La tierna compasión que tiene Jesucristo de los pecadorres

Facite omnes discumbere.

«Haced sentar a estas gentes».

(Joann. VI, 12)

Nos dice el Evangelio de hoy, que hallándose nuestro divino Salvador en un monte con sus discípulos, y con una multitud de casi cinco mil hombres que le habían seguido, viendo los milagros que obraba con los enfermos, le preguntó a San Felipe: ¿Dónde compraremos pan suficiente para que coman estos que nos acompañan? Felipe le respondió: Señor, para comprar tanto pan no bastan doscientos denarios. Entonces dijo San Andrés: Aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿de que sirve ésto para tanta gente? Sin embargo, Jesucristo dijo: «Haced sentar a estas gentes»; y luego hizo repartir aquellos cinco panes de cebada y dos peces; que no sólo bastaron para que todos comieran, sino que recogieron después los fragmentos, y llenaron con ellos doce cestas. Hizo el Señor este gran milagro movido de la compasión que tuvo de tantos pobres; pero mucho mayor es la compasión que tiene con los pobres de alma, cuales son los pecadores que se hallan privados de la gracia divina. Este será el asunto del presente discurso, a saber: «La tierna compasión que tiene Jesucristo de los pecadores»

1. Movido nuestro amantísimo Redentor de su grande compasión y misericordia para con los hombres, que gemían tristemente bajo la esclavitud del pecado y del demonio, bajó del cielo a la tierra para redimirlos y salvarlos de la muerte eterna a costa de su sangre y de su muerte.  Por esto cantó San Zacarías, padre del Bautista, hallándose en su casa la Virgen María, a tiempo en que ya se había encarnado en sus entrañas el Hijo del Eterno Padre: «Por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, que ha hecho que ese Sol naciente ha venido a visitarnos de lo alto del Cielo»(Luc. I, 78).

2. Así declaró después Jesucristo, que Él era aquél Buen Pastor, que había venido a la tierra a dar la salud a sus ovejas, que somos nosotros los hombres: «Yo he venido para que las ovejastengan vida, y la tengan en más abundancia», (Joann. X, 10). Meditad sobre la palabra abundancia que quiere decir que Jesucristo vino, no solamente a hacernos recobrar la vida perdida de la gracia sino  también a darnos otra más abundante y mejor que la que perdimos por el pecado. Lo que hizo decir a San León, que Jesucristo nos proporcionó mayores bienes con su muerte que males que nos había acarreado el demonio por medio del pecado (Ser. 1 de Asc.) También el Apóstol dio a entender esto mismo claramente por estas palabras: «Cuando más abundó el pecado, tanto más ha sobreabundado la gracia»: Ubi abundavit, superabundavit et gratia (Rom. V, 20).

3. Pero, Dios mío, ya que quisisteis tomar carne humana, una sola súplica vuestra habría sido suficiente para redimir a todos los hombres. ¿Que necesidad teníais, pues, de llevar una vida tan pobre y humilde por el espacio de treinta y tres años, y de sufrir una muerte tan amarga y afrentosa en un leño infame, derramando toda vuestra sangre, entre tormentos inauditos? Sí, responde Jesucristo; ya se que bastaba una gota de mi sangre, una súplica mía para salvar al mundo, pero no bastaba para para manifestar el amor que tengo a los hombres. Por esto he querido padecer tanto y morir con una muerte ten atroz: para ser amado de los hombres después que me vieran muerto así por el amor que les tenía. El Buen Pastor debe obrar de esta suerte, como dice el mismo Jesucristo: Egos sun Pastor bonus, bonus Pastor animam suam dat pro ovibus suis: «Yo soy el Buen Pastor, y el Buen Pastor sacrifica su vida por sus ovejas». (Joan. X, 11 y 15).

4. ¿Y que mayor señal de amor podía dar a los hombres el Hijo de Dios, que dar la vida por nosotros, que somos sus ovejas? Por esto dice San Juan, que hemos conocido el amor de Dios, en que dió el Señor su vida por nosotros (I. Joann. III, 16) El mismo Salvador dice, que nadie tiene amor más grande , que el que da la vida por sus amigos. Más Vos, oh Señor, no sólo disteis la vida por vuestros amigos, sino también por vosotros, que por nuestros pecados éramos enemigos vuestros. «¡Oh amor inmenso de nuestro Dios!» Exclama San Bernardo, «Para perdonar a los siervos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo, sino que satisfizo con su muerte a la divina justicia por los pecados que nosotros habíamos cometido».

5. Acercábase  la grande época de la Pasión, cuando un día fué Jesucristo a Samaria; pero los samaritanos no quisieron recibirle; por lo cual, volviéndose a Él Santiago y San Juan, indignados contra los samaritanos por esta afrenta que acababan de hacer a su Maestro, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que llueva fuego del Cielo para castigar a estos temerarios? Pero Jesús, que estaba lleno de dulzura y de mansedumbre aun hacia aquellos que le despreciaban, les respondió, diciendo: Nescitis, cujus spiritus estis. Filius hominis non venit animas perdere, sed salvare. «No sabéis a que espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos.» (Luc. IX, 55 y 56).

6. Bien claramente manifestó la ternura que abrigaba a favor de los pecadores cuando dijo: «¿Que hay de vosotros, que teniendo cien ovejas, y habiendo perdido una, no deje las noventa y nueve en la dehesa, y no vaya en busca de la que se perdió hasta encontrarla?» (Luc. XV, 4). Y luego añade: «Y en hallándola se la pone sobre los hombros muy gozoso, y llegando a casa, convoca a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado la oveja mía que se me había perdido». (Ibid). Pero Señor, esta alegría, no tanto debe ser vuestra, cuanto de la oveja que ha encontrado en Vos su Pastor y su Dios. En efecto dice Jesucristo: «Se alegra la oveja porque me encuentra a mí, que soy su pastor; pero mucho más me alegro yo en encontrar a la oveja perdida»: Y después concluye diciendo: «Os digo que a este modo habrá más fiestas en el Cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de penitencia». Y ¿que pecador habrá tan duro, que al oír esta parábola, y sabiendo el amor con que Jesucristo está dispuesto a abrazarle y a ponérsele sobre sus hombros, cuando se arrepiente de sus pecados, no desee arrojarse a sus pies inmediatamente?

 7. Del mismo modo declaró el Señor su ternura y amor para con los pecadores arrepentidos, en la parábola del Hijo Pródigo, que trae San Lucas. (XV, 12) Leemos allí, que no queriendo un joven estar más tiempo sujeto a la patria potestad, para vivir a su antojo y entregado a los vicios, pidió la parte de la hacienda que le correspondía. El padre se la dió con dolor, lamentándose de su ruina que preveía. Partió el hijo de la casa paterna; y habiendo disipado toda su hacienda en muy poco tiempo, quedó reducido a una miseria tan horrible, que se vió obligado a guardar cerdos para sustentarse. Esta parábola es figura del pecador, que separándose de Dios y perdiendo la gracia divina, pierde todos los méritos anteriores, y se ve obligado a llevar una vida miserable bajo la esclavitud del demonio. Después -dice San Lucas-, que viéndose aquél joven reducido a tan grande necesidad, se determinó a volver a su padre; y el padre , que es la figura de Jesucristo, avistóle estando todavía lejos, y enterneciéronsele las entrañas. Por lo que en lugar de rechazarle como merecía aquel hijo ingrato, fue corriendo a su encuentro, le echo los brazos al cuello, y le dió mil besos. Enseguida dijo a sus siervos: Presto, traed aquí luego el vestido más precioso que haya en casa y ponédselo; vestido que significa la gracia divina, que Dios restituye al pecador arrepentido cuando le perdona, como explican San Jerónimo y San Agustín:«ponedle un anillo en el dedo», que quiere decir ponedle el anillo de esposa, «porque el alma vuelve a ser esposa de Jesucristo cuando recobra la gracia». Y traed un ternero cebado y matadle, y comamos, celebremos un banquete. Este ternero cebado significa el sacrificio místico de Jesús sacramentado, esto es, la santa Comunión. ¡Ea! dice el padre: celebremos un banquete,manducemus et epulemur. «Pero Padre divino, ¿porqué tanta fiesta para la vuelta de un hijo que ha sido tan ingrato para con Vos? Porque este hijo mío, responde el Padre, estaba muerto, y ha resucitado: habíase perdido, y ha sido hallado»: Quia hic filius meus mortus erat, et revivit, perierat; et inventus est.

8. Bien experimentó esta ternura de Jesucristo aquella pecadora, que en opinión de San Gregorio, es Santa María Magdalena, que fue un día a echarse a los pies de Jesucristo, como se lee en San Lucas (VII, 47), y le lavó los pies con lágrimas; por lo que el Señor, volviéndose a ella lleno de dulzura, la consoló diciéndole: «Te son perdonados tus pecados. Tu fe te ha salvado, vete en paz». Remittuntur tibi peccata… Fides tua te salvam fecit, vade in pace.

9. La experimentó así mismo la Mujer adúltera que los Escribas y Fariseos presentaron a Jesucristo, diciéndole: «En la ley de Moisés está escrito, que las mujeres adúlteras deben ser apedreadas: ¿tu que dices a esto?» (Joann. VIII, 5). Esto lo dijeron según escribe San Juan, para obligarle a responder, y poder después acusarle de infractor de la ley, si respondía que debía quedar libre, o para hacerle perder la fama que había adquirido de ser un hombre indulgente, si respondía que debía ser apedreada. Pero el Señor ¿que respondió? No dijo que sí, ni que no. Pero inclinándose hacia el suelo, con el dedo escribe en la tierra. Esto que escribió en la tierra, dicen los Intérpretes, que, verosímilmente, era alguna sentencia de la Escritura, recordando a los acusadores sus propios pecados, que quizá eran mayores que los de aquella mujer; y después les dijo: «El que de vosotros se halle libre de pecado, tire con ella la primera piedra»: Qui sine peccato est vestrum; primus in illam lapidem mittat. Más ellos, según refiere el Evangelista, oída tal respuesta, se escabulleron uno tras otro, y quedó allí sola la mujer, a la cual, volviéndose Jesucristo, le dijo: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?¿Nadie te ha condenado?» Y ella respondió: «Ninguno, Señor». Entonces, Jesús compadecido, le dijo: «Pues tampoco yo te condenaré»; como si dijera: Ánimo; puesto que ninguno te ha condenado, no pienses que te he de condenar yo, pues no he venido al mundo a condenar a los pecadores, sino a perdonarlos y salvarlos: vete en paz, y no peques más en adelante.

10. En efecto, Jesucristo no descendió a la tierra para condenar a los pecadores, sino a librarlos del Infierno siempre que quieran enmendarse. Y cuando los ve obstinados en su perdición, compadeciéndose de ellos, les dice por boca de Ezequiel (XVIII, 31): Et quare moriemini domus Israël? Y ¿porqué habéis de morir, oh hijos de Israel? Como si dijera: hijos míos ¿porqué queréis morir, porque queréis ir al Infierno, si yo descendí del Cielo para libraros de la muerte con mi sangre? Y después añade por el mismo Profeta «Vosotros estáis ya muertos a la divina gracia, pero puesto que yo no quiero vuestra muerte, convertíos a mí, y yo os restituiré la vida que habéis perdido» (Ezch. XVIII, 32). Pero, dirá el pecador que se encuentra oprimido con los pecados: y ¿quién sabe si Jesucristo me rechazará en vez de perdonarme? Más el mismo Jesucristo le responde por San JuanEum qui venit ad me, non ejiciam foras (Joann. VI, 37).«Al que viniere a mí, no le desecharé»: como si dijera: Ninguno que viene a mí arrepentido de sus pecados, será desahuciado, aunque sus culpas sean muchas y enormes.

11. Oíd como nuestro Redentor nos alienta a postrarnos a sus pies con segura esperanza de que seremos consolados y perdonados. «Venid», dice, «a mí todos los pecadores, que os afanáis por condenaros, y andáis agobiados con culpas, que yo os libraré de todas vuestras ansiedades»:Venite ad me omnes, qui laboratis, et onerati estis, et ego reficiam vos. (Matt. XI, 28) Ya por boca de Isaías había dicho el Señor: venite et arguite me, dicit Dominus, si fueriut peccata vestra ut coccinum, quasi nix dealbabuntur. (Isa. I, 18). «Venid arrepentidos de las ofensas que me habéis hecho, y si yo no os perdono, argüidme, y echadme en cara que no cumplo mi palabra; porque yo os prometo que aunque vuestros pecados os hayan teñido como la grana, vuestra conciencia quedará blanca como la nieve por medio de mi sangre, con la que quiero lavarlos».

12. ¡Ea, pues, pecadores hermanos míos! Volvamos a Jesucristo, si acaso le hemos abandonado: volvamos antes que la muerte nos sorprenda en pecado y seamos condenados al Infierno; porque entonces todas esas misericordias y mercedes de que el Señor usa con nosotros, serán otras tantas espadas que nos despedazarán el corazón por toda la eternidad.

San Alfonso María de Ligorio

Sermón para la dominica cuarta de cuaresma

[Fuente Ecche Christianus]

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