Homilía: De los malos pensamientos

SERMÓN PARA LA DOMINICA DECIMOCTAVA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Cum vidisset cogitatione eorum, dixit: ut quit cogitatis mala in cordibus vestris?

Viendo sus pensamientos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?

(Matth. IX, 4)

Refiere el Evangelio de hoy, que presentaron a Jesucristo un paralítico postrado en un lecho, para que le sanase; el Señor le sanó, no solamente el cuerpo, sino también el alma, perdonándole sus pecados, y diciéndole: Confide, fili, remittuntur tibi peccata tua. “Ten confianza, hijo mío, que perdonados te son tus pecados”. A cuyas palabras ciertos Escribas dijeron luego para consigo: “¿Quién es éste que hasta los pecados perdona? Sin duda blasfema”: Hic blasphemat. Nuestro divino Salvador, empero, conociendo sus malos pensamientos, les dijo: ¿Ut quid congitatis mala in cordibus vestris? “¿Por que pensáis mal en vuestros corazones?” De cuyas palabras se infiere que Dios penetra los pensamientos más ocultos de nuestro corazón, y los castiga si son malos. Los jueces del mundo prohíben y castigan solamente los delitos exteriores, porque el hombre no ve más que lo exterior: Homo videt ea quœ parent (I. Reg. XVI, 7); no empero lo que pensamos; pues Dios, que ve también el fondo del corazón, Dominus autem intuetur cor (ibid.) prohibe y castiga también los malos pensamientos.

Examinaremos por tanto:

Punto 1º Cuando es pecado el pensamiento malo.

Punto 2º El gran peligro que nos causa el consentir en los malos pensamientos.

Punto 3º Cúales son los remedios contra los malos pensamientos.

Punto I

CUANDO ES PECADO EL PENSAMIENTO MALO

1. De todos modos se engañan los hombres acerca de los malos pensamientos: algunos, que temen a Dios, pero se hallan dotados de poco entendimiento y son escrupulosos, temen también que todo mal pensamiento que se cebe en su imaginación es pecado. Lo cual es un error porque no son pecados los malos pensamientos, sino los pensamientos malos a los cuales presentamos nuestro consentimiento. Toda la malicia del pecado mortal consiste en la mala voluntad, es decir, en el asentimiento que damos al pecado o en la voluntad que concebimos  de pecar, con plena advertencia de que aquella obra o acción que queremos practicar es mala. Así lo enseña San Agustín, cuando dice que: “si la voluntad no consiente en ella, no puede haber pecado”: Nullomodo sit peccatum, si non sit voluntarium. (De vera Rel. cap. XIV). Por grave, pues, que sea la tentación y la rebelión de los sentidos, y los movimientos malos de la parte inferior o del cuerpo contra la superior o espiritual, no habrá pecado, si no hay antes consentimiento; porque según San Bernardo, “no daña el sentido o la tentación, sino consiente la voluntad”: Non nocet sensus, ubi non est consensus. (De Inter. domo cap. XIX).

2. Hasta los santos son atormentados por las tentaciones. Y aún digo más: mucho más se afana el demonio para hacer caer a los santos, que a los pecadores, porque haciendo caer a los primeros, piensa apoderarse de una presa más importante y de mejor valía. Por eso dice el profeta Habacuc, que: “los santos son el manjar que prefiere el enemigo”: In ipsis incrassata est par ejus, et cibus ejus electus (Habac. 1, 16). Y luego añade que: “el maligno contra todos tiene tendida su red barredera, y no perdona a ninguno, con el fin de despojarlos de la vida de la gracia”: Propter hoc ergo expandit sagenam suam, et semper interficere gentes non parcet. (Ibid. 17). Hasta el mismo San Pablo, después que fue hecho vaso de elección, gemía afligido, viéndose acosado de las tentaciones deshonestas, como él mismo lo confiesa: Datus est mihi stimulus carnis meœ angelus satanœ, qui me colaphizat. (II. Cor. XII, 7). Sobre lo cual por tres veces pidió al Señor que le librase de ellas; pero el Señor le respondió: “Bástate mi gracia”: Propter quod ter Dominum rogavi, ut discederet a me; et dixit mihi: Sufficit tibi gratia mea, nam virtus in infirmitate perficitur. (Ibid 8 et 9). Dios permite que hasta sus siervos sean tentados, ya para probarlos, ya para purificarlos de sus imperfecciones. Y aquí voy a exponer una doctrina para consuelo de las almas timoratas y escrupulosas, doctrina que enseñan comúnmente los teólogos. Dicen éstos, que cuando un alma temerosa de Dios y enemiga del pecado, duda si consintió o no en el mal pensamiento, no está obligada a confesarlo, porque es moralmente cierto, que no consintió en él: pues, si realmente hubiese caido en un pecado grave, no dudaría, siendo el pecado mortal un monstruo tan horrible para el hombre temeroso de dios, que es imposible cometerle, u hospedarle en su alma sin conocerlo.

3. Otros, que no son escrupulosos, sino ignorantes y de poca conciencia, piensan que no es pecado grave el mal pensamiento una vez consentido, cuando no se pone por obra. Este error es peor todavía que el primero. Lo que no se puede hacer, tampoco puede desearse; y por esto, el mal pensamiento, una vez consentido, tiene la misma malicia que si se pone en ejecución, porque lo mismo nos hacen enemigos de Dios las malas obras, que los malos deseos. “Los pensamientos perversos -dice el Sabio- apartan de Dios”: Perversœ cogitationes separunt a Deo. (Sapient. 1, 3). Y así como a Dios le están patentes las obras malas, lo están también los malos pensamientos, que son condenados y castigados por Él: Deus scientiarum Dominus est, et ipsi præparantur cogitationes (I. Reg. II, 3).

4. Más ni todos los malos pensamientos son culpables, ni todos los culpables lo son igualmente. En el mal pensamiento pueden concurrir tres cosas, a saber: la sugestión, la delectación y el consentimiento. La sugestión es aquel pensamiento malo que primeramente hiere nuestra imaginación; y esto no es pecado, antes nos sirve de mérito cuando le desechamos; porque, como dice San Antonino, “Cuantas veces resistimos, conseguimos una victoria”: Quoties resistis, toties coronaris. Viene después la delectación, cuando el hombre tentado piensa en aquel mal pensamiento y se deleita con sus atractivos. Hasta que la voluntad no consiente no hay pecado; hallase empero en peligro de consentir sino resiste a la tentación. Sin embargo, cuando este peligro no es próximo, el no resistir, positivamente no será pecado mortal. Pero es preciso advertir aquí, que cuando el pensamiento que deleita es de materia torpe, dicen comúnmente los doctores, que estamos obligados, bajo culpa grave, a resistir positivamente a la delectación, por el peligro que hay, si no resistimos, de que arrastre nuestra voluntad a darle el consentimiento, como dice San Anselmo: “Si no deschamos la delectación, ésta se convierte en consentimiento, y mata al alma”: Nisi quis repulerit delectationem, delectio in consensum transit, et occidit animam (S. Ans. Simil. c. 40). He ahí porque aún cuando no se consienta en el pecado, se peca mortalmente por el peligro próximo en que se pone de consentir, mientras se deleita con el objeto obsceno y no procura resistir. El profeta Jeremías dice a este propósito: Usquequo morabuntur in te cogitationes noxiæ? (Jer. IV, 14). “¿Hasta cuando tendrán acogida en ti los pensamientos, nocivos, sin procurar desterrarlos de tu corazón?” Dios quiere que guardemos el corazón con toda vigilancia, porque del corazón, esto es, de la voluntad, depende nuestra vida espiritual: Omni custodia serva cor tuum, quoniam ex ipso procedit (Prov. IV, 23). Finalmente; el consentimiento, que es el que convierte la tentación en pecado, tiene efecto cuando el hombre sabe claramente, que aquella tentación, o aquel mal pensamiento, es culpa grave, y, no obstante, la abraza con su voluntad y desea practicarla.

5. De dos modos se peca gravemente de pensamiento: con el deseo, y con la complacencia. Se peca con el deseo, cuando la persona quiere hacer el mal que desea, o querría hacerlo si se le presentase la ocasión; y entonces el deseo es culpa leve o grave, según fuere la cosa que se desea. Sin embargo, es cierto que el pecado consumado, siempre aumenta la malicia de la voluntad, por la mayor complacencia que, ordinariamente, hay en el acto externo consumado, o al menos, por la mayor duración del deleite; y así debe explicarse siempre en la confesión, si al deseo se siguió el acto. Se peca por complacencia, cuando el hombre no quiere cometer el pecado; pero se complace pensando en él, como realmente le cometiera. A esta complacencia llamamos delectación morosa; y se llama así, no por razón del tiempo en que la imaginación se deleita con aquél acto impúdico, sino por la razón de la voluntad que se entretiene y deleita con aquél pensamiento, y, por lo tanto, el pecado de complacencia se puede cometer en un momento. Pero, para cometerlo, es necesario que la voluntad se detenga en el mal pensamiento con gusto, como enseña Santo Tomás; hago esta advertencia, para quitar el escrúpulo a las personas timoratas, que tal vez experimenten algunas delectaciones contra su voluntad, aunque se violenten para desterrarlas de la imaginación. Deben haber, pues esos timoratos que aunque la naturaleza experimente cierto deleite mientras dure la tentación, no se comete pecado grave hasta que la voluntad consiente en ella; “Porque no hay pecado, donde no hay voluntad”, dice San Agustín. Aconsejan los maestros espirituales, que cuando uno no puede desterrar de su imaginación la idea impúdica, o la delectación, vale más ocupar la imaginación en algún objeto espiritual, que cansarse en desechar el mal pensamiento. En las demás tentaciones conviene combatir el mal pensamiento, luchando con él frente a frente; pero en las de impureza es preciso evitar las ocasiones, si queremos obtener la victoria.

Punto II

EL GRAN PELIGRO QUE CAUSAN LOS MALOS PENSAMIENTOS

6. Debemos guardarnos con toda cautela de los malos pensamientos, que son abominables al Señor, según se lee en los Proverbios (XV, 26): Abominatio Domini cogitationes malœ. Se llaman así, porque como dice el santo Concilio de Trento, los malos pensamientos, especialmente los que son contra el nono y décimo precepto, causan tal vez más daño al alma y son más peligrosos que el mismo pecado consumado: Nonnumquam anima gravis sauciant, et periculosoria sunt iis, quœ in manifesto admittuntur (Sess. 14, de Pæn. cap. 5). Son más peligrosos por muchas razones:1º Porque los pecados de pensamiento son más fáciles de cometerse que los de obra. A los de obra les falta la ocasión muchas veces; pero los malos pensamientos se tienen aun cuando no haya ocasión. Además, cuando el corazón ha vuelto las espaldas a Dios, está continuamente  queriendo el mal que le deleita, y así comete pecados sin número: Cuneta cogitatio cordis intenta ad malum omni tempore (Gen, VI, 5).

7. 2º A la hora de la muerte no se pueden cometer pecados de obra, pero pueden cometerse de pensamiento, y es fácil que los cometa quien durante su vida se acostumbró a fomentarlos en su imaginación. Y mucho más entonces, cuando son más violentas las tentaciones del demonio, el cual; viendo que le queda poco tiempo para engañar a aquella alma, la tienta con mayor fuerza y furor, como dice San Juan en el Apocalipsis; Descendit dibolus ad vos habens iram magnam,sciens quod modicum tepus habet. (Apoc. XII, 12). Estando San Eleazaro en peligro de muerte, cuenta Surio, que tuvo tales tentaciones y malos pensamientos, que dijo después de haber sanado de la enfermedad; “¡Oh, que grande es la fuerza del demonio a la hora de la muerte! El santo venció las tentaciones, porque tenía la costumbre de rechazar los malos pensamientos; pero ¡hay de aquellos que se han habituado a deleitarse con ellos! El padre Segneri refiere, que hubo un pecador que se acostumbró mientras vivió a deleitarse con los malos pensamientos: viéndose próximo a la muerte, confesó sus pecados con verdadero dolor; pero se apareció después de su muerte a una persona, diciéndole que se había condenado. Y confesó, que su confesión había sido buena, y que Dios le había perdonado ya; pero que antes de morir, el demonio le representó que sería una ingratitud si curaba de aquella enfermedad, abandonar a cierta mujer que le amaba mucho, Él rechazó esta primera tentación: vino la segunda, y consintió en ella, y ésta fue la causa de haberse condenado para siempre.

Punto III

QUE REMEDIO HAY CONTRA LOS MALOS PENSAMIENTOS

8. Dice el profeta Isaías, que : “para librarnos de los malos pensamientos debemos quitar la malignidad que hay en ellos”: Auferte matum cogitationum vestrarum. (Is. I, 16). Pero ¿que quiere decir quitar la malignidad que hay en ellos? Significa que debemos quitar la ocasión, evitar las conversaciones peligrosas, y huir de las malas compañías. Yo se de un joven que era inocente como un ángel, y por una palabra que oyó a un mal compañero, tuvo pensamiento malo, y consintió en él; y éste creo yo fué el único pecado mortal que cometió en toda su vida; porque luego entró Religioso, vivió en olor de santidad y murió santamente. También conviene abstenerse de las lecturas obscenas o inficionadas de otros errores, lo mismo que de bailes con mujeres, y de las comedias profanas que inducen a los jóvenes al pecado, ya ridiculizando la virtud, ya presentando muy halagüeña la senda del vicio.

9. Quizá me preguntará algún joven: Dígame usted, padre, ¿es pecado cortejar? Al cual respondo yo de este modo: no puedo afirmar absolutamente que esto sea pecado mortal; pero si diré: que los cortejantes con la mayor facilidad se ponen en ocasión próxima de pecado mortal; y la experiencia manifiesta, que pocos de éstos han dejado de pecar gravemente. Y no sirve decir, que no se lleva en ello mal fin ni malos pensamientos, porque con este ardid suele engañar el demonio a los jóvenes. En un principio, suele el enemigo no sugerir malos pensamientos; pero luego que con la larga conversación amorosa ha ido tomando fuerzas el cariño, va cegándolos poco a poco, y ven que, sin saber como, han perdido el alma y  Dios con los muchos pecados de impureza y de escándalo que cometen. ¡Oh, a cuantos pobres muchachos y muchachas engaña el demonio de éste modo! Y de todos estos pecados y escándalos han de dar cuenta a Dios, especialmente los padres y las madres, que debían impedir estas conversaciones y entrevistas peligrosas, y no las impidieron. Ellos, pues, son la causa de todos estos males, y de ellos serán castigados severamente por Dios.

10. Sobre todo, si queremos librarnos de los malos pensamientos, guárdense los hombres de mirar con lúbrica intención a las mujeres, lo mismo que éstas a los hombres. Vuelvo a repetir las palabras de Job, que he citado ya otras veces: Pepigi fœdus cu oculis meis, ut ne cogitarem quidem de virgine: “Hice pacto con mis ojos, de ni siquiera pensar con mal fin en una virgen (Job. XXXI, 1) ¿Que tiene que ver  aquí el pensar con el mirar? Si pactara con los ojos que no habían de mirar, lo entenderíamos; pero pactar con los ojos que no han de pensar, no entendemos lo que esto significa, dirán algunos. Pues yo os digo con San Bernardo, que Job dice con mucho juicio, que hizo pacto con sus ojos de no pensar en mujeres; porque por los ojos entran en el alma las pasiones y deseos impúdicos que después pasan a la mente, y atormentan y matan al alma con la continua y tenaz guerra que le hacen: Per oculos intrat in mentem sagitta impuri amoris. Por lo mismo nos amonesta el Espíritu Santo, que apartemos nuestros ojos de la mujer lujosamente ataviada: Averte faciem tuam a muliere compta. (Eccl. IX. ) Siempre es cosa peligrosa mirar a una mujer en éste estado; y el mirarla sin justo motivo y de intento, siempre, por lo menos, será pecado venial.

11. Cuando en seguida vienen los malos pensamientos, que suelen venir aún sin ocasión ninguna, es preciso rechazarlos con presteza y vigor, sin darles cuartel ni treguas; porque si comienzas a fluctuar, eres perdido. Sucede a los deshonestos con las tentaciones, lo mismo que a las moscas con las telarañas. Ve a la telaraña la mosca, pero no a la araña que está oculta; así, pues, se acerca a la telaraña sin recelo; más apenas toca sus hilos, cuando sale corriendo la araña, la enreda más y más en ella, y la mata. Pues lo mismo que la araña practica al demonio. Se cuenta en el libro de las Sentencias de los Padres, § 4.º, que vió San Pacomio  cierto día a un demonio, que se jactaba de haber hecho caer muchas veces en pecado a un monje, porque, en vez de acogerse a Dios cuando se sentía tentado, daba audiencia y treguas a la tentación. Al contrario, oyó que otro demonio se lamentaba, de que él nada había podido adelantar con el monje, que había tomado por su cuenta para inducirle al pecado, porque se acogía inmediatamente a Dios, y de éste modo salía vencedor. El recurso a Dios era lo que aconsejaba San Jerónimo en su Epis. XXII  Eustoquio por estas palabras: “Inmediatamente que la sensualidad hiciere alguna sensación en los sentidos, exclamemos: ¡Dios mío, ayudadme!”: Stutim ut libido titillaverit sensum, erumpamus in vocem: Domine, auxiliator meus.

12. Y si a pesar de la súplica siguiese molestandonos la tentación, conviene mucho manifestarla al confesor; porque, como decía San Felipe Neri: “La tentación manifestada al confesor está medio vencida”. Algunos santos, cuando se han visto asaltados de tentaciones impuras, echaron mano de penitencias muy ásperas; como San Benito, que se revolcó desnudo sobre las espinas; y San Pedro de Alcántara, que se metió en un estanque helado. Pero el mejor medio para vencer estas tentaciones es, a mi juicio, el recurrir a Dios; el cual, seguramente, nos dará fuerzas para alcanzar la victoria. Por esto decía David: Laudans invocabo Dominum, et ab inimicis meis salvus ero: “Invocaré al Señor, y me veré libre de mis enemigos” (Psal. XVIII, 4). Más, cuando no cesa la tentación por este medio, no podemos dejar de suplicar, sino antes aumentar las súplicas y suspirar y gemir postrados a los pies del Santísimo Sacramento, si estamos en la iglesia, o de un Crucifijo si nos hallamos en casa; o delante de una imagen de María Santísima, que es la Madre de la pureza.

Es verdad que todas estas diligencias y medios no nos servirán de nada, si Dios no nos ayuda con su poderosa protección; pero a veces quiere el Señor que hagamos todos estos esfuerzos por nuestra parte, para suplir Él lo demás, y concedernos la victoria. Es útil en estas luchas renovar, primeramente, el propósito de no ofenderle, y de perder la vida antes que su gracia; y repetir inmediatamente esta plegaria: Señor, dadme fuerza para resistir, no permitáis que yo me separe de Vos; hacedme morir antes que yo pierda vuestra gracia y amistad.

San Alfonso María de Ligorio

[Fuente Ecce Christianus]

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