre, sufriendo persecuciones y perjuicios personales. Estos ejemplos deben guiar especialmente a los Pastores de la Iglesia de nuestros días, para que no cedan a la típica tentación clerical de querer agradar más a los hombres que a la santa y exigente voluntad de Dios, una voluntad al mismo tiempo amorosa y sumamente sabia.

Entre el numeroso ejército de tantos imitadores de San Juan Bautista como mártires y confesores de la indisolubilidad del matrimonio, podemos recordar sólo a algunos de los más significativos. El primer gran testigo fue el Papa San Nicolás I, llamado el Grande. Se trata del enfrentamiento en el siglo IX entre el Papa Nicolás I y Lotario II rey de Lotaringia. Lotario, que estuvo al principio unido, pero no casado, con una aristócrata de nombre Waldrada, y estuvo después unido en matrimonio con la noble Teutberga por intereses políticos y más tarde aún estuvo separado de esta y casado con la compañera precedente, quiso a toda costa que el Papa reconociera la validez de su segundo matrimonio. Pero aunque Lotario gozaba del apoyo de los obispos de su región y del apoyo del emperador Ludovico, que llegó a invadir Roma con su ejército, el Papa Nicolás I no accedió a sus pretensiones y no reconoció nunca como legítimo su segundo matrimonio.

Lotario II rey de Lorena, después de haber repudiado y encerrado en un monasterio a su consorte Teutberga, convivía con una cierta Waldrada y recurriendo a calumnias, amenazas y torturas solicitaba a los obispos locales el divorcio para poderse casar con ella. Los obispos de Lorena, en el Sínodo de Aquisgrán del 862, cediendo a las astucias del Rey, aceptaron la confesión de infidelidad de Teutberga, sin tener en cuenta que le había sido arrancada con violencia. Lotario II se casó, pues, con Waldrada, que se convirtió en reina. A continuación hubo una apelación de la depuesta Reina al Papa, el cual intervino contra los obispos consentidores, suscitando desobediencias, excomuniones y represalias por parte de dos de ellos, los cuales se dirigieron al emperador Ludovico II, hermano de Lotario.

El emperador Ludovico decidió actuar con la fuerza y al principio del 864 llegó a Roma armado, invadiendo con sus soldados la ciudad leonina, dispersando incluso las procesiones religiosas. El Papa Nicolás tuvo que dejar Letrán y refugiarse en San Pedro y el Papa dijo estar dispuesto a morir antes que permitir una vida more uxorio fuera del matrimonio válido. Finalmente el emperador cedió a la constancia heroica del Papa y aceptó los decretos del Papa, obligando también a los dos arzobispos rebeldes Guntero de Colonia y Teutgardo de Tréveris a aceptar la sentencia papal.

El cardenal Walter Brandmüller da la siguiente valoración de este caso emblemático de la historia de la Iglesia:

“En el caso examinado, esto significa que, a partir del dogma de la unidad, de la sacramentalidad y de la indisolubilidad, radicados en el matrimonio entre dos bautizados, no existe un camino de vuelta atrás, sino el -inevitable y que por esto debe ser rechazado- de considerarlos un error del cual enmendarse. El modo de actuar de Nicolás I en la disputa sobre el nuevo matrimonio de Lotario II, tan consciente de los principios como inflexible e impávido, constituye una etapa importante en el camino de la afirmación de la enseñanza sobre el matrimonio en el ámbito cultural germánico. El hecho de que el Papa, como también sus distintos sucesores en ocasiones análogas, se haya mostrado abogado de la dignidad de la persona y de la libertad de los débiles -en su mayoría eran mujeres- hizo merecer a Nicolás I el respeto de la historiografía, la corona de la santidad y el título de Maguns”.

Otro ejemplo luminoso de confesores y mártires de la indisolubilidad del matrimonio nos es ofrecido por tres personajes históricos implicados en el caso del divorcio de Enrique VIII, Rey de Inglaterra. Se trata del cardenal San Juan Fisher, de Santo Tomás Moro y del cardenal Reginald Pole.

Cuando se supo por primera vez que Enrique VIII estaba buscando caminos a través de los cuales divorciarse de su legítima mujer Catalina de Aragón, el obispo de Rochester, Juan Fisher, se opuso públicamente a tales tentativas. San Juan Fisher es autor de siete publicaciones en las que condena el divorcio inminente de Enrique VIII. El Primado de Inglaterra, el cardenal Wolsey, y todos los obispos del país, con la excepción del obispo de Rochester John Fisher, apoyaron la tentativa del Rey de disolver su primer y válido matrimonio. Quizá lo hicieron por motivos pastorales y aduciendo la posibilidad de una acompañamiento y discernimiento pastoral.

Por el contrario, el obispo Juan Fisher tuvo incluso el valor de hacer una declaración muy clara en la Cámara de los Lords afirmado que el matrimonio era legítimo, que un divorcio habría sido ilegal y que el Rey no tenía derecho de continuar por ese camino. En la misma sesión del Parlamento fue aprobado el famoso “Act of Succession”, con el cual todos los ciudadanos debían dar el juramento de sucesión, reconociendo la prole de Enrique y Ana Bolena como legítimos herederos del trono, bajo pena de ser culpables de crimen de alta traición. El cardenal Fisher se negó a jurar, fue encarcelado en 1534 en la Torre de Londres y el año siguiente fue decapitado.

El cardenal Fisher había declarado que ningún poder humano o Divino podía disolver el matrimonio del Rey y de la Reina, porque el matrimonio era indisoluble, y que él habría estado dispuesto a dar voluntariamente su vida por esta verdad. El cardenal Fisher señalaba en aquella circunstancia que Juan Bautista no veía otro camino para morir gloriosamente que morir por la causa del matrimonio, a pesar del hecho de que el matrimonio no era tan sagrado en aquel tiempo como lo llegó a ser cuando Cristo derramó Su Sangre para santificar el matrimonio.

En al menos dos narraciones de su proceso, Santo Tomás Moro observó que la verdadera causa de la enemistad de Enrique VIII contra él era el hecho de que Tomás Moro no creía que Ana Bolena fuese la mujer de Enrique VIII. Una de las causas de la encarcelación de Tomás Moro fue su negación a afirmar con juramento la validez del matrimonio entre Enrique VIII y Ana Bolena. En aquel tiempo, al contrario que en el nuestro, ningún católico creía que una relación adúltera habría podido, en determinadas circunstancias o por motivos pastorales, ser tratada como su fuera un verdadero matrimonio.

Reginald Pole, futuro cardenal, era primo lejano del Rey Enrique VIII y en su juventud había recibido de él una generosa bolsa de estudio. Enrique VIII le ofreción el arzobispado de York en el caso de que lo hubiese apoyado en la causa del divorcio. Así, Pole habría debido ser cómplice en el desprecio que Enrique VIII tenía por el matrimonio. Durante un coloquio con el Rey en el palacio real, Reginald Pole le dijo que él no podía aprobar sus planes, para la salvación del alma del Rey y a causa de su propia conciencia. Nadie, hasta ese momento, había osado oponerse al Rey a cara descubierta. Cuando Reginald Pole pronunció estas palabras suyas, el Rey se airó hasta el punto que tomó su puñal. Pole pensó en ese momento que el Rey lo habría acuchillado. Pero la cándida simplicidad con la cual hablaba Pole como si hubiera pronunciado un mensaje de Dios y su valor en presencia de un tirano le salvaron la vida.

Algunos clérigos en aquel tiempo sugirieron al cardenal Fisher, al cardenal Pole y a Tomás Moro que fueran más “realistas” en el caso de la unión irregular y adúltera de Enrique VIII con Ana Bolena y menos “negro-blanco” y que quizá se habría podido hacer un breve proceso canónico para constatar la nulidad del primer matrimonio. Con esto se habría podido evitar el cisma e impedir a Enrique VIII cometer ulteriores graves y monstruosos pecados. Sin embargo, contra tal razonamiento existe un gran problema: los enteros testimonios de la Palabra revelada como Divina y de la ininterrumpida tradición de la Iglesia dicen que no se puede negar la realidad de la indisolubilidad de un matrimonio verdadero y tolerar un adulterio consolidado en el tiempo, sean cuales sean las circunstancias.

Un último ejemplo es el testimonio de los así llamados cardenales “negros” en el caso del divorcio de Napoleón I, un noble y glorioso ejemplo de miembros del colegio cardenalicio para todos los tiempos. En 1810 el cardenal Ercole Consalvi, entonces Secretario de Estado, se negó a asistir a la celebración del matrimonio entre Napoleón I y María Luisa de Austria, dado que el Papa no había podido pronunciarse sobre la invalidez de la primera unión entre el Emperador y Jofefina Beauharnais. Furioso, Napoleón ordenó que los bienes de Consalvi y de otros 12 cardenales fueran confiscados y que ellos fueran privados de su rango. Estos cardenales deberían pues vestir como sacerdotes normales y recibieron por ello el sobrenombre de los “cardenales negros”. El cardenal Consalvi narró el caso de los 13 cardenales “negros” en sus Memorias:

“El mismo día, nos vimos obligados a no hacer más uso de las insignias cardenalicias y a vestir de negro, de lo que nació después la denominación de los “Negros” y de los “Rojos”, con la cual fueron diferenciadas las dos partes del Colegio. […] Fue un prodigio que, habiendo dado el Emperador en el primer furor la orden de fusilar a 3 de los 13 cardenales, esto es, a Opizzoni, a mí [Cardenal Consalvi] y a un tercero, que no se supo quién fuera (quizá fue el Cardenal di Pietro), y habiéndose después limitado a mí solamente, la cosa no se realizase”

Después el cardenal Consalvi narra más detalladamente:

“Después de muchas deliberaciones entre nosotros 13, se llegó a la conclusión de que no participaríamos en las invitaciones del Emperador, relativas al matrimonio, esto es, ni al eclesiástico por la razón dicha más arriba, ni al civil porque no creíamos que conviniese a Cardenales autorizar con su presencia la nueva legislación, que separa dicho acto de la así llamada bendición nupcial, prescindiendo también de suponer, con ese mismo acto, disuelto ya aquel vínculo precedente, que nosotros no creíamos disuelto legítimamente. Decidimos por tanto no intervenir. Cuando se celebró el matrimonio civil en S. Cloud los 13 no intervinieron. Llegó el día en el que se celebró el matrimonio eclesiástico. Se vieron preparadas las sillas para todos los Cardenales, no habiéndose perdido hasta el final la esperanza de que al menos en eso, que era lo que más interesaba a la Corte, intervendrían todos. Pero los 13 cardenales no intervinieron. Los otros 14 cardenales intervinieron. […] Cuando el Emperador entró en la capilla, su primera mirada fue al lugar donde estaban los Cardenales y, al ver sólo a 14, mostró tanto furor en su rostro, que todos los asistentes se dieron cuenta de manera manifiesta”.

“Llegó así el día de dar cuentas. Llegados los 13 cardenales donde el Ministro de Cultos, fuimos introducidos en su estancia, donde encontramos también al Ministro de la Policía, Fouché. Apenas entrados, el Ministro Fouché, que estaba junto a la chimenea, a quien me acerqué a saludar, me dijo en voz baja: «Os lo predije yo, Sr. Cardenal, que las consecuencias habrían sido terribles: lo que me hiere es veros en el número de las víctimas». Toma la palabra el Ministro de Cultos y acusa al Cardenal y a sus 12 colegas de complot. De este delito, prohibido y castigado severísimamente por las leyes vigentes, se encontraba en la desagradable necesidad de manifestarnos las órdenes de Su Majestad en relación a nosotros, las cuales se reducían a estas tres cosas: 1º que nuestros bienes tanto eclesiásticos como patrimoniales quedaban desde ese momento sustraídos y puestos bajo secuestro, declarándonos absolutamente despojados y privados de ellos; 2º que se nos prohibía hacer más uso de las insignias cardenalicias y de cualquier divisa de nuestra dignidad, no considerándonos ya Su Majestad como Cardenales; 3º que Su Majestad se reservaba en lo sucesivo decidir sobre nuestras personas, algunas de las cuales nos hizo entender que serían sometidas a un juicio. […] El mismo día, por tanto, nos vimos obligados a no hacer más uso de las insignias cardenalicias y a vestir de negro, de lo que nació después la denominación de los Negros y de los Rojos, con la que fueron diferenciadas las dos partes del Colegio”.

Quiera el Espíritu Santo suscitar en todos los miembros de la Iglesia, del más simple y humilde hasta al Supremo Pastor, cada vez más numerosos y valientes defensores de la verdad de la indisolubilidad del matrimonio y de la correspondiente praxis inmutable de la Iglesia, aunque a causa de tal defensa se arriesguen a sufrir considerables perjuicios personales. La Iglesia debe más que nunca trabajar en el anuncio de la doctrina y en la pastoral matrimonial, para que en la vida de los cónyuges y, especialmente de los así llamados divorciados vueltos a casar, sea observado lo que el Espíritu Santo dijo en la Sagrada Escritura: “El matrimonio sea honrado y el tálamo esté sin mancha” (Heb. 13, 4). Sólo una pastoral matrimonial que se tome todavía en serio estas palabras de Dios, se revela como verdaderamente misericordiosa, ya que conduce a las almas pecadoras al camino seguro de la vida eterna. Y esto es lo que cuenta.

(Traducido por Marianus el eremita. Equipo de traducción de Adelante la Fe)

Mons. Athanasius Schneider
Mons. Athanasius Schneider
Anton Schneider nació en Tokmok, (Kirghiz, Antigua Unión Soviética). En 1973, poco después de recibir su primera comunión de la mano del Beato Oleksa Zaryckyj, presbítero y mártir, marchó con su familia a Alemania. Cuando se unió a los Canónigos Regulares de la Santa Cruz de Coimbra, una orden religiosa católica, adoptó el nombre de Athanasius (Atanasio). Fue ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1990. A partir de 1999, enseñó Patrología en el seminario María, Madre de la Iglesia en Karaganda. El 2 de junio de 2006 fue consagrado obispo en el Altar de la Cátedra de San Pedro en el Vaticano por el Cardenal Angelo Sodano. En 2011 fue destinado como obispo auxiliar de la Archidiócesis de María Santísima en Astana (Kazajistán), que cuenta con cerca de cien mil católicos de una población total de cuatro millones de habitantes. Mons. Athanasius Schneider es el actual Secretario General de la Conferencia Episcopal de Kazajistán.

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