El sacramento de la Penitencia

 (Capítulo 4)

Introducción

Por el hecho de que el hombre es un ser racional y libre, es responsable de sus actos; responsable ante el Creador y ante los mismos hombres.

Entre los actos realizados por el hombre, hemos de distinguir los “actos del hombre” y los “actos humanos”:

  • Actos del hombre son aquellos en los que falta el conocimiento (niños pequeños, distracción total, locura) o la voluntad (amenaza física) o ambas (el que duerme). Son también actos del hombre aquellos en los que el hombre no tiene control voluntario. Ej. La digestión, la respiración, la percepción visual o de los otros sentidos, etc.
  • Acto humano aquél que el hombre realiza consciente y libremente y que por ello es responsable del mismo. Primero interviene el entendimiento; es decir, con la razón el hombre conoce el objeto y delibera si puede o debe tender hacia él o no. Una vez que lo conoce, la voluntad se inclina hacia él o lo rechaza. El hombre es dueño de sus actos solamente cuando intervienen el conocimiento y la voluntad libre, lo que lo hace responsable de ellos y al mismo tiempo, se puede hacer una valoración moral de los mismos.

Se dice que un acto humano puede ser:

  • Bueno o lícito: si está de acuerdo con la ley moral. Ej. Dar limosna.
  • Malo o ilícito: si va en contra de la ley moral. Ej. Decir una mentira.
  • Indiferente: cuando no es ni bueno, ni malo. Ej. Hablar.

Clasificamos una acción como acto moral, cuando el hombre lo realiza libremente y con advertencia de la norma moral. La advertencia debe ser doble, conocer el acto en sí y su moralidad. Se dice que un acto moral es libre cuando es un acto consciente y querido. Ese acto moral podrá ser bueno o malo.

Los elementos constitutivos de un acto moral son la advertencia en la inteligencia y el consentimiento en la voluntad. Solamente los aspectos conocidos de la acción son morales. El conocimiento no debe ser únicamente teórico, hay que percibir la obligatoriedad moral que el acto conlleva.

Una vez conocido, el acto debe ser voluntario; es decir, que haya posibilidad de actuar de otra forma. El consentimiento lleva a querer realizar el acto que se conoce buscando un fin.

El acto voluntario puede ser perfecto o imperfecto, según sea con pleno o semipleno consentimiento.

La moralidad de los actos humanos depende pues, de tres elementos fundamentales:

  • El objeto es la materia de un acto humano. Si el objeto es malo, el acto será (objetivamente) malo; si el objeto es bueno, el acto será bueno, dependiendo de las circunstancias y el fin. La acción de “hablar” puede tener varios objetos morales: se puede mentir, insultar, bendecir, alabar, difamar, calumniar, rezar, etc., puede ser un acto bueno o malo, dependiendo de lo que se diga.
  • Las circunstancias son los elementos secundarios que rodean la realización de un acto, pudiendo agravar o atenuar su moralidad. De hecho, no pueden modificar la calidad de los actos, pero sí su moralidad. Son elementos secundarios de un acto moral. Ej. La cantidad de dinero robado, actuar por miedo a la muerte.
  • El fin o la intención es el propósito que la voluntad tiene al realizar un acto. Es un elemento esencial en la calificación moral de un acto. Ahora bien, el fin no justifica los medios. No es válido hacer un mal para obtener un bien. Cuando un acto es indiferente, es el fin el que lo convierte en bueno o en malo. Ej. Pasear, pero con idea de planear un robo. Un fin bueno nunca podrá convertir en bueno un acto malo. Ej. Robar al rico para darlo a los pobres; abortar por bien del matrimonio.

La conciencia rectamente formada se encarga de juzgar esos actos libres realizados y clasificarlos en “buenos”, “malos” o “indiferentes”.

Podemos definir la conciencia moral como el dictamen o juicio del entendimiento práctico acerca de la moralidad del acto que vamos a realizar o que hemos realizado ya, según los principios morales.[1]

Pío XII, refiriéndose a la moral cristiana, decía que hay que buscarla “en la ley del Creador impresa en el corazón de cada uno y en la Revelación, es decir, en el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el Divino Maestro… y puestos en manos de su Iglesia, de suerte que ésta lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de generación en generación, intacto y libre de toda contaminación y error”.[2]

Las normas objetivas de moralidad son válidas para todos los hombres. Es por ello que tenemos que formar rectamente nuestra conciencia amoldándola a la enseñanza de Cristo y de la Iglesia, a través del estudio, la obediencia al Magisterio y la oración.

Así pues, la conciencia:

  • Nos recuerda siempre practicar el bien y evitar el mal.
  • Hace un juicio sobre el bien y el mal en una situación concreta.
  • Atestigua el bien o el mal que hemos hecho.

La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano. La conciencia bien formada se deja guiar por las enseñanzas doctrinales, se ajusta al Magisterio de la Iglesia, quien los ignora se equivoca.

En este capítulo 4º estudiaremos los siguientes apartados

4.1 La Penitencia como virtud.
4.2 Naturaleza del sacramento de la Penitencia.
4.3 Materia y forma de la Penitencia.
4.4 El ministro y el sujeto de la Penitencia.
4.5 Efectos de este sacramento en nuestra alma.
4.6 Actos del penitente: examen de conciencia, dolor de los pecados, etc.
4.7 El lugar apropiado para confesar.
4.8 La confesión frecuente.
4.9 Propiedades de una buena confesión.
4.10 La confesión general.
4.11 El sigilo sacramental.
4.12 Necesidad del sacramento de la Penitencia. Crisis de este sacramento.
4.13 Las indulgencias.

*************

La virtud de la Penitencia

(Sac 4.1)

Se define la virtud de la penitencia como la conversión a Dios de todo corazón, detestando y aborreciendo los pecados cometidos, con deseo de enmienda y esperanza de perdón.

En el Antiguo Testamento, la penitencia se presenta en primer lugar bajo las expiaciones cultuales prescritas por la ley, para llevar a cabo la purificación del pecado. Aparecen especialmente recogidas en los libros del Éxodo, Levítico y Números. Mucha más importancia tiene la penitencia en el sentido de convertirse a Dios (2 Sam 12; 1 Re 21: 27-29).

La conversión ha de ser interior:

«Desgarrad vuestros corazones y no vuestros vestidos y convertíos a Yahveh, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, lento para la ira y rico en clemencia» (Joel 2:13)

Y ha de llevar también consigo una repulsa de todo lo que ofende a Yahveh, como Él mismo exige:

«Tal vez escucha la casa de Judá toda la desventura que proyecto causarles, de suerte que cada uno se convierta de su mal camino y pueda yo perdonarles su iniquidad y su pecado» (Jer 36:3).

Es especialmente en los Salmos donde se destacan este aspecto de la penitencia: la seguridad del perdón, la amistad con Dios y la confianza en su amor:

«Bendice alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios… El perdona todas tus culpas, Él sana todas tus dolencias… Misericordioso y compasivo es el Señor… « (Sal 102).

En el Nuevo Testamento las palabras del Señor «Haced penitencia (convertíos) y creed el Evangelio» (Mc 1:15) dan comienzo a su vida pública. Esta conversión interior no es solamente una preparación para el cielo, sino que hace entrar ya en el Reino de los cielos, de tal manera que «si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc 13:6). De esta forma, la conversión es la exigencia primaria y fundamental para seguir las enseñanzas de Cristo[3]. Así, los Apóstoles reciben el encargo de predicar la penitencia y la remisión de los pecados (Lc 14:47). La necesidad del arrepentimiento y de la conversión al Señor ocupa todo el primer discurso de San Pedro (Hech 2: 14-36).

Una característica que resalta especialmente en el Nuevo Testamento es la paterna acogida de Jesús a los pecadores penitentes: «Solían los publicanos y pecadores acercarse a Jesús para oírle» (Lc 15:1); y especialmente en el pasaje de la parábola del hijo pródigo: «Estando todavía lejos, viole su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro le echó los brazos al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15:20).

Ese comportamiento de Jesús manifiesta toda su hondura si lo situamos en el contexto de la buena nueva que Cristo trae. Dios está cumpliendo sus promesas de Redención; el perdón de los pecados es ya una realidad: «tus pecados te son perdonados», dice el Señor repetidas veces a quienes acuden a Él (Lc 7:47; Mt 9:2). Todo lo cual alcanza su culminación con la revelación del carácter expiatorio y satisfactorio de su muerte en la Cruz. Cristo ha cargado sobre sí con nuestros pecados (Heb 9:28; 1 Pe 2:24) para satisfacer la pena por ellos debida y reconciliar a los hombres con Dios (2 Cor 5:21). Con su Pasión y su Muerte su obra redentora se consuma. Cristo resucita en cuerpo glorioso, es decir, victorioso sobre el pecado y la muerte (Rom 6: 8-11).

Los sacramentos que Cristo entrega a su Iglesia son los canales a través de los cuales Él mismo continúa haciéndose presente para comunicar a los hombres la gracia del Espíritu Santo y reconciliarlos con Dios. Y entre esos sacramentos hay uno que consiste precisamente en asumir los actos de penitencia del pecador y, al unirse a ellos las palabras pronunciadas en nombre de Cristo, llevarle a la plenitud de la reconciliación con Dios.

En la Tradición cristiana los Padres y escritores eclesiásticos tratan y consideran la importancia de la penitencia. Para ello puede consultar: “El Pastor de Hermas” (s. II); “De Paenitentia” de Tertuliano; Homilías de San Juan Crisóstomo (PG 49,277), etc… La eficacia de la penitencia queda reflejada en estas palabras de San Ambrosio:

«¿Por qué te avergüenzas de llorar tus pecados, si el mismo Dios mandó a los profetas llorar por los pecados de su pueblo? Ezequiel fue enviado a llorar sobre Jerusalén; y recibió el libro en que estaba escrito `lamentación, miel, dolor’: dos cosas tristes y una agradable; porque será salvo quien ahora llore».[4]

Y en estas otras de San Justino:

«La bondad de Dios tiene por no pecador al que, habiendo pecado, hace penitencia».[5]

Como resumen de la doctrina de los Padres, se puede señalar que, si bien dan una importancia grande a las obras penitenciales externas, no por eso dejan de insistir en la necesidad primordial de la penitencia interior y de la “conversio ad Deum, aversio a creatura”, que en frase de San Agustín debe suponer una conversión total:

«No basta modificar las costumbres y abandonar los pecados; es necesario dar satisfacción a Dios por el dolor de la penitencia, por el gemido de la humildad, por el sacrificio de la contrición de corazón y por las limosnas«.[6]

Santo Tomás de Aquino trata la virtud de la penitencia como una parte de la virtud de la justicia, en cuanto tiende a restituir a Dios la gloria debida que fue usurpada por la ofensa del pecado. Como virtud adquirida, es el hábito por el que el hombre tiende a hacer actos de penitencia. Esta virtud se consolida por la frecuente repetición de estos actos, y da una cierta facilidad para ponerlos en práctica. Como hábito sobrenatural infuso -verdadera penitencia cristiana- la virtud de la penitencia lleva al hombre a dolerse con prontitud y decisión del pecado cometido en cuanto es ofensa a Dios, y a hacer el propósito de enmendarse.[7]

El fin de esta virtud es la reparación, satisfacer de alguna manera a Dios, por la violación del derecho divino que el pecado supone. El acto de la virtud de la penitencia no es único. Normalmente suelen considerarse las cuatro facetas principales de la virtud de la penitencia:

  • Contrición: dolor por la ofensa cometida.
  • Manifestación del pecado: lo cual supone una toma de conciencia del mal hecho.
  • Propósito de no volver a ofender a Dios
  • Satisfacción por la ofensa cometida: que lleva a hacer actos concretos de penitencia

En cuanto significa arrepentimiento y conversión a Dios, la penitencia es no sólo necesaria, sino que constituye la actitud inicial del cristiano para llegar a unirse a Dios.

En cuanto significa actos concretos y determinados de penitencia para hacer posible la satisfacción, hemos de hacer constar que no basta una conversión interior, es necesario ratificar esa conversión con obras externas. La Iglesia ha vuelto a recordar la necesidad de esta virtud, a la vez que señala la armonía que debe haber entre la penitencia interior y las obras exteriores de esta virtud:

«La índole interior y religiosa de la penitencia, aunque sea la más importante y primaria, no excluye la práctica exterior de esta virtud; por el contrario, promueve con singular vehemencia su necesidad, en las particulares condiciones de nuestra época».

 «La invitación del Hijo de Dios a realizar la conversión, nos urge constantemente porque el Señor nos exhorta, y porque la exhortación va acompañada de un ejemplo de vivir la penitencia Cristo dio el ejemplo máximo a los penitentes: padeció, no por sus pecados, sino por los pecados de los demás».[8]

Ya hemos señalado la estrecha relación que existe entre la virtud y el sacramento de la Penitencia. El tema será ampliamente desarrollado cuando estudiemos más adelante el sacramento de la Penitencia. Baste señalar ahora que, siendo el sacramento de la Penitencia el medio establecido por Dios para obtener el perdón de los pecados, la actitud de penitencia incluye en sí el deseo de recibir ese sacramento, de modo que la persona que, diciendo que se arrepiente de sus pecados, rechazara el sacramento, manifiesta que no tiene en realidad verdadero arrepentimiento. Por eso, el arrepentimiento o contrición no es perfecto ni reconcilia con Dios, si no incluye en sí el deseo eficaz de acudir al sacramento de la Confesión.

Padre Lucas Prados

[1] ROYO MARÍN OP, ANTONIO, Teología moral I, nº 151.2.

[2] PÍO XII, Alocución, 23-III-1952.

[3] Ceslas Spicq, Teología Moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona 1970, págs. 54 ss.

[4] San Ambrosio, De Paenitentia, 2,6,48, (PL 16,509 B).

[5] San Justino, Diálogo, 47.

[6] San Agustín, Sermón 351, c. 5,12.

[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica III, q. 85, a.2.

[8] Pablo VI, Contitución Apostólica Paenitemini, 27 febrero 1966.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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