De la Acusación de los pecados, de la Absolución y de la Penitencia

Discípulo. — Padre, ¿en qué consiste la confesión?

Maestro. — La confesión, dice el catecismo, consiste en la acusación distinta de los pecados, hecha al confesor, con el fin de obtener la absolución y la penitencia.

D. — ¿Qué quiere decir la palabra distinta?

M. — Quiere decir que los pecados no basta confesarlos en general, como por ejemplo: he pecado contra la Ley de Dios y de la Iglesia, he dicho blasfemias, he cometido impurezas, etc., sino que se han de acusar distintamente, según que violen más o menos gravemente éste o aquel mandamiento, manifestando también el número y las circunstancias que hacen cambiar de especie el pecado.

D. — Padre, ¿se ha de manifestar el nombre de la persona con quien se pecó?

M. — No, la confesión debe ser prudente, es decir, hay que guardarse de no descubrir los pecados de los otros y no manifestar el nombre del cómplice, porque nunca es lícito deshonrar a nadie.

D. —Y dígame, Padre, ¿cómo hay que manifestar ciertos pecados o ciertas circunstancias que mudan la especie del pecado?

M. — En el caso de que no fuera posible decir el pecado, sin descubrir de alguna manera al cómplice, se debe manifestar no el nombre, sino la casualidad o grado de parentesco que se tiene con dicho cómplice, diciendo por ejemplo; hermano, hermana, primo, pariente próximo, persona religiosa, etc. Cuando interroga el confesor, el penitente debe contestar con toda sinceridad, pues si interroga es precisamente para suplir los defectos de la confesión del penitente, para averiguar la especie, el número o las circunstancias de los pecados, para conocer si el penitente se halla en ocasión próxima de pecado, si está habituado a cometerlos; mas siempre debe guardarse la regla de no descubrir el nombre de la persona que le fue cómplice en el pecado.

D. — ¿Qué me dice de las mujeres que confiesen los pecados del marido o de los hijos?

M. — Digo que hacen mal.

D. — Pues bien, en cierta ocasión oí decir lo siguiente:

Un hombre se fue a confesar inmediatamente después de su mujer; recitó el Confíteor, y luego se calló. Como el confesor le invitase a decir los pecados, respondió:

—Ya los sabe usted, Padre; se los acaba de decir todos ahora mismo mi mujer.

M. –– Esa mujer merecía la lección que recibió otra.

Se presentó un día al confesonario una de esas mujerzuelas, que son la cruz de su marido, y sin más ni más, dícele al confesor:

— Padre, yo soy muy desgraciada: tengo un marido bestial; él grita, profiere imprecaciones, blasfema, profana los días de fiesta, frecuenta las tabernas, busca la compañía de otras mujeres…

— ¿Y vos, vos? —añade el confesor.

— Yo soy una pobre mártir; mas él, mi marido, disfruta a sus anchas, come, bebe, se pasea, y si alguna vez hablo, amenaza pegarme.

— Pero vos ¿cómo os comportáis con él?

— ¿Yo? Yo no cometo ninguna falta, es él quien da mal ejemplo a la familia, quien arruina la casa, y causa mi desesperación…

— Basta. Ya entiendo continuad el purgatorio que sufrís mientras tanto, por penitencia, diréis tres Avemarías por vuestros pecados, y tres rosarios enteros, o sea tres veces los quince misterios, por los pecados de vuestro marido.

— ¿Por los pecados de mi marido?… Sí, los ha cometido él, él que cumpla la penitencia…

— Él los ha cometido, más los habéis confesado vos, y la penitencia se le da al que se confiesa.

Así dijo; cerró la puertecita y se fue, dejándola pensativa. No conviene confesar los pecados de otros, debió sacar ella en consecuencia.

D. — ¿Qué quiere decir confesión entera?

M. — Quiere decir que se deben confesar todos los pecados mortales que se recuerden después de un diligente examen y también aquellos que no se hubieren confesado, o se hubieren confesado mal en confesiones pasadas.

D. — ¿Qué orden se debe observar en la acusación de los pecados?

M. — Es conveniente primero acusarse de los pecados, después exponer las dudas, las penas, los temores, todo aquello que turba la conciencia. Y también es conveniente confesarse en primer lugar de los pecados más graves, los que se cometen con más frecuencia y que constituyen la pasión dominante. El empeño que se tenga en la lucha contra la pasión dominante, al mismo tiempo que será el índice de nuestro aprovechamiento, servirá también al confesor para mejor curarnos, defendernos y dirigirnos en el camino de la perfección.

D. — ¿En qué consiste la sinceridad?

M. — La sinceridad consiste en manifestar cándidamente todas aquellas cosas que interesan al alma, sin ocultar nada, ni por temor, ni por vergüenza; sin disminuir el número, sin callar ninguna de aquellas circunstancias que revelan toda nuestra miseria, aun tratándose de culpas veniales e imperfecciones.

No es necesario, sin embargo caer en la exageración, ni hacer como ciertos hombres y mocetones que al presentarse al confesonario espitan una sarta de blasfemias y de palabrotas soeces, y aun cuando el confesor trate de frenarles, ellos continúan impertérritos hasta que las dicen todas, sin dejarse una.

O como ciertas mujerzuelas que profieren una letanía de las imprecaciones que ellas suelen dirigir a sus maridos, a sus hijos o a los animales.

O también como aquella niña, tan sencilla que habiéndose acusado de haber cantado una canción, y preguntándole el confesor qué canción era ella se puso a cantarla en alta voz en el confesionario, estando la iglesia llena de gente.

D. — ¡Qué simplona!… Pero siempre es mejor decir de más que de menos, ¿no es verdad, Padre?

M. —Tampoco. No debemos agravar, de propósito, nuestra culpabilidad, ni acusando culpas que no hemos cometido, ni confesando como ciertas las cosas que sólo son dudosas.

D. — No me importa a mí parecer más reo de lo que realmente soy, con tal de hacer una buena confesión.

M. — Celo exagerado es éste, amigo mío, que de ningún modo se puede aprobar. ¿Obras acaso así con el médico cuando se trata de medicamentos o de sujetarse a una operación?… Tengamos siempre presente sinceridad tan recomendada por Jesucristo.

D. — Finalmente, Padre, ¿qué quiere decir que la confesión debe ser humilde?

M. — Quiere decir que a la integridad y a la sinceridad en la acusación, debe unirse la humildad; más aún, nuestro principal empeño debe ser humillarnos sinceramente cuanto más podamos, porque cuanto más uno se acusa, más Dios le excusa; por lo que la confesión es llamada muy adecuadamente el sacramento de la humildad, el patíbulo del amor propio.

D. — ¿Qué debemos hacer para más humillarnos?

M. — No debemos limitarnos en nuestra acusación a lo que es pecado, sino que además debemos especificar, subrayando si fuera necesario, las causas secretas de las faltas ordinarias, los sutiles deseos o intenciones que cruzan por nuestra mente y la morosidad en desecharlos, aquellas afecciones y apegos a los que, si bien no damos verdadero ascenso, sin embargo, experimentamos cierta rebeldía en desecharlos.

En suma, digamos bien claro aquello que más cuesta a nuestra soberbia y nos causa mayor humillación, aunque se nos enciendan los labios de vergüenza o tengamos que pasar escalofríos o sudores ardorosos. Al mismo paso que vomitemos el veneno, sentiremos un gran alivio, y la Sangre de Jesucristo derramada sobre nuestras llagas así descubiertas, podrá muy pronto y perfectamente curarlas.

Un ejemplo de confesión profundamente humilde la tenemos en uno de los más célebres oradores franceses del siglo pasado; Juan Bautista, Enrique Domingo Lacordaire, de la orden de Santo Domingo. Este elocuente predicador, al final del otoño de 1852, pasando por Digione hacia Tolosa, para fundar una nueva casa de la orden, entró en la sacristía de la Iglesia de la Visitación, de la cual era capellán el joven abad Bougaud. Este venía del altar, pues acababa de celebrar la Santa Misa, y apenas se quitó los ornamentos se le acerca el Padre Lacordaire y le dice: “¿Tendrá la bondad de oírme en confesión?”

“Yo, refiere Bougaud, reconocí inmediatamente al célebre predicador, mas antes de que el pudiese ofrecer un reclinatorio, ya él se había arrodillado en tierra a mis pies, y me dijo: ––Le ruego tenga a bien oír no sólo mi confesión semanal, sino la de toda mi vida, comenzando por mi infancia”. Empezó luego, y yo no creo falta al secreto de la confesión, si digo que me refirió la historia de toda su vida, al acusarse de todas las culpas que cometió cuando niño, cuando joven, cuando sacerdote, cuando religioso, con una humildad, arrepentimiento y fervor de espíritu singularísimos. Al terminar la confesión, y apenas recibida la absolución, me besó los pies varias veces y luego me dijo:

— Ahora le pido otra gracia, que espero no me negará.

— ¿Qué cosa os puedo negar? le respondí.

Y mientras esperaba a que se explicase, él sacó del hábito unas disciplinas hechas de fuertes tiras de cuero y me dijo:
— La gracia que ahora os pido es de que me deis cien azotes con esta disciplina.

— ¡No, jamás! —le dije yo espantado.

— ¿Rehusáis, pues, hacer conmigo esta obra de caridad?

La mirada de Lacordaire, el acento de aquellas palabras no se me olvidarán nunca. Tomé, pues, con harta repugnancia la disciplina.

El Padre Lacordaire era muy sensible; a los quince o veinte golpes comenzó a exhalar un gemido profundo, aunque dulce, que duró hasta el fin. Yo quería parar, mas él no quiso de ninguna manera y tuve que continuar así mi sanguinario oficio.

Cuando se terminaron los azotes, se levantó, me abrazó desligándome de la obligación del sigilo de la confesión, me dio permiso de recordarle todos sus pecados y de comunicarlos a cualquier persona que yo quisiera. No puedo explicar el estado de ánimo en que me encontraba en aquel acto. No es digno de asistir a escenas como éstas, quien no es capaz de sentirse conmovido en lo más profundo de sus entrañas.

M. — Así, mi amigo, saben confesarse y humillarse los grandes hombres; sepamos aprovecharnos de tales ejemplos.

D. — ¡Oh, Padre, qué cosas tan hermosas son éstas! Si todos los que se confiesan obraran así, muy pronto se harían santos.

M. — Si no se hicieran santos, por lo menos se evitaría esa rutina estereotipada, que suele ser causa de que se pierda miserablemente el tiempo y que jamás opera aquella transformación que debería efectuar este sacramento en las almas.

D. — Padre, he oído decir que es conveniente acusarse también de los pecados de la vida pasada, ¿cómo debe hacerse?

M. —Esta acusación no debe ser muy general, como muchos suelen hacerla. Se deben procurar especificarlos de algún modo, a fin de asegurar lo más posible la materia de la confesión, y el dolor de los pecados, diciendo, por ejemplo de mi vida pasada, especialmente de los que he cometido contra la obediencia, la caridad, la pureza, los deberes de mi estado; o también, de todos los malos ejemplos y escándalos que he dado en toda mi vida.

D. — ¿Y aquellos que tienen pecados que no se atreven a confesarlos?

M. — Estos digan inmediatamente al confesor: Padre, tengo pecados que no me atrevo a confesarlos, y remítanse a la caridad y prudencia del confesor contestando con toda sinceridad y confianza a las interrogaciones que les haga.

D. — ¿Y los que tienen embrollada la conciencia por malas confesiones hechas anteriormente?

M. — Estos digan: Padre, tengo mil embrollos en la conciencia, necesito que su caridad me ayude, porque ya hace tiempo que me confieso mal. Ya procurará el confesor desenredarle la conciencia y libertarle de la esclavitud del demonio. La paz y la consolación inundarán aquella alma, que a tan poca costa conseguirá la felicidad, que por sí sola pensaría no haber podido nunca conseguir.

D. — Gracias, Padre. Dígame ahora qué es la absolución.

M. — La absolución es la sentencia, por la cual el sacerdote, en nombre de Jesucristo, remite los pecados. Este es el punto culminante del Sacramento de la Penitencia, es la panacea infalible, la eficaz medicina que penetra en el alma, cicatriza las heridas, cura hasta las raíces de las más graves enfermedades espirituales, hace resucitar el alma, si estaba muerta por el pecado, y da vigor para vivir robustamente y le abre las puertas del Paraíso.

Al recibir la absolución imaginémonos estar a los pies de Jesús que nos lava con su sangre. ¡Oh, cuántos prodigios ha obrado siempre y obra continuamente esta sagrada fórmula que Jesús pronuncia por boca del sacerdote sobre nosotros! ¡Cuántas inmundicias ha sacado de las almas y cuánta belleza y fuerza les ha comunicado! ¡Cuántas almas envejecidas en los vicios, fueron al fin restablecidas y salvas! Recibámosla, pues, con confianza ilimitada, como medicina inteligente de infalible efecto y llenémonos de consolación cada vez que la recibamos.

Un condenado a muerte tuvo la fortuna de haber sido preparado para aquel terrible paso por un celoso y muy caritativo religioso. Junto al patíbulo y cuando, poco antes de que el lazo fatal le destrozara la garganta y el confesor que le asistía le renovase la absolución de todas sus culpas, él prorrumpió en un conmovedor llanto. Preguntando por qué lloraba tanto, dijo: “No lloro por la suerte me toca; nunca en mi vida me apresó la justicia, ni cuando me fue leída la sentencia de muerte; lloro ahora, porque pienso que Dios me ha perdonado”. La conmoción fue general y a gran parte de los espectadores, eran muchos miles, les saltaron las lágrimas.

Así debemos llorar nosotros después de la absolución, pensando que Dios nos ha perdonado.

D. — ¿Y si en el momento de la absolución uno no piensa en ello o no se siente conmovido?

M. — Esto no nos debe turbar. Los sacramentos obran ex opere opérate, o sea por sí mismos. Aun cuando no se percibieran las palabras de la absolución, ésta obra igualmente su efecto.

D. — Padre, ¿la absolución cancela siempre los pecados?

M. — Sí, siempre y todos los pecados; cuando la confesión se ha hecho bien, es decir, cuando se han dicho todos los pecados y se tiene el dolor y el propósito de evitar hasta las ocasiones de pecado; de lo contrario no cancela nada, aunque se repitiera cien veces.

D. — ¿Hacen, pues, bien aquellos que no estando bien dispuestos buscan un confesor indulgente de quien le arranquen la absolución?

M. — Hacen muy mal. ¡Pobrecitos! Se cavan por sí mismo la fosa, obligando a Dios a condenarlos.

D. — Aunque pretendan engañar al confesor, no engañan a Dios, ¿no es verdad, Padre?

M. — Certísimo. A éstos les pasará como a aquel litigante que arruinado por los pleitos, reducido a extrema miseria, macilento, flaco; vestido de harapos, dejó a sus herederos su retrato con esta inscripción:

Fui litigante, siempre gané; ved, sin embargo, cómo quedé.

Los tales tendrán que exclamar algún día en el infierno:

Miles de veces se me absolvió; Dios, sin embargo, me condenó.

D. — ¿Cuándo y cómo debe cumplirse la penitencia qué impone el confesor?

M. — La penitencia es conveniente cumplirla cuanto antes; si puede ser inmediatamente después de la confesión, con puntualidad y exactitud.

Cuando todavía se imponían penitencias rigurosas, sucedió una vez que dos buenos hombres, reos quizás de la misma culpa, debían hacer a pie una peregrinación a un lejano santuario.

Caminaron esforzadamente durante varias horas, más luego uno de ellos díjole al otro:

Despacio, amigo, que no puedo más; o los pies que me duelen sobremanera. Has de saber que el confesor me ha dado por penitencia meter garbanzos en los zapatos.

— ¡Oh! También a mí.

— ¿Y no los has puesto?

— Sí, los he puesto.

— ¿Y no te duelen los pies?

— No, absolutamente nada, antes ciento alivios.

— ¿Cómo puede ser esto?

— ¡Es que los he puesto cocidos!

D. — Pícaro fué.

M — Pícaro hubiera sido si no fuera tonto… Pues ya se comprende que no cumplía la penitencia con exactitud, porque aquélla no era la intención del confesor.

«CONFESAOS BIEN»

Pbro. Luis José Chiavarino

San Miguel Arcángel
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Artículos del Blog San Miguel Arcángel publicados con permiso del autor

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