Nuestro Señor, Mateo, es el que poda nuestra alma

Después que mis padres celebraron su aniversario de matrimonio con una misa tradicional en una vieja capilla de campo facilitada por un conocido de mi madre, y ya una vez pasado el estado de tensión por el continuo peregrinar de iglesia en iglesia para conseguir una, y por algunos otros asuntos que relataré más adelante,  sufrí uno de esos estados melancólicos que me llevan a sentirme literalmente miserable, a sentir que soy como un extranjero en tierra ajena. Viendo que comenzaba ya  a manifestar externamente mi colapso, Ángeles, mi esposa, le pidió a mi cuñado que nos fuéramos juntos, las dos familias, por un fin de semana a la casa que él tiene junto al mar. Creo que, además de mi persona, todos necesitábamos pasar unos días desconectados del mundo, sintiendo las olas y la brisa helada de este frío mar chileno, en medio de una playa vacía de visitantes que en invierno brillan por su ausencia.

Habíamos llegado el viernes en la tarde y pensábamos quedarnos hasta el domingo en la mañana. No eran muchos días, pero al menos me servirían para despabilarme un poco y para recargarme de energía con el húmedo aire marino y lejos del ajetreado  y bullicioso mundo citadino.

Me gusta estar en familia. Soy el mayor de seis hermanos y he vivido rodeado de un tumulto de gente entrando y saliendo de la casa.  Ahora que tengo a mi propia familia me deleita estar con Ángeles y con mis hijos. También con mi única  hermana,  Isabel, Manuel, su esposo,  y sus hijos, sin embargo también necesito estar solo para poder pensar y también para poder rezar. Es por esto que en la tarde del sábado después del almuerzo, mientras los demás se quedaban haciendo una larga sobremesa tomando café, yo agarré un libro y  bajé a la solitaria playa. El tenue sol que brillaba sobre  mi cabeza apenas calentaba. Por más abrigado que había venido  esto no fue suficiente para calentarme. Busqué algunos palos y ramas secas que el mar había arrojado en la playa y me armé una fogata. Imposible concentrarse en la lectura cuando tienes frente a ti al mar y al fuego. Me quedé absorto mirando las llamas y detrás de éstas al mar que bañaba la playa con unas suaves olas.

No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me instalé ahí, pero de pronto sentí que me tomaban  por la espalda y me abrazaban con fuerza. Yo me encontraba sentado con mis brazos abrazando mis rodillas y este fuerte abrazo casi me bota para atrás. Era Isabel que se había escapado de casa para ir a hacerme compañía. No necesito decirles del afecto que nos tenemos. Nos queremos muchísimo y ella me trata casi con devoción, lo cual a mí me incomoda mucho.

– Te vi desde la casa haciendo la fogata y no me resistí a venir a sentarme contigo junto al fuego. Perdóname si te interrumpo en tus meditaciones o…en tu lectura – me dijo ella sentándose a mi lado y estirando las manos  hacia el fuego para calentárselas.

-No te preocupes. Intenté leer, pero me he entretenido mirando la fogata y el mar – Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro y comenzó nuestro fructífero diálogo fraternal:

– Fue divertido verlos trabajar a los dos con Manuel en la mañana arreglando el parrón. Te cambió enseguida la cara. Cuando llegamos el viernes estabas con una mirada tan triste, que pensé que no te ibas a levantar el sábado y te ibas a quedar sumido en la melancolía todo el día – me dijo Isabel, y tenía toda la razón. Había pensado dormir y dormir todo el fin de semana para evadir de alguna manera mis problemas, pero me fue imposible porque va contra mi naturaleza estar de ocioso tirado en una cama. Esa mañana me levanté temprano, igual que siempre,  y mientras tomaba desayuno pensando en qué hacer durante la jornada, Manuel llegó con una motosierra, unas tijeras y un rollo de alambre y me invitó a trabajar con él para arreglar las parras del jardín que se estaban cayendo al suelo, pues las maderas, que las habían sostenido por años, se habían podrido y colapsado por el peso de las vides.

– Tu marido sabe lo bien que le hace a mi espíritu trabajar con las manos en la tierra. ¿A quién no le hace bien ponerse a trabajar con una pala en el jardín o con un par de tijeras y poder las plantas? Es más mi querida hermanita, hacía tiempo que no sentía en mi alma eso que llaman fruición, un goce sano, limpio, que me llenó de vida, pero que al mismo tiempo hizo que me asustara un poco.

-¿Asustarte? No entiendo porque sentir alegría por algo puede causarte temor.

– Vas a pensar que estoy loco o que exagero, pero de veras te digo que me asusté de mí mismo y me tuve un fugaz sentimiento de culpa.  No suele ocurrirme el sentirme tan aliviado y tan feliz haciendo algo. Vivo la mayor parte del tiempo sumido en preocupaciones temporales y espirituales, y son escasas, por no decir, nulas, estas ocasiones.

– ¿Te imaginas, Mateo, que Dios no nos confortara con estos momentos de sana alegría? Se nos haría insufrible la vida. Qué bueno que tuviste la dicha de pasar un rato de esparcimiento. Estamos todos los días batallando contra el mundo, contra nosotros mismos, contra las tentaciones del demonio y eso, cuando la vida se toma con seriedad, agota a cualquiera que esté preocupado por hacer el bien, agradar a Dios y salvar su alma.

-¿Un alivio en medio de los dolores? – le dije  pensando en que ella le había dado el mismo significado que yo a esta fruición.

– Por supuesto, y Dios, en medio de este valle de lágrimas, nos muestra su rostro también en las cosas bellas y buenas de la vida. Dime  hermanito, si no es gratificante para el alma que está agotada, ver un paisaje hermoso como este, o escuchar una melodía que te haga erizar los pelos o una buena conversación entre amigos sentados frente al fuego comiendo algo rico y tomando un buen trago.  Son cosas simples y triviales, pero que tienen el gran mérito de ser un bálsamo en medio de las amarguras. Por eso estamos aquí por el fin de semana, para renovarnos un poco. La vida no es puro sufrir, hasta nuestro Señor fue a las bodas de Caná. Piensa en lo malo que está el mundo…bueno nunca ha sido muy bueno, es terreno del Otro, de su Príncipe, pero ahora pareciera que el mal está desatado. Por eso escapar un poco de la mugre y refugiarse en la tranquilidad y por sobre todo, en el silencio, es una bendición, un don de Dios.

– Los orcos andan sueltos. Me da pavor ver la gente como anda circulando por las calles, como hablan, como se visten, sus gestos, su manera relacionarse con los demás. Es horrible Isabel, horrible ver y escuchar su forma de hablar, el continuo creer que el que está al lado quiere aprovecharse y que antes que éste lo haga, o piense siquiera en hacerlo, le pegan, le gritan, lo hacen gestos obscenos. Es un asco, un asco y estamos metidos en medio de este barrial. A veces me dan ganas de agarrar a mi familia e irme a vivir  a la Patagonia, en una isla,  como en una pequeña colonia tal como la Srta. Prim.

– No  creo que tú pienses que en la huida esté la solución. Hay gente con buena voluntad que espera que demos testimonio con el ejemplo, y si ven que huyes, ¿quién los va a consolar? Partiendo por tus alumnos, ¿serías capaz de abandonarlos?

– Algún día tendremos que huir, ya lo dijo nuestro Señor, no te olvides Isa, habrá que huir al desierto. No sé si nos toque a nosotros, tal vez no, pero no creas que me he cerrado a esa posibilidad porque la caridad empieza por casa y si debo salvar el alma de mi familia y la mía propia, no me temblará la mano para tomar mis cosas e irme lo más lejos del mundo.  – Abrí el libro que estaba leyendo y le cité una divisa que el autor del mismo había colocado y que correspondía a San Arsenio – Escucha Isabel: “Ama  a todos los hombres y huye de ellos…” Piensa en que toda esta decadencia viene del abandono de la Verdad, porque como todo es relativo, como ya no existe la Verdad, sino que cada uno tiene la suya, entonces la Caridad se ha enfriado. El hombre pasa a ser el señor de sí mismo y por tanto dueño de hacer lo que quiera con su vida. Si el prójimo se convierte en un obstáculo para su señoría, entonces lo pasa a llevar para salvar su pellejo.  Ha llegado un punto en que no hay respeto por la vida, se ignora que prójimo es un ser humano,  con un alma que sufre también, no, nada de eso. Ni pensar en sacrificios ni en renuncias  por el bien del otro.  Es cosa que te subas al tren o a un bus, o camines por la calle. Que se te ocurra distraerte en un semáforo y los que están detrás de ti te  comenzarán a tocar la bocina y a levantarte a groserías, si es que no se bajan para patearte el auto o romperte un vidrio o un espejo.  Todos andan con la cara larga, aburridos, cansados, llenos de frustración y de odio, preocupados únicamente por sobrevivir. Y si tú eres amable con alguien te creen loco o un cobarde – me llevé las manos a la cabeza y suspiré de fastidio, luego me puse de pie y recolecté un poco más de leña para la fogata. Afortunadamente mi hermana había traído una manta y ya no tuve que sentarme en la arena húmeda. Volví junto a ella.

-Trata, Mateo, de no centrarte tanto en lo malo, te hace mal. Yo sé que estamos haciendo agua por todos lados, pero al menos por aquí y por allá hay personas que están sufriendo lo mismo que nosotros y entre todos nos acompañamos en este exilio. Con lo cual no quiero decir que mal de muchos, consuelo de tontos, sino que somos como pequeños grupos que andamos por el mundo sintiendo lo mismo y que debemos estar unidos y darnos aliento para seguir en la pelea – me dijo ella mientras puso su mano sobre mi hombro y me abrigó junto a sí.

– ¿Sabes lo que pensaba cuando podaba las parras? – Le pregunté llevando la conversación a otra dirección– Pensaba en que nuestro Señor es como un viñatero que va podando las vides. Él se encarga de ir podando nuestras almas a lo largo de nuestras vidas,  para que ordenándonos y encausándonos demos mejores frutos. Y el alma debe ser dócil a sus manos, no poner resistencia. Cuando la parra pone resistencia a la mano del viñatero, se rompe y al dueño de la viña no le queda otro remedio que botarla y  arrojarla al fuego. Si dejo que el Señor me vaya podando, a través del dolor que esto implica, iré dando cada vez más mayores y mejores frutos. Mi alma se irá purificando en el sufrimiento y en las pruebas, suena horriblemente cliché, pero lo he experimentado en carne propia. Soy, en algunos aspectos, radicalmente distinto a cuando era joven porque mi Dulce Jesús se ha ido encargando de podar aquellos retoños de vicios, por contraponerlos a las virtudes, que iban brotando en mi alma, y lo ha hecho causándome a veces un terrible dolor espiritual  – la quedé mirando fijo pensando en si sería prudente que le abriera aún más mi alma para que pudiera entender lo que le estaba diciendo con esta analogía.

–  Nuestro Señor como el jardinero que va podando y quitando los brotes brutos del alma…sigue Mateo por favor, ¿por qué me miras así? ¿De qué te acordaste?

-No sé si seguir abriéndote mi alma.

-Vamos no será para tanto ¿no?, ¿qué cosa tan horrenda puedas tener que ocultarle a tu hermana?  Además, Mateíto, no entiendo porque hablas de radicalmente distinto, si es así, entonces es algo que está muy en lo profundo de tu espíritu porque hasta donde yo te conozco, sigues siendo el mismo desde que eras niño.

–  Te apunto sólo una cosa que ha cambiado y es mi manera de relacionarme con Dios. Soy yo el que ha cambiado y he crecido, porque he entendido muchas cosas a través del sufrimiento. Como dice el Apóstol, cuando era niño, actuaba como niño, ahora que estoy más viejo me he dado cuenta que lo que me alejaba del pecado era más bien el temor a la sanción y a las penas del infierno,  más que el amor a Dios. Soy un tipo porfiado y duro de cabeza, y Dios se ha encargado a lo largo de mi vida de ir rompiendo este corazón duro y de ir podando estas frialdades. Si antes me llenaba de espanto al pensar en el infierno, si bien ahora también lo pienso, no me mueve solamente esto, sino que más bien el temor de haber ofendido a Dios, la pena que le he causado. Tal vez por el hecho de yo mismo ser papá ha ayudado a este cambio. Cuando mis hijos me preguntan por el Temor de Dios yo hago que lo lleven al plano de su relación conmigo: cuando haces algo malo, más que en el castigo que te voy a dar, piensa en que me has hecho sufrir con tu mal comportamiento y a quien se ama, no se le hace sufrir de esa manera. Más que temerle a la palmada que te voy a dar, que te duela  el haberme causado pena, y ellos entonces comprender que el Temor de Dios es el temor a causarle una pena muy grande a Dios.

-No lo había pensado así, muy buena tu analogía y mejor todavía es tu cambio en la relación que tienes con Dios. Se parece más a la de un hijo con su padre y no la de un juez con un  acusado. Consideras no solamente el castigo bien merecido que Dios pueda darte, sino que además te condueles por haberle causado pena. ¡Qué cierto es! ¡Qué acertado hermano!

De la nada, un torbellino de viento se levantó desde el norte y nos apagó la fogata y llenó nuestros ojos de arena. Tuvimos que levantarnos rápido porque a esta ráfaga le siguió otra más fuerte. Corrimos a la subida que llega a la casa de mi hermana. Ella se adelantó rápido dejándome atrás, pero al verme que yo iba apenas escalando se devolvió a acompañarme y a darme las gracias por esto minutos de fraternal conversación.

-¿Crees que podamos continuar esta conversación Mateo? Quedé con la sensación que ibas a decirme algo más acerca de las podas espirituales y me encantaría poder escuchar lo que ibas a contarme.

– Creo que lo que quedó pendiente es tu propia experiencia acerca de esto. ¿O no?  ¿ O caso quieres, niña mía, que te devele toda mi alma?– ella se rió y asintió, y juntos entramos a la casa.

Beatrice Atherton

Beatrice Atherton
Beatrice Athertonhttp://bensonians.blogspot.com.es/
Esposa y madre de seis hijos, nací en Viña del Mar, Chile en 1969. Aunque egresé de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, mi vida giró posteriormente hacia otro rumbo y ahora vivo en un campo donde me he dedicado a la familia y a la casa. Amo la Liturgia Tradicional y me encanta colaborar en su promoción. ​ En mis tiempos libre intento escribir, que es lo que me apasiona aunque soy una aficionada. Tengo el blog Bensonians dedicado a difundir la obra de Monseñor Robert Hugh Benson

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