El Misterio del Sacerdocio (III)

2. “Pero lo que se busca en los administradores es que sean fieles”.

Importancia del concepto “fidelidad” en el ejercicio del sacerdocio.

El concepto de fidelidad puede entenderse como el consentimiento o acuerdo con las exigencias derivadas de una idea; o con los mandatos o instrucciones recibidos de otra persona para ser ejecutados en consonancia exacta con lo que en ellos se contiene.

Pero la fidelidad de la que aquí se habla no puede referirse sino con respecto a la Persona de Jesucristo. Cosa lógica si se considera que el sacerdote es otro Cristo, destinado a ser fiel reflejo de la Vida de su Maestro y puesto para difundir sus Enseñanzas.

La consecuencia es obvia también. Si el sacerdote ya no se considera a sí mismo como otro Cristo, ni tampoco se muestra como tal ante los demás, los posibles frutos de su ministerio se desvanecen. Como la sal de la que hablaba Jesucristo, que ya para nada sirve como no sea para ser pisoteada por los hombres (Lc 14:34).

El gran problema de la Iglesia actual tiene su origen en el Modernismo, que ha convencido al sacerdote de que su ministerio carece de alcance sobrenatural. Además ha eliminado el vínculo que unía el sacerdocio con Jesucristo, al que además ha tratado de desmitologizar negando su divinidad. He ahí el drama de miles de sacerdotes ordenados en la era postconciliar y formados según una Teología inficionada de Modernismo, para la cual la Iglesia comienza en el Concilio Vaticano II.

Y con todo, no deja de ser otra prueba de la perennidad de la Iglesia el hecho de que bastantes de ellos, pertenecientes sobre todo a las más modernas generaciones, aún sigan creyendo en el carácter sobrenatural de su sacerdocio.

En último término, el misterio del sacerdocio tiene su fundamento más firme en el misterio de la Cruz y del sacrificio: Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo y no da fruto. Pero si muere da mucho fruto.[1] Y el misterio de la Cruz y de la muerte solo adquiere sentido en el amor, que es el último y supremo de todos los misterios: Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a Sí mismo por mí.[2]

Evidentemente la consigna de Jesucristo, contenida en el Evangelio, según la cual si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo y no da fruto vale para todo cristiano, pero bien puede decirse que fue pronunciada especialmente para el sacerdote. Es una sentencia firme que no admite excepciones, de tal manera que es la única vía por la que el sacerdote puede hacer que su existencia proporcione un fruto abundante.

Sin embargo, la decisión de aceptar el sacrificio, y además hasta la muerte, solamente puede ser fruto de un amor que para el sacerdote no puede tener otro objeto que el de la Persona de Jesucristo.

Un amor puramente humano, aun limpio y auténtico, no solamente sería insuficiente para el sacerdote, sino que incluso le supondría un obstáculo. No debe olvidarse que el amor conyugal, incluso santificado por el sacramento del matrimonio, supone, según el Apóstol San Pablo, hacer del hombre un ser dividido: El que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y está dividido.[3] Téngase en cuenta, además, que solamente el amor divino–humano es capaz de cumplir las condiciones del perfecto amor, cuales son la totalidad y la ausencia de toda condición: con todo el corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.[4]Mientras que el amor a otra persona humana nunca puede ser absolutamente exclusivo e incondicional, que por eso Jesucristo distinguía entre el amor a Dios y el amor al prójimo, separando uno y otro como primero y segundo mandamientos respectivamente (Mt 22: 37–39).

Si el grano de trigo, que en este caso es el sacerdote, ha de caer en tierra para sacrificarse hasta la muerte, es necesario que ame también hasta la muerte. Aunque esta expresión tiene aquí un sentido que va más allá de su significado ordinario, y ha de ser entendida como la capacidad de amar que supera y transciende a cualquier otra capacidad humana para el amor. Puesto que es imposible amar a una persona humana del mismo modo y en el mismo grado de intensidad que a la Persona de Jesucristo.

Téngase en cuenta que el amor es la relación bilateral de un yo y de un que se corresponden mutuamente. Pero mientras que el amor puramente humano se estructura en base a una relación puramente humana —una persona humana con otra persona humana—, el amor divino–humano se fundamenta en una relación divino–humana: una Persona divina con una persona humana. Y ya se ha visto antes que el amor tributado a una persona humana nunca puede ser igual al que tiene por objeto la Persona de Jesucristo.

El sacerdote no puede amar sino al modo divino–humano, o al modo humano–divino si se quiere. Ciertamente necesita ser un hombre enamorado, aunque en grado que no pueda ser igualado por los demás hombres. No puede sentirse tranquilo, como cualquier cristiano, en el estadio de sentir devoción hacia Jesucristo o de sentir amor por Jesucristo, sino que el amor hacia su Maestro debe ser de intensidad hasta la locura.

Bien entendido que la expresión hasta la locura, que en el amor puramente humano suele usarse en sentido figurado o metafórico, aquí está dotada de una significación real. Pues es verdad que la locuranormalmente hace alusión a un trastorno de la psique; en cuyo caso se interpreta como fenómeno patológico que afecta al ser humano como enfermedad. Pero puede significar también una exaltaciónextrema de la mente y de la voluntad humanas, con suficiente ímpetu para inflamar los sentimientos del corazón del hombre; y es en este sentido como lo utilizan los enamorados humanos. Cosa que efectivamente vale para el amor meramente humano, pero sin que suceda lo mismo en el divino–humano; en cuanto que el grado de exaltación que alcanzan en este último los sentimientos, que además no son mensurables y traspasan los límites de lo natural hacia lo sobrenatural, supera en mucho a la intensidad que alcanzan en la enfermedad de la psique o en el de los enamorados humanos. Cuando San Pablo hablaba de la Cruz como locura y como escándalo se refería al concepto que de ella tenían los judíos y gentiles; pero de ningún modo quería decir que la Cruz no fuera efectivamente locura y escándalo a la vez. Pues siendo la Cruz la mayor demostración de amor que se ha dado nunca (Jn 3:16; 15:13), en realidad se identifica con el amor como epifanía suya. Por eso el amor, que por sí mismo transciende todas las capacidades del entendimiento y del corazón humanos (amor perfecto), no puede ser apreciado por el ser humano sino en un sentido siempre sujeto a las medidas de la cantidad, de la temporalidad, de las circunstancias, etc., (amor imperfecto), y de ahí que nunca suele ser tratado como locura sino en forma meramente metafórica. Sin embargo, destinado como está por su naturaleza (lo imperfecto tiende a lo perfecto) a rebasar todas las capacidades de percepción y de apreciación humanas, el amor verdadero es realmente una locura a lo divino, que nada o poco tiene ya que ver con las patologías o los amores a nivel meramente humano.

Es en este sentido como el sacerdote está destinado a sentirse enamorado de su Maestro hasta la locura, y es también en este sentido como está capacitado para cumplir la delicada misión que le ha sido encomendada.

La opción de entregar la vida en totalidad y sin condiciones, a la que está llamado el sacerdote, supone la condición de amar hasta el fin, tal como se dice de Jesucristo, que habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el fin.[5] Pero también esta expresión debe ser entendida aquí en el mismo sentido y otorgándole el mismo alcance que tiene en el texto evangélico: un hasta el fin que se pierde en una mensura sin término. Por otra parte, dado que el amor es una relación bilateral, y puesto que es en el mismo sentido de sin–finitud como Jesucristo ha amado al hombre, la reciprocidad de la respuesta humana en el amor divino–humano no puede ser de un carácter diferente.

Con respecto al carácter sobrenatural del sacerdocio y de su transcendencia a todo lo meramente humano, sucede lo mismo que en las realidades más elevadas de las que no cabe hablar, dada la impotencia del lenguaje; en el cual caso siempre puede acudirse a la Poesía siquiera sea como último recurso. Una vez que la prosa ha agotado sus posibilidades y nada o poco más puede decir, el lenguaje poético, utilizando los procedimientos de la insinuación y de la evocación, consigue el mágico poder de inducir en el ser humano ideas sublimes, como las que parecen andar vagando por misteriosas regiones, allí donde el alma presiente la presencia de algo inefable e imposible de explicarse a sí misma, pero que al mismo tiempo adivina como lo único que podría colmar el vacío de quien siempre ha vivido bajo la añoranza de ansiedades nunca saciadas. ¿Se trata de la Belleza? ¿O de la Bondad seguramente? ¿Tal vez de la Verdad…? Quizá sea todo eso juntamente, pero es lo más seguro que no sea solamente eso. Pues sucede que el alma, a través del misterio de la Poesía y de los sentimientos evocados por el lenguaje poético, se da cuenta de que vive bajo el presentimiento de que le falta algo que todavía desconoce. ¿Y no sería posible que ese algo fuese la presencia de una persona, único y exclusivo ser capaz de hacer suyas tales realidades y de dar cabida así al misterio del Amor? Pues la Belleza, y la Bondad, y aun todas las cosas creadas en la medida en que las reflejen en mayor o menor grado, pueden atraer con su seducción; pero solamente unapersona que las posea es capaz de inducir a otra al amor.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

[1] Jn 12:24.

[2] Ga 2:20.

[3] 1 Cor 7: 32–34.

[4] Mc 12:30.

[5] Jn 13:1.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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