Un Papa anatemizado

¿Es posible excomulgar un Papa? ¿Se lo puede anatematizar? ¿Es posible que sea separado de la Iglesia? ¿Quién tiene autoridad para ello? ¿O es directamente un antipapa? ¿No van estas afirmaciones en contra del dogma de la infalibilidad pontificia definida por el Concilio Vaticano I?

¿Es posible que para conseguir la anhelada unión de los cristianos seamos menos precisos en definir la fe? ¿Justifica algo la pérdida de la ortodoxia, ya sean peligros internos o externos? ¿Es preciso dar alguna fórmula de conciliación, llamando “testigo del Evangelio” a alguno que, más bien, deba ser considerado, en frase de san Policarpo, “primogénito de Satanás”?

¿Acaso Dios castiga a la Iglesia por los pecados de sus Pastores? ¿Pueden las intenciones aparentemente piadosas, o incluso sus buenas obras, salvar la moralidad de los fautores de herejías? ¿Pueden los herejes controlar los principales centros de poder eclesiástico del mundo?

¿Puede el Papa encontrarse en actitud vacilante frente a la verdad católica, aprobando la herejía con su silencio?

¿Puede Dios valerse de los más pequeños para derrotar a los más poderosos? ¿Y de un simple monje para derrotar a obispos, patriarcas, y al mismo Papa? ¿Puede un fiel acusar a su propio Pastor de herejía? ¿No pone acaso en peligro su autoridad recibida de Cristo delante de los demás? ¿Acaso los fieles deben sufrir por defender la fe incluso la suspensión, la excomunión y la violencia de sus propios Pastores? ¿Existe una santa rebelión contra la autoridad eclesiástica?

¿Acaso las altas jerarquías mienten a sus propios fieles para conseguir sus perversos fines? ¿O deciden todo en sínodos? ¿Son capaces de manipularlos desde atrás, haciendo creer que escuchan al pueblo? ¿Hay altos jerarcas en la Iglesia maquiavélicos, que utilizan a los demás para no ver comprometida su ortodoxia? ¿Son capaces de levantar calumnias contra los verdaderos defensores de la fe? ¿Y es posible que un Papa resuelva alguna cuestión sin escuchar a las demás partes? ¿Pueden los herejes citar documentos papales a su favor contra quienes enseñan la fe católica? ¿Pueden verse confundidos clérigos y seglares por los documentos papales equívocos?  

¿Acaso puede permitir Dios que sus elegidos se vean sumidos en la pobreza, careciendo de medios humanos para combatir las herejías? ¿Se puede aceptar en alguna ocasión la existencia de medios malos, como el silencio en proclamar la verdad, para lograr un fin mayor, tal como la unidad de los cristianos?

¿Los clérigos cobardes o deseosos de hacer carrera eclesiástica colaboran en la defensa de la fe o más bien la perjudican? ¿Es para gloria de Dios la sumisión ciega a los malos jerarcas de la Iglesia?

¿Puede la Iglesia, a través de un Papa o de un Concilio, condenar inmediatamente a un Sucesor de Pedro? ¿Es prudente hacerlo así?

¿Puede Dios castigar a los lugares donde se aprueben herejías con castigos, incluso físicos?

¿Existen acaso diálogos constructivos y otros destructivos de la santa Iglesia? ¿Puede la autoridad ceder en verdades dogmáticas o en cosas secundarias? ¿Es posible que se vean condenados algún tiempo los que después la Iglesia canoniza? ¿Tienen facultad el Papa, los Concilios y los jerarcas de la Iglesia sobre clérigos y seglares para imponer doctrinas falsas? ¿Puede un Papa condenar a otro porque “se haya esforzado, por una traición sacrílega, en destruir la Fe inmaculada”? ¿Puede un Papa perder su investidura?

¿Acaso puede un escrito papal considerarse meramente como privado, y, por tanto, exento de la infalibilidad dada al Papa sólo de modo ex cathedra?

Querido lector, no se asuste, no estamos hablando del Papa Francisco, y de su actual (des-)gobierno de la Iglesia, sino del caso del Papa Honorio, que se estudió con detenimiento, junto con el del Papa Liberio, antes de definir dogmáticamente la infalibilidad pontificia. Por esta razón, la lectura del siguiente escrito, de Maurice Pinay, “Un Papa excomulgado”, nos puede ayudar para iluminarnos en la situación actual de la Iglesia.

 

Fr. Esteban Kriegerisch, op.

UN PAPA EXCOMULGADO[1]

Biblioteca de Doctrina de la Iglesia

Obras del mismo autor

El complot contra la Iglesia, versión castellana de Luís González, en dos volúmenes. Organización San José, Buenos Aires, 1968. 

UN PAPA EXCOMULGADO

Por su negligencia en combatir la herejía.

La definición doctrinal vigente del Papa San León II y del VI Concilio ecuménico, IV de Constantinopla. Con una documentada relación histórica de la tremenda excomunión, y de su vigencia posterior

Maurice Pinay

Editorial «ORTODOXIA»

Buenos Aires

Capítulo transcripto de la Obra de Maurice Pinay,

Salvación de la Iglesia en sus grandes crisis.

Traducción del Italiano debida al Dr. Luís González.

 

Introducción

Vamos a referirnos al serio conflicto ocurrido en la Santa Iglesia, en tiempos de S. S. el Papa Honorio I, que fue electo por el clero y el pueblo de la ciudad de Roma el 27 de octubre del año 625, pues, como es sabido, en la elección de Papa ha habido en la Iglesia a través de su historia distintos sistemas, todos los cuales fueron con­siderados legítimos en sus respectivos tiempos.

El demonio, en su lucha constante contra la Iglesia de Cristo, se ha valido de diversos medios, y aunque su instrumento más importante y duradero ha sido la Sina­goga de Satanás, ha usado en diversas ocasiones medios distintos para combatirla, sobre todo en épocas como a la que nos estamos refiriendo, en que el judaísmo había sido completamente vencido en sus luchas contra la Santa Iglesia.

Su Santidad el Papa Honorio I, magnífico adminis­trador de los asuntos de la Iglesia, desplegó gran celo en la conversión de los habitantes de las Islas Británicas continuando la obra de San Agustín, liquidó el cisma pro­vocado por el patriarca Fortunato, que siguió los pasos del surgido en tiempos del Papa Virgilio, deponiendo de su alto cargo al mencionado jerarca cismático y, como era natural, combatió al judaísmo con toda energía, dirigiendo una carta al Concilio VI de Toledo, muy elocuen­te a este respecto, y siéndolo también su epitafio, que contenía las siguientes frases: Judaicae gentis sub te est perfidia victa. Sic unum Domini reddis ovile pium.[2]

Fue el noble fin de la unidad de los cristianos el que, en esta ocasión, dio origen a una herejía de gravísimas proporciones. La herejía de los “monofisitas”, que afir­maba que siendo Cristo Nuestro Señor una sola persona tenía también una sola naturaleza, había sido ya condenada por la Santa Iglesia y vencida en la Cristiandad, quedando solamente algunos núcleos heréticos minorita­rios, aunque de cierta fuerza, dirigidos por obispos afe­rrados a la herejía.

Esta lamentable situación hizo ver a todos la nece­sidad de hacer un gran esfuerzo en favor de la unidad de los cristianos y de la Santa Iglesia, unidad que era de mayor urgencia, en vista de que la Cristiandad se hallaba en peligro, ante la invasión persa al Imperio Romano de Oriente, que iba conquistando una tras otra las provin­cias de éste en África, contando con la complicidad de los hebreos habitantes de ellas, que secundaban las ma­tanzas de cristianos realizadas por los persas, y la des­trucción de iglesias y monasterios.

Esto demostró una vez más que todas las medidas tomadas para impedir que los judíos hicieran daño a los pueblos en cuyo territorio habitaban, no dieron resultado práctico al surgir un conflicto con una nación extranjera ya que, sirviendo a ésta los judíos como espías o sabo­teadores, pueden provocar el derrumbe del pueblo bondadoso e ingenuo que toleró la existencia en su territorio de quintacolumnas extrañas e inasimilables.[3]

Es evidente que, en tales condiciones, la unidad de los cristianos es asunto vital para la salvación de la Cris­tiandad. Pero, desgraciadamente, cuando este objetivo no se busca por los debidos caminos, en vez de obtenerse la unidad anhelada se provocan nuevas discordias y una des-unión todavía mayor que la que existía cuando se inicia el noble intento.

Esto fue lo que lamentablemente ocurrió en el caso que nos ocupa. Por atraer a la unidad a ciertos núcleos heréticos, se provocó un cisma y una nueva herejía, que desgarró a la Santa Iglesia en el curso del siglo vil y que provocó mucha más desunión que la que se quería impedir.

Ante el avance arrollador de los persas, el empera­dor Heraclio, que acababa de tomar el trono, se encon­traba desmoralizado por una situación que se agravaba por el hecho de que los herejes monofisitas de Egipto habían secundado la acción de los judíos facilitando, en diversas formas, el triunfo de los invasores persas. En­tonces surgió el patriarca Sergio, de Constantinopla, co­mo el hombre que trabajaría incansablemente por inyec­tar ánimo al desmoralizado emperador y empujarlo a rea­lizar una acción eficaz para defender al cristianísimo imperio, conduciéndolo un día a una Iglesia —según re­fiere la tradición—, donde hablándole en nombre de Dios le exigió el juramento de morir por la defensa de la cris­tiandad y del imperio; operó con ello un cambio en Heraclio, que inició inmediatamente una serie de campañas victoriosas para reconquistar los Santos Lugares y reco­brar de los persas las vastas regiones que habían cap­turado.

Pero, al mismo tiempo, movido el combativo patriarca de celo para lograr la unidad de los cristianas, con­cibió la idea de que esta unidad solamente podía obte­nerse mediante concesiones que se hicieran a los herejes, por medio de una fórmula de transacción que llamaba fórmula de conciliación, que parecía justificarse ante el nuevo peligro de invasión musulmana que se gestaba en el sur. Eso de creer que la Verdad Revelada puede ser objeto de transacciones, como cualquier asunto político, lejos de lograr la unidad cristiana anhelada ha traído siempre nuevas herejías y todo género de males, pues la verdad revelada por Dios no puede ser modificada por los hombres ni ser objeto de transacciones. Dios ha cas­tigado siempre estos gestos de debilidad de algunos grandes jerarcas eclesiásticos, permitiendo que ocurrieran ma­yores conflictos a la Santa Iglesia que aquellos que, con las transacciones, se querían evitar, quizá para hacernos ver a todos que la Divina Revelación no puede ser objeto de componendas humanas.

El patriarca Sergio, que demostró con hechos su gran celo por defender la Cristiandad, pensó que podría lograr la adhesión de los herejes monofisitas a la Iglesia Cató­lica mediante concesiones mutuas que se hicieran ambas partes, y la adopción de la fórmula de compromiso que, aceptando que en Cristo Nuestro Señor hubiera una sola persona, tuviera dos naturalezas, la divina y la humana, pero una sola energía, una sola voluntad[4]Creyó que en esta forma se lograría que los monofisitas, que sostenían la existencia en Cristo de una sola naturaleza, podrían unirse a la ortodoxia, pero incurrió en una nueva herejía que, en el fondo, era el mismo monofisismo con otro as­pecto. Y ocurrió que la famosa fórmula de transacción, si bien logró atraer a la mayoría de los monofisitas, fue insuficiente e inaceptable para otros.

Lo más grave de todo fue que el emperador Heraclio, sobre quien el patriarca de Constantinopla tenía influen­cia decisiva, aceptó con gusto la llamada fórmula de con­ciliación y haciéndola suya, puso en su apoyo toda la fuerza del imperio, siendo atraídos a la nueva herejía un número cada día más numeroso de obispos, entre ellos el metropolitano de Lásica, Atanasio de Antioquía, Farán en Arabia, y otros, logrando Sergio que el emperador. nombrara a Ciro de Fasis para ocupar el patriarcado de Alejandría, al quedar vacante éste, con lo que los par­tidarios de la nueva fórmula herética y sus adictos, con­trolaban las sedes más importantes de Oriente, tomando así la nueva herejía proporciones alarmantemente gigantescas, sin haber logrado la anhelada unificación de los cristianos sino, antes bien, fomentando la discordia y la división en forma más aguda y peligrosa.

En medio de esta tormenta Su Santidad el Papa Ho­norio I, convencido igualmente de la necesidad de lograr la unidad de los cristianos, había sufrido el impacto de los argumentos del patriarca de Constantinopla y se en­contraba en actitud vacilante, sin condenar la nueva he­rejía que, por la gran actividad de la jerarquía eclesiás­tica que la apoyaba y el silencio del Papa, iba controlando cada vez más a la Cristiandad.

En tan grave situación Dios Nuestro Señor se valió, para iniciar la defensa de la ortodoxia, de un humilde monje de Palestina llamado Antíoco, que dejando la paz de su convento y rebelándose contra los poderosos jerar­cas eclesiásticos que sostenían la herejía, acusó públicamente al metropolitano patriarca de Antioquía de ser el Anti-Cristo y de renovar las herejías de Eutiques y de Apolinar.

La santa rebelión de Antíoco contra la jerarquía ecle­siástica herética encontró eco en Egipto, donde algunos simples sacerdotes y frailes se rebelaron contra sus obis­pos herejes y contra el nuevo patriarca, Ciro de Alejan­dría, que venía siendo, como diríamos ahora, el primado de la Iglesia egipcia y, después del Papa y del patriarca de Constantinopla, el jerarca de mayor categoría en la Iglesia de esos tiempos. El poderoso patriarca condenó, excomulgó y hasta empleó la violencia contra esos infe­lices sacerdotes y monjes que lo sacrificaron todo, por defender la verdadera doctrina de Cristo.

Sin embargo la llama de la santa rebelión fue cun­diendo y bien pronto encontró al que había de ser, hasta su muerte, su verdadero caudillo y el instrumento de que se valió Dios en esta ocasión para salvar a su Santa Igle­sia del desastre que la amenazaba. Se trató, en esta oca­sión también, de otro humilde fraile nacido en Damasco, San Sofronio, que al igual que los anteriores, carecía de toda jerarquía eclesiástica. Acudió al hereje patriarca de Alejandría y cayendo de hinojos delante de él, le su­plicó, llorando, que no fuera a leer desde el púlpito el edicto que renovaba la herejía de Apolinar; pero el pa­triarca hizo caso omiso de las súplicas del fraile, y lo amenazó con excomulgarlo si seguía oponiéndose a la tesis de la conciliación, que había de traer la necesaria uni­dad de los cristianos.

San Sofronio, poseído de esa energía y santa rebelión que Cristo Nuestro Señor inculca en estos excepcio­nales casos a sus elegidos, no se dio por vencido e hizo penoso viaje a la capital del Imperio para entrevistarse con el poderoso patriarca Sergio de Constantinopla que, en esos tiempos, era el jerarca de mayor autoridad en la Santa Iglesia después del Papa. En la entrevista trató de convencerlo del grave peligro que amenazaba a la Igle­sia con la nueva herejía.

Sergio que, como hemos dicho, era el alma de dicha herejía, en forma maquiavélica fingió dejarse impresio­nar por los argumentos del santo fraile y le prometió presentar el caso al sínodo permanente de obispos que funcionaba en Constantinopla, pero que estaba controlado por Sergio. De esta manera, el patriarca Sergio que ha­bía conocido la gran combatividad de San Sofronio, pre­paraba el golpe pero escondía la mano, para evitar en lo posible, que los contragolpes de los ortodoxos fueran di­rigidos contra su persona, ya que parecería que el sínodo y no el propio patriarca era quien, con su gran autori­dad, apoyaba las tesis heréticas y que el patriarca Sergio convencido por las razones teológicas del sínodo, se do­blegaba ante ellas.

Así Sergio lograba en forma hábil, con el apoyo del sínodo episcopal, obtenerlo mayor entre los obispos, pa­ra quienes representaban mucho las decisiones del sínodo integrado por obispos como ellos. Hábil maniobra ésta que, a través de la historia de la Iglesia, han utili­zado algunos jerarcas herejes cuando les hubo conveni­do, al menos de momento, para tirar la piedra y esconder la mano, y propagar la herejía sin correr el riesgo de ver comprometida su propia situación, pasando a los cuer­pos episcopales la tarea de abrir brechas a la herejía[5].

Al mismo tiempo el hábil patriarca de Constantinopla trataba de tranquilizar y apaciguar a San Sofronio, exigiendo de él la promesa de guardar silencio sobre si había una o dos energías (en Cristo Nuestro Señor), prometiéndole que impondría tal silencio igualmente al herético patriarca Ciro de Alejandría.

Pero el heroico fraile no se dejó engañar por esta trampa; lejos de obedecer a su superior jerárquico, el patriarca de Constantinopla, se lanzó en santa rebeldía a la lucha en defensa de la ortodoxia. Dotado de gran visión política y capacidad, se dedicó a organizar debidamente la defensa de la Santa Iglesia y regresando a Pa­lestina, procedió con gran actividad a predicar la ortodo­xia y a controlar para ella a clérigos y seglares, dándole Dios Nuestro Señor la oportunidad de obtener un gran triunfo con la muerte del patriarca de Jerusalén, suceso que aprovechó hábil, rápida y enérgicamente, y usando de su gran prestigio en esas tierras como caudillo de la ortodoxia, logró el modesto fraile que lo eligieran patriar­ca de Jerusalén, como sucesor del ya fallecido.

Con esta magna investidura convocó inmediatamente a un sínodo de obispos en el año 634, devolviendo al pa­triarca de Constantinopla su misma maniobra. En dicho sínodo se aprobó la doctrina ortodoxa de las dos opera­ciones (voluntades) existentes en Cristo Nuestro Señor, la divina y la humana, sin haber oposición posible entre ellas y estando la humana sujeta en todo a la divina, sin tener los desequilibrios causados en los demás hombres por el pecado original.

Este acontecimiento vino a dar fuerza a la causa de la defensa de la ortodoxia, tanto que habiéndose alarma do el patriarca de Constantinopla, decidió quitarse la ca-reta y dar ante el Papa Honorio, que lamentablemente se mantenía a la expectativa, la batalla decisiva en favor de la herejía. Para ello le dirigió una carta en la que, en forma hábil, decía al Sumo Pontífice, que el anhelo noble de unidad cristiana se había logrado en las Iglesias de Oriente debido a la actividad del propio Sergio y del hereje Ciro, patriarca de Alejandría, iglesias que forma­ban ya un solo rebaño antes tan dividido, mientras que acusaba a San Sofronio de ser espíritu inquieto, empeñado en turbar la paz y la unidad de la Iglesia logradas por Sergio y por Ciro. Al mismo tiempo el constantino­politano patriarca aconsejaba al Papa que obligara a So­fronio a guardar silencio, sobre el tema de si existen en Cristo una o dos energías, manifestando que era impo­sible que hubiera en Jesucristo dos voluntades y que, con­sistiendo esta controversia en un mero juego de palabras, era necesario imponer silencio a Sofronio para impedir que se rompiera la unidad y la paz entre los fieles[6].

Desgraciadamente el Papa Honorio I, preocupado por la necesidad de lograr la unidad de los cristianos, noble anhelo de todos los tiempos, y muy urgente en esos mo­mentos debido a la amenaza de invasión musulmana en el África cristiana, aceptó en forma precipitada como ciertos los hechos y los argumentos presentados en la car­ta del patriarca de Constantinopla y, sin preocuparse por escuchar debidamente los argumentos de San Sofronio, tomó una resolución igualmente precipitada, y escribió a Sergio una carta.

En esa carta alababa y aprobaba lo hecho por el pa­triarca hereje en Alejandría, en su lucha contra San So­nofrio, caudillo de la ortodoxia, dándole implícitamente con ello razón al primero. Pero lo más grave radicaba en la siguiente parte de la carta, en que decía que los apóstoles habían confesado ser Jesucristo “mediador entre Dios y los hombres, que opera lo divino por medio de su humanidad, hipostáticamente unida al Verbo de Dios, y que obró lo humano, por la carne inefable y singularmente asumida e inefable, manteniéndose de modo inse­parable, inconfuso e incontrovertible, íntegra la divinidad; o sea, que, permaneciendo maravillosamente las di­ferencias de ambas naturalezas, se admita que la carne pasible se encuentra unida a la divinidad” sacando de ello, el Papa, la siguiente conclusión que constituye lo más grave de su carta: “Por ello que también confesa­mos una sola voluntad en Jesucristo Nuestro Señor, ya que fue asumida ciertamente por la divinidad nuestra naturaleza, pero no nuestra culpa, aquella naturaleza que fue creada con anterioridad al pecado y no la que quedó viciada después del mismo [. . J. Porque el Salvador no tuvo otra ley en los miembros o voluntad diversa o con­traria, ya que nació por encima de la condición humana” y “es un solo operador de divinidad y de humanidad. Y si por las obras de su divinidad y su humanidad, debie­ran mencionarse o entenderse, derivadas una o dos ope­raciones, es cuestión que no debe preocuparnos a nosotros debiendo ser dejada a los gramáticos que suelen enseñar a los niños espléndidos términos derivados. Ya que nosotros no hemos encontrado en las Sagradas Escrituras, que Nuestro Señor Jesucristo y su Santo Espíritu, hayan obrado con una solamente o con dos operaciones, sino que conocemos que obró en forma múltiple”. También en esta carta el Papa Honorio, aceptando y haciendo suya la estrategia del patriarca de Constantinopla, prohíbe ha­blar de una o dos energías o voluntades, tomándolas, al igual que los herejes Sergio y Ciro, como novedades, de las que nada han resuelto los concilios ni los cánones de la Santa Iglesia.

El texto de la mencionada carta se encuentra en las Actas del Concilio Ecuménico Sexto, Cuarto de Constan­tinopla[7], que como veremos después, fulminó tremenda excomunión contra el Papa Honorio I por hereje, equipa­rándolo a los demás heresiarcas monotelistas, condenados y excomulgados en ese Santo Concilio, que salvó a la Igle­sia de la referida herejía.

La carta aludida fue enviada por el Papa, tanto a Sofronio como a Sergio, caudillos respectivamente de la ortodoxia y de la herejía.

El hereje patriarca de Constantinopla recibió la misiva como un triunfo decisivo para su tesis, esgrimiendo, a partir de ese momento, en favor de su causa, la auto­ridad de S. S. el Papa, Jefe Supremo de la Santa Iglesia, lo que desgraciadamente fue un golpe demoledor para la causa de la ortodoxia. Clérigos y seglares, hasta esos mo­mentos ortodoxos, al ver que el Papa apoyaba al patriar­ca Sergio y desautorizaba la labor de San Sofronio, fue-ron abandonando a éste y pasando al bando de la herejía que, además, contaba con el poderío político y militar del emperador, cofautor de la tesis de conciliación de los cris­tianos, que se había tornado en la fórmula de mayor dis­cordia[8]. En estos momentos críticos, todo parecía per­dido para la causa de la ortodoxia.

Pero Cristo Nuestro Señor si bien permite que la Santa Iglesia pase por agudas crisis, más o menos largas, quizá para probar en ellas la entereza y fidelidad de los buenos cristianos, no permite nunca que llegue a ser defi­nitivamente vencida y la salva, dando su asistencia sobrenatural a esos santos caudillos que hace surgir siempre, en estas ocasiones. Al leer la carta del Papa, San Sofro­nio recibió como es natural un golpe tan inesperado como contundente pero, asistido de la divina inspiración y de gran fortaleza, lejos de doblegarse a las órdenes del Papa, siguió la lucha adelante en defensa de la ortodoxia y, convencido también de que Honorio I había sido engañado por Sergio y de que estaba mal informado sobre la doc­trina herética que en realidad sostenía éste, envió al Sumo Pontífice al presbítero Esteban como enviado perso­nal, para que explicara a Honorio I, con toda amplitud, los términos y los alcances de la controversia, y le entre­gara la carta sinódica[9] con la defensa de la doctrina or­todoxa.

El Papa recibió al enviado de San Sofronio, lo es­cuchó pero, desgraciadamente, desechó sus puntos de vista y confirmó la orden de guardar silencio, enviando una segunda carta, de la que por desgracia solamente se con­servan fragmentos, en los que puede leerse: En Cristo: “No debemos Nosotros definir ni una ni dos energías … “. “Solamente debemos confesar dos naturalezas unidas en un solo Cristo…”. “Debemos reconocer un operante úni­co que es Cristo, en sus dos naturalezas, en vez de dos energías, que sean proclamadas mejor, con nosotros, las dos naturalezas…”[10].

La muerte, primero del Papa Honorio (12 de octu­bre de 638) y posteriormente del caudillo de la ortodoxia, San Sofronio (11 de marzo de 639), ocurrió en los mo­mentos en que se iniciaba una lucha todavía más tenaz, de gigantescas proporciones, que iba a desgarrar a la Santa Iglesia por algunas décadas, y que fue favorecida, según opinión de varios Papas y del Concilio Ecuménico ya citado, por la actitud asumida por el Papa Honorio, que ha dado lugar a lo que se ha llamado en la historia de la Iglesia, “El caso del Papa Honorio I”, asunto que, en forma injustificada, como luego veremos, ha sido uti­lizado por los protestantes y los enemigos de la infalibilidad del Papa, para atacar no solamente esta última sino la misma autoridad pontificia.

Por otra parte el patriarca hereje, Sergio, basándo­se, en el mismo año 638, en el apoyo que le había dado el Sumo Pontífice y con la ayuda del emperador Heraclio, elaboró e hizo publicar la “Ekthesis” que reproducía lo dicho en la primera carta del Papa Honorio, prohibiendo hablar de una o dos energías y afirmando que en Cristo había una sola voluntad. Inmediatamente convocó en Constantinopla un nuevo concilio que aprobó la herética “Ekthesis” (638); al año siguiente otro concilio celebrado en la misma ciudad (639), se declaró también en favor de la herejía, convirtiéndose por ello, como el anterior, en diabólico conciliábulo, aunque se apoyaba, como es natural, en la autoridad del ya difunto Papa Honorio como sucesor de Pedro y Cabeza de la Iglesia.

Mientras tanto, en Roma, a los tres días de muerto el Papa Honorio, se reunieron en asamblea los presbíte­ros de dicha ciudad y eligieron Papa a un modesto sacer­dote romano llamado Severino.

En esos tiempos, para que tuviera validez la elección papal, era necesario que el emperador le diera su aproba­ción, para lo cual se enviaban a Constantinopla, legados para obtener de dicho emperador la confirmación de la elección pontificia y, mientras tanto, durante ese interreg­no, la Santa Iglesia era gobernada por un Colegio de Presbíteros, bajo la presidencia del archipresbítero.

Y el jerarca o simple presbítero electo para el papado, solamente era tenido como Papa y consagrado como tal, después de la confirmación de la elección hecha por el emperador. La Santa Iglesia aceptó esto para asegu­rar la unión y alianza estrecha de la Iglesia y del Estado, que puso toda su fuerza política y militar para asegurar la expansión del cristianismo, hasta obtener el control del mundo occidental; pero tuvo gravísimos inconvenientes cuando los emperadores trataron de abusar de esta pre­rrogativa, como ocurrió en el caso que vamos a narrar. Por haber sido aprobada esta situación por Papas y concilios de aquel tiempo, nos abstenemos de censurarla; sin embargo, en nuestra modesta opinión, consideramos que, sujetar una elección papal a la confirmación del poder político, es colocar a la Iglesia en cierta dependencia del Estado. Papas y concilios posteriores, con mucha razón a nuestro juicio, consideraron improcedente tal sistema.

Electo el presbítero Severino, fueron enviados a Cons­tantinopla dos legados[11] para pedir al emperador Heraclio la confirmación de su nombramiento y pedir permiso al monarca para su consagración como Papa, como era cos­tumbre entonces. Los legados de Severino fueron reteni­dos año y medio en la capital del imperio, sin obtener de Heraclio la confirmación de la elección papal, pretendien­do el emperador darla a condición de que los legados y el propio Severino, aceptaran la Ekthesis herética de Ser­gio y de Heraclio, apoyada por Pirro, nuevo patriarca de Constantinopla, que fue designado como sucesor de Sergio a la muerte de éste.

Mientras tanto, el Colegio de Presbíteros que gober­naba a la Santa Iglesia, dirigía con gran dificultad la nave, en medio de la espantosa herejía, apoyada y difun­dida por el propio emperador. Las cosas se agravaron, porque a la muerte de San Sofronio fue designado como patriarca de Jerusalén otro hereje, con lo cual, de los cinco patriarcados en que estaba dividida la Iglesia, cua­tro de ellos apoyaban la herejía, y el otro, el de Roma, se encontraba en la grave situación que hemos señalado, empeorada por la sublevación de la soldadesca en la ciu­dad, debido a que no se les había podido pagar su sueldo y que, apoyada por el exarca de Ravena, representante en Italia del emperador, se apoderó por la fuerza del te­soro eclesiástico, pagándose los sueldos devengados, y enviando el resto a Heraclio, quedándose Severino y el Colegia de Presbíteros, sin recursos económicos para mo­verse y enfrentar con éxito a la herejía, que triunfaba por doquier.

Al mismo tiempo que el patriarcado de Jerusalén caía en manos de la herejía, surgía otro santo caudillo, cola­borador y amigo de San Sofronio, que tomó en sus manos la defensa de la ortodoxia. Fue este hombre extraordina­rio, San Máximo, quien encabezaba la lucha en Oriente, mientras que, en Occidente, la asistencia de Cristo a su Santa Iglesia tomaba de nuevo sus cauces regulares y normales, haciendo surgir una serie de Papas que, cum­pliendo con su deber, defendían la divina revelación, la auténtica doctrina de Cristo, condenando otra llamada fórmula de conciliación, titulada Typo, que fue lanzada por el patriarca Paulo II, de Constantinopla, y el empe­rador Constante II, a fin de lograr la unidad de los cris­tianos, fórmula en la que los jefes de la herejía hacían tan grandes concesiones, que ya solamente pedían que se impusiera silencio a ambos bandos, sobre si había una o dos voluntades en Cristo Nuestro Señor, tema que debía eliminarse de la doctrina cristiana para obtener así la unidad de los cristianos y de la desgarrada Iglesia.

Pero estos heroicos Papas, asistidos por el Espíritu Santa, comprendieron que no era posible concertar com­ponendas sobre la divina revelación, que no podía ser objeto de transacciones entre los hombres, aunque tal cosa se hiciera con el noble fin de obtener la unidad de los cristianos. El fin no justifica los medios intrínsecamente malos, y aceptar la adulteración de la doctrina de Cristo, de la Verdad Revelada, es un medio intrínsecamente malo, aunque se realice con el fin más noble, como lo es el de la unidad de los cristianos.

Por ello, primero, los legados de Severino se negaron a aceptar la “Ekthesis”, de Sergio y de Heraclio; por ello, cuando después de año y medio de retenerlos en Cons­tantinopla, el emperador confirmó la elección de Severino como Papa, con la esperanza de que éste aceptara la “Ek­thesis”, en cuanto Severino fue consagrado en Roma, se negó a ello, muriendo dos meses después de su consagra­ción como Papa. Y por ello, Juan IV, que tuvo que espe­rar cinco meses para que el emperador confirmara su nombramiento como Papa, en cuanto lo obtuvo, lejos de acceder a la fuerte presión imperial, convocó un santo concilio, en Roma, que condenó la “Ekthesis” y la herejía monotelita; por ello, el Papa San Martín I, reivindicando la soberanía de la Iglesia, se hizo consagrar Papa, sin pedir la ratificación de su elección al emperador, y luego reunió el Primer Concilio de Letrán que condenó no sólo la “Ekthesis” sino también la llamada nueva fórmula “Typos”, de reconciliación y unidad cristiana, excomul­gando a los principales heresiarcas. Terminado el citado sínodo, el Papa envió al emperador las conclusiones del santo concilio, pidiéndole que condenara la herejía mo­notelita.

El emperador, lejos de acceder, negó legalidad a la elección del Sumo Pontífice, considerando antipapa a San Martín, que fue desconocido como Papa también por el patriarca de Constantinopla y demás jerarcas eclesiásti­cos herejes, agravándose con esto el cisma en la Santa Iglesia. Esta potestad que llegaron a tener los empera­dores bizantinos, de confirmar o rechazar la elección del Jefe Supremo de la Iglesia, fue derivando después, a la ambición de tener el poder de nombrar ellos mismos a dicho Jefe Supremo, lo que facilitó el desgarrador cisma de la Iglesia de Oriente que se consumó siglos después, y perdura hasta nuestros días.

Furioso el emperador al recibir las actas sinodales, ordenó al exarca Olympos, de Ravena, que impusiera en Roma y en Italia, el Typos, y que diera muerte al “Papa ilegítimo” que usurpaba el trono de San Pedro.

Pero habiéndose frustrado. el intento de asesinato[12], el emperador ordenó al sucesor de Olympos que destituyera por la fuerza al Papa Santo y lo condujera preso a Constantinopla, donde fue objeto por los esbirros del em­perador y la jerarquía eclesiástica herética, de toda clase de presiones para que aceptara el Typos como fórmula de conciliación para lograr la tan necesaria unidad cris­tiana.

Como el heroico Papa se negó a claudicar, fue con­denado a muerte por el emperador, pena que le fue conmutada por la de destierro, debido a las súplicas que hizo el patriarca hereje Pablo que, estando moribundo, quizá para descargar en parte su conciencia, intercedió ante su amigo el emperador por la suerte del Papa, que fue con­ducido a Querson, en la península de Crimea, donde fue abandonado por todos, según el mismo se lamentaba, mu­riendo a consecuencia de las torturas y sufrimientos, co­mo un santo mártir. Fue uno de los Papas más meritorios de la Santa Iglesia de todos los tiempos. Una vez más, en aquellos tiempos aciagos, la herejía impuesta por decreto imperial en la misma Roma, parecía haberse adueñado de la Santa Iglesia, uniéndose al carro del vencedor todos aquellos clérigos cobardes y deseosos de conservar sus po­siciones o hacer carrera eclesiástica, aunque ello fuera a costa de renegar de la ortodoxia.

Pero, una vez más, se cumplió la profecía de que la Santa Iglesia, es decir, la verdadera, la de la ortodoxia, será cruelmente perseguida pero jamás vencida, aunque haya momentos en que la representen, por seguir fieles a ella, sólo un escaso número de fieles a la ortodoxia, frente a una mayoría abrumadora de claudicantes.

Un año antes de morir en el destierro el gran Papa San Martín I, fue electo Papa, en Roma, otro presbítero: Eugenio I. Siguiendo el orden imperante entonces en la Iglesia, envió sus legados a Constantinopla, para obtener del emperador la confirmación de su nombramiento co­mo Papa y el permiso de su consagración como tal. Lle­gados a la capital del imperio los dos legados de la Santa Sede, el nuevo patriarca hereje, Pedro, los convenció con hábiles sofismas y los hizo caer en la herejía, obteniendo, al mismo tiempo, la confirmación de la designación de Eugenio como Papa y el permiso para su consagración. Regresaron a Roma con la pretensión de que el Sumo Pon­tífice aceptara un escrito, que contenía la herejía mono­telita, con algunas variantes. Al recibir Su Santidad el escrito de referencia, lo rechazó indignado, aún a costa de seguir la terrible suerte de su antecesor San Martín. Sin embargo, no pudo sentir las represalias de su heroica actitud, inspirada sin duda por el Espíritu Santo, pues murió al poco tiempo.

La persecución sufrida por unos Papas y la muerte de otros, antes de poder cumplir con eficacia la difícil y alta misión que tenían encomendada, trajo un verdadero período de anarquía en la Santa Iglesia, en el que la he­rejía siguió causando estragos, apoyada por el empera­dor y por cuatro de los cinco patriarcados de que cons­taba la Santa Iglesia. Los altos jerarcas herejes usaban arteras armas de lucha: las cartas del Papa Honorio I, afirmando que su doctrina era la ortodoxa ya que había sido apoyada por el Sumo Pontífice, cabeza máxima de la Iglesia y sucesor de Pedro; al mismo tiempo aducían a su favor la gran autoridad eclesiástica de los grandes patriarcas que, como hemos dicho, eran, en tales tiempos, los segundos del Papa en jerarquía dentro de la Iglesia.

Estas terribles armas espirituales convencían a clé­rigos y a seglares poco eruditos, y celosos de sumisión ciega a la jerarquía eclesiástica, así sostuviera ésta las peores herejías. Esto es muy necesario tomarlo en cuen­ta para poder comprender por qué el Santo Concilio Sex­to Ecuménico, Cuarto de Constantinopla, tuvo que verse en el penoso y lamentable extremo de tener que excomul­gar por herejía al Papa Honorio I y a los patriarcas cau­dillos de la sedición. Era preciso quitar a los herejes la poderosa arma que esgrimían, relativa al apoyo que les había dado el Papa.

Sin embargo, este paso era tan grave y tan delica­do, que los defensores de la ortodoxia lo estuvieron elu­diendo por mucho tiempo, y pugnaron por hacer triunfar la verdadera doctrina por otros medios menos drásticos. Negando a los patriarcas, obispos y clero heréticos toda autoridad sobre los fieles, y declarando espúreos a los concilios que habían aprobado la herejía, intentaban quitar de manos de los herejes la más espectacular arma que uti­lizaban: las cartas del Papa Honorio apoyando al patriar­ca Sergio, alegando que la intención del Sumo Pontífice nunca había sido aprobar la herejía monotelita si no que, al afirmar en una de las cartas la existencia de una sola voluntad en Cristo, se había referido a una sola voluntad en su naturaleza humana, y no a que existiera en Cristo una sola voluntad para las naturalezas divina y humana.

En este noble esfuerzo llegaron a utilizar el testimo­nio del abad romano Juan, quien, alegaban, había sido el verdadero redactor de la carta que luego firmó el Papa Honorio, para que aclarara las cosas en el sentido antes indicado, asegurando que, al aceptar el Papa la existencia de una sola voluntad, se había referido a una sola volun­tad moral y no a una sola voluntad física. San Máximo, que como antes expresamos, al morir San Sofronio surgió como caudillo de la ortodoxia en Oriente, utilizaba con el fin antes indicado argumentos similares, diciendo que el Papa Honorio al escribir en su carta “también confesa­mos una sola voluntad en Cristo Nuestro Señor”, había querido decir, no lo que pudiera entenderse literalmente, sino que “nunca la naturaleza humana, concebida virginalmente, fue arrastrada por la voluntad de la carne” con lo que “trataba el Papa de salvar la unidad moral de las dos voluntades”.

A su vez, el Papa Juan IV cuando escribió al empe­rador tratando de atraerlo a la ortodoxia, le decía que lo escrito por Honorio en su carta debía interpretarse en el sentido de que “no existían dos voluntades en Cristo dis­tintas que pudieran chocar entre sí” y que, por lo tanto, era improcedente que atribuyeran a Honorio la herejía para apoyarse en él. A todos estos argumentos, repetidos con posterioridad por muchos, contestaban los herejes que lo correcto era atenerse al texto mismo de las cartas de Honorio, y no a interpretaciones que calificaban de fan­tásticas y desde luego falsas. Y que dicho texto confesaba expresamente en Cristo una sola voluntad y que, además, en las cartas, el Papa elogiaba y apoyaba la conducta del patriarca Sergio, caudillo de la herejía, lo cual confirmaba la expresa adhesión del Sumo Pontífice a esas ideas, pues si hubiera discrepado con ellas, habría desautorizado la actividad de Sergio y no la de Sofronio, como implícitamente lo hizo en sus cartas.

Como podrá verse, la argumentación de los herejes para apoyar sus doctrinas en la gran autoridad de Honorio I como Papa y Jefe de la Iglesia, era de tal fuer­za, que estaba causando estragos en las filas de la Santa Iglesia. Comprendiéndolo así el Santo Concilio Ecuméni­co Sexto, Cuarto de Constantinopla, resolvió a cortar por lo sano y, al mismo tiempo que condenaba el monotelismo y definía claramente el dogma de las dos voluntades en Cristo, reconociendo que el Papa Honorio había aceptado las doctrinas de Sergio, lo excomulgó conjuntamente con los patriarcas dirigentes de la herejía, con lo cual ya no pudo ésta, para propagarse y prevalecer, seguir apoyán­dose en la autoridad de dicho Papa.

Esta terrible y enérgica resolución del Santo Concilio, tuvo por consecuencia salvar a la Santa Iglesia de la herejía que la venía desgarrando desde hacía medio siglo. En esta ocasión, Cristo Nuestro Seriar, había salvado a la Iglesia de un colapso por medios extraordinarios, mediante la santa rebelión de simples monjes, como San Sofronio, contra la alta jerarquía eclesiástica claudicante y contra las componendas del Papa Honorio con los herejes. Pero había de salvarla muchos años después por los medios normales y ordinarios, es decir, mediante la asistencia del Espíritu Santo a los Papas que lo sucedieran y al Santo Concilio Ecuménico de Constantinopla que, haciendo suya la bandera de la ortodoxia enarbolada por los monjes, logró un triunfo definitivo, salvando una vez más a la Santa Iglesia de las asechanzas del demonio, en este caso disfrazado con piel de oveja y escondido en un desmedido y supuesto celo por la unidad de los cristianos, unidad por la que hay que luchar siempre con vigor y per­severancia pero con medios lícitos, y nunca a costa de rea­lizar transacciones que constituyan una adulteración de la Divina Revelación, que jamás podrá ser modificada por los hombres, por más alta que sea su jerarquía eclesiás­tica.

Ni San Pedro ni los demás apóstoles tenían potestad para falsificar las enseñanzas de Cristo, ni mucho menos sus sucesores los Papas y los obispos. El Papa Honorio. I transigió con los herejes, que según el lenguaje nuevo lla­maríamos ahora “hermanos separados”, con el noble fin no sólo de lograr la unidad de la Santa Iglesia, sino de evitar, al lograrla, que la invasión musulmana conquistara tierras cristianas. Pero con sus transacciones lesivas a la ortodoxia favoreció un cisma de mayores proporciones, cu­yas consecuencias fatales fueron debilitar tanto al Impe­rio Bizantino que los mahometanos pudieron fácilmente conquistar sus extensas provincias africanas, que se perdieron así para la cristianidad, verdadera catástrofe que Dios permitió, según lo afirmaron muchos en esos tiem­pos, como castigo divino por la claudicación del Papa, del emperador, del patriarca de Constantinopla, de varios concilios y de la casi totalidad del episcopado de Oriente.

Que sirva esto de ejemplo a todos aquellos que, indu­cidos por los agentes de la Sinagoga de Satanás en el clero, o por otros instrumentos del demonio pretenden, en la ac­tualidad, con el pretexto de lograr la ansiada unidad de los cristianos, destruir la ortodoxia y desquiciar el bloque sólido y monolítico que mantiene la Iglesia Católica.

El emperador bizantino, Constantino IV, aunque tam­bién se inclinaba a la herejía monotelita, ante la espan­tosa catástrofe e indudablemente inspirado por Dios, propuso al Papa Domno la celebración de un concilio para po­ner fin al doloroso conflicto. Pero muerto éste, repitió la invitación al nuevo Papa electo, Agatón (678-681), quién, inspirado por Dios, la recibió como idea salvadora, proce­diendo junto con el emperador y el patriarca hereje de Constantinopla, a hacer los preparativos para suavizar as-perezas. Dispuso la celebración de varios concilios regio­nales y se llevaron a cabo diálogos constructivos (distin­tos, desde luego, de los que ahora quiere imponer la Sina­goga de Satanás a la Santa Iglesia) todo quedó Cristo para la celebración de un Concilio Ecuménico.

El Papa Agatón cedió en cosas secundarias que no afectaban a la ortodoxia, como aceptar que el Santo Concilio Ecuménico se celebrara precisamente en Constantino­pla, sede de la herejía, y en la diócesis del patriarca ca­beza de la misma, pero, en cambio, se mantuvo firme en lo relativo al dogma y a la ortodoxia, que es lo que procede hacerse siempre en estos casos.

En uno de los concilios previos, celebrado en Roma (680), tomó el Papa Agatón —como caudillo natural de la Santa Iglesia y de su ortodoxia, asistido por el Espíritu Santo— todas las precauciones adecuadas para salvar los principios básicos de la fe, haciendo que quienes estaban en la buena doctrina se unificaran y redactaran una fór­mula de fe precisa, definitiva, que no diera motivo en el futuro a dudas o controversias, y en la cual se reconocía con toda claridad el dogma de las dos voluntades y dos operaciones en Cristo, la divina y la humana, que no pue­den oponerse ni contradecirse, estando sujeta en todo la humana a la divina.

Continuaron después los diálogos con los jerarcas ecle­siásticos herejes, para atraerlos a la ortodoxia, pero no un diálogo como el que pretenden imponer ahora ciertos clérigos al servicio del judaísmo para que se claudique de principios básicos de la fe, principios enseñados por las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia, fuen­tes ambas de la Divina Revelación. Los proyectos de la Sinagoga son tan perversos y tan audaces a este respecto, que no dudamos que algún día se afirme lícito el diálogo con el mismo demonio.

El Santo Concilio Ecuménico Sexto, Cuarto de Cons­tantinopla, se reunió en el palacio del propio emperador, en la sala imperial llamada Trulo, razón por la cual a tra­vés de la historia se lo conoce, como Concilio Trulano Pri­mero. En él se ratificó, después de enconadas discusiones, el dogma de las dos voluntades y las dos operaciones en Cristo; luego se procedió a la condenación de la herejía monotelita y de las principales cabezas de ella, que fueron excomulgadas. El Papa Honorio I fue incluido entre los herejes, condenado y excomulgado. En cambio, humildes frailes como el propio San Sofronio y San Máximo, que desobedecieron las órdenes de dicho Papa y en santa rebe­lión lucharon contra ellas, encabezando en los momentos más críticos la lucha en defensa de la ortodoxia, fueron con posterioridad canonizados por la Santa Iglesia como santos, aunque, durante su vida, algunos sufrieron terri­bles condenaciones, excomuniones y hasta violencia física por parte de muy altos dignatarios eclesiásticos[13] que acaudillaban la herejía.

Tales dignatarios eclesiásticos, haciendo sentir el peso de su jerarquía y su autoridad religiosa, diciéndose portavoces de la Santa Iglesia y de la verdadera doctrina de Cristo, acusaban de insubordinación, rebeldía, desga­rramiento de la unidad de la Iglesia y hasta de herejía a los defensores de la ortodoxia, a esos santos del catolicis­mo que comprendieron que, a pesar de que la obediencia al Papa, a sus segundos en jerarquía (entonces los pa­triarcas), a los concilios y, en general, a la Jerarquía de la Iglesia, es un principio establecido por Cristo, que debe sostenerse a toda costa, como regla general no puede tener aplicación en los casos en que el Papa, los concilios y la jerarquía eclesiástica dejando de cumplir la misión para la que fueron investidos, y traicionando a Cristo Nuestro Señor, se aparten de la verdadera doctrina del Divino Maestro o la falsifiquen, ya que la potestad que dio Cristo a los Papas y a los prelados, de atar y desatar, se la dio para que enseñaran su divina doctrina y no para que enseñaran doctrinas falsas. Para enseñar falsas doctrinas y tratar de imponerlas, carecen de toda autoridad el Papa, los concilios y las jerarquías de la Iglesia, sobre clérigos y seglares.

El hecho histórico innegable, que la Santa Iglesia haya canonizado como santos a los que, con dichos y con hechos, han sostenido este básico principio, confirma la veracidad de esta tesis, reafirmada también con hechos históricos igualmente innegables, de que estos santos, re­beldes contra la traición o la herejía de los jerarcas ecle­siásticos, han sido quienes han salvado a la Santa Iglesia del desastre en diversas ocasiones.

El texto en latín de la condenación del Papa, que obra en las actas del Santo Concilio, es literalmente el siguien­te: “Anathematizari praevidimus et Honorium… eo quod invenimus per scripta quae ab eo facta sunt ad Sergium, quia omnibus eius mentem secutus est et impia dogmata confirmavit”. (Llegamos a la conclusión de anatematizar también a Honorio […] porque encontramos que en los escritos que escribió a Sergio siguió en todo la mente de éste, y confirmó sus impíos dogmas). En otras palabras, al afirmar el Concilio Ecuménico que el Papa Honorio I era excomulgado por seguir las doctrinas del heresiarca Sergio, lo excomulgaba claramente por herejía, por esa misma herejía de Sergio, que era a su vez condenada por el mencionado sínodo universal.

En esos días falleció el Papa Agatón y fue electo pa­ra sucederle San León II, quien solicitó del emperador en la forma acostumbrada la confirmación de su nombramiento y la autorización para ser consagrado, hecho lo cual revisó las actas del Concilio Ecuménico y les dio su aprobación. En lo relativo a la excomunión de Honorio, la confirmó también, dando como razón “que había per­mitido que fuese manchada esta Sede Apostólica y la Fe inmaculada, con una traición profana” (“hanc apostoli­cam Sedem profana proditione inmaculatam fidem macu­lari permisit”).

Igualmente el Papa San León, en carta dirigida al emperador Constantino Pogonato, al informarle que había aprobado las cartas del Concilio Ecuménico le decía : “Ex-comulgamos asimismo a esos inventores de un nuevo dog­ma, Teodoro de Faran, Ciro de Alejandría, Sergio, Pablo, Pedro, intrusos más que obispos de la Iglesia de Constan­tinopla, e igualmente a Honorio, quién en vez de purificar a esta Iglesia Apostólica, se esforzó, por una traición sa­crílega en destruir la fe inmaculada”[14].

Terrible precedente de excomunión sentado por un Santo Concilio Ecuménico, con la aprobación del Sumo Pontífice, canonizado santo, para aquellos Papas que, en lo sucesivo, siguiendo los pasos de Honorio I, “se esfuercen, por una traición sacrílega, en destruir la fe inmaculada”, según las palabras textuales del Papa San León, quien no solamente condenó tales hechos en Honorio, sino también su Iglesia, destinada a enseñar la doctrina de Cristo y preservarla de falsificaciones. Si los obispos sucesores de los apóstoles, o si los Papas sucesores de Pedro, faltan a sus obligaciones de enseñar y mantener pura la Doctrina de Cristo, traicionan al Divino Maestro y pierden la razón de su investidura como tales. La traición a la Iglesia o la simple negligencia frente a ataques o falsificaciones de la Doctrina de Cristo, es decir, de la Divina Revelación, si en un seglar es de graves consecuencias, en un obispo, por su autoridad eclesiástica, puede causar a la Iglesia y a los fieles mayor daño y, en un Papa, puede causar daños catastróficos a toda la Santa Iglesia y a todos sus fieles.

Así lo comprendieron tanto el Santo Concilio Ecuménico VI de Constantinopla, como el Papa San León II, y por ello quisieron dejar sentado un precedente claro, del castigo que espera a los Papas que traicionen a la fe in­maculada o la perjudiquen con su simple negligencia en combatir la herejía. Y se quiso dar tanta autoridad y fuerza a este precedente que, durante siglos, diversos Pa­pas confirmaron la excomunión de Honorio y la Santa Iglesia la siguió repitiendo en distintas ocasiones[15] para recordar a Papas, a obispos y cristianos, el grave pecado que comete un Papa, si con su simple negligencia fomenta los avances de la herejía.

Fue tanto el celo de la Santa Iglesia en perseverar el recuerdo de todo esto, que se insertó en el “Liber Diur­nus” los siguientes términos: “Excomulgamos a Honorio debido a que, por su negligencia, fomentó el crecimiento de las falsas afirmaciones de los herejes”. En esta forma dejó sentado la Santa Iglesia que la tradición o la simple negligencia de un Papa en combatir la herejía, justifican su excomunión, y, por lo tanto, su derrocamiento como Papa, ya que si tal Papa ha sido excomulgado y arrojado del seno de la Santa Iglesia, no puede seguir siendo Papa.

El decreto del Santo Concilio Ecuménico VI de Cons­tantinopla, aprobado en el sentido acabado de mencionar, por el Papa entonces reinante, San León II, dieron a esta definición doctrinal el carácter de infalible, porque ese Santo Concilio no fue convocado como el actual Concilio Vaticano II, como simplemente pastoral[16]sino que fue con­vocado expresamente para definir dogma, y poner fin así a una desgarradora herejía. Además la excomunión de Honorio I, por las razones dichas, fue confirmada por varios Papas, como antes dijimos. Negar validez a esta tesis sería tanto como negar la infalibilidad del Papa San León, de los Papas que confirmaron la mencionada exco­munión, y del Santo Concilio Ecuménico VI de Constan­tinopla, aprobado en el sentido dicho por el referido Papa. Sería, en una palabra, negar la infalibilidad pontificia re-conocida y definida en el Santo Concilio Vaticano I.

Desgraciadamente la excomunión del Papa Honorio I por un Concilio Ecuménico y por el Papa San León, fue usada sofisticadamente con posterioridad por los enemi­gos del Papa y también por los enemigos de la infalibili­dad pontificia, en el Concilio Vaticano I. Pero ambos usos carecen por completo de justificación. Utilizar la traición y los errores de Honorio y su excomunión, para atacar el Primado de Pedro de sus sucesores es absurdo, ya que Cristo Nuestro Señor conociendo lo que sucedería en el futuro, quiso visiblemente prevenirnos a todos contra es­tas situaciones, permitiendo que el apóstol San Pedro lo traicionara negándolo tres veces antes de cantar el gallo, y dejándolo después de su arrepentimiento y reparación de su falta, como cabeza de su Iglesia“[17]Esto demuestra que Cristo Nuestro Señor quiso, expresamente, enseñarnos que los Papas tendrían caídas y fallas personales pero que, a pesar de ello, deseaba mantener el Primado de Pe­dro y de sus sucesores. Es, pues, absurdo utilizar lo ocu­rrido con Honorio I, como argumento para negar la Je­fatura Suprema del Papado sobre la Santa Iglesia.

Y en lo que se refiere al uso del caso del Papa Ho­norio para atacar la infalibilidad pontificia, es evidente que, aún en el caso de que —como lo afirmó el Santo Concilio Ecuménico citado– Honorio hubiese seguido las doctrinas heréticas de Sergio y hubiese incurrido en he­rejía, el texto de las cartas que sirvieron para probarlo demuestra que en ellas el Papa no hizo definición dogmática ex-cátedra, sino que se trató de un simple error per­sonal, que por lo mismo no afecta la infalibilidad papal, opinión esta que han sostenido insignes teólogos de la Santa Iglesia[18].

APÉNDICE

CUESTIÓN DEL PAPA HONORIO[19]

Como el Papa Honorio en su conducta impuso silencio a los defensores de la ortodoxia y dio, al menos aparentemente, la razón a Sergio y a sus partidarios, se .supone que erró dogmáticamente, por lo cual no se puede decir que ‘el Papa sea infalible. Este argu­mento lo han esgrimido y lo siguen esgrimiendo hasta nuestras días todos los enemigos del Pontificado, y es bien conocido que, cuando se discutió en el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad pon­tificia, la cuestión del papa Honorio fue una de las más agitadas y de las que proporcionaron armas constantemente a los impugnadores de la definición de este dogma.

Ahora bien, ¿qué solución cabe dar a este enmarañado pro­blema? Algunos apologistas, sobradamente expeditivos, han queri­do resolverlo negando a estas cartas el carácter de documentos dog­máticos o ex cathedra. Según esta solución, como la infalibilidad pontificia sólo se extiende a los documentos emanados ex cathedra, no pueden estas cartas ofrecer dificultad ninguna al dogma. Aunque contuvieran algún error, éste sería muy de lamentar en un papa, más sería puramente error personal, un error privado, sin consecuencias para la infalibilidad pontificia.

Pero esta solución no puede admitirse. La razón que suele darse para quitar el carácter ex cathedra a estas cartas es que van dirigidas sólo a Sergio o que no contienen anatema ninguno y dan solamente normas prácticas de conducta, como es el silencio impuesto sobre aquellas discusiones. Este argumento resulta en verdad inconsistente, y, si bien se advierte, echaría abajo una buena parte del magisterio eclesiástico pontificio primitivo. Para que se pueda decir que el Papa habla ex cathedra, no es necesario que emplee un tipo especial de documentos, ya se llamen bulas, ya encíclicas, privilegios o decretos, en los que con toda solemnidad defina alguna verdad revelada. Lo importante es que hable como papa y maestro de la Verdad, determinando con autoridad suprema algún punto referente al depósito de la fe. Aunque esta enseñanza la publique en forma de carta, breve o rescripto, no deja de tener el carácter de documento ex cathedra.

Si no se admite este principio, deberíamos decir que la Epís­tola dogmática de San León a Flaviano, por ejemplo, no tiene ca­rácter dogmático. Evidentemente, detrás de Flaviano, a quien se dirige la carta, veía San León a toda la Iglesia, como detrás de San Cirilo veía el papa Ceferino a todos los fieles, y, en nuestro caso, el papa Honorio, al dirigirse a Sergio y Sofronio, enseñaba a toda la Iglesia. Por lo demás, no se trataba en nuestro caso úni­camente de cuestiones prácticas o disciplinares, sino que se debatía un punto dogmático de importancia fundamental en la doctrina cris­tológica. Así lo entendían de hecho todos los que intervinieron en la discusión.

Solución de la cuestión del papa Honorio

Descartada, pues, esta solución y partiendo de la base de que las dos cartas de Honorio son documentos doctrinales y, en tales condiciones, que deben ser consideradas como declaraciones ex ca­thedra, debemos afirmar que no contienen error ninguno dogmáti­co. Por consiguiente, no ofrecen dificultad ninguna contra la infa­libilidad pontificia. Lo único que debemos conceder es que el papa Honorio no estuvo acertado en el modo como resolvió el asunto, al imponer silencio a las dos partes. Fue un error de táctica, de graves consecuencias para la Iglesia, pero no un error doctrinal, que es lo único que comprometería la infalibilidad.

Efectivamente, la expresión “unde et unam voluntatem fate­mur Domini nostri Iesu Christi” y otras semejantes que se emplean, si se estudia bien el contexto, se refieren a la unidad moral de las dos voluntades de Cristo, no a la unidad física, que es lo que de­fendían los monoteletas. Ciertamente era una expresión que engen­draba confusión; pero el sentido que tenía en la mente de Honorio era plenamente ortodoxo: unidad moral. Por esto habla de un único operante, de dos naturalezas unidas en un solo Cristo; dos naturalezas que obran lo que les es propio sin confusión ni separación, pero en unidad moral perfecta. Todo esto, que es doctrina expre­sada por Honorio en sus cartas, no es otra cosa que el dogma or­todoxo católico. El que Sergio y sus secuaces interpretaran en favor suyo la expresión de única voluntad en Cristo, como si Honorio defendiera una sola voluntad física, no debe inducirnos a error. También en otro tiempo los adversarios de San Cirilo, los nestoria­nos, interpretaban algunas expresiones de sus anatematismos como si fuera partidario del monofisitismo, y, en realidad, sus palabras daban pie para esta sospecha; pero, si se atiende al conjunto de su doctrina, aparece claramente que no contienen ningún error.

No de otra manera opinaban sobre el sentir del papa Honorio los prohombres de la causa católica que intervinieron en estas dis­cusiones. Todos ellos lo presentaban como autoridad en favor de sus ideas contra los monoteletas, sin temor de que nadie los con­tradijera. Así, el más insigne de todos, San Máximo Confesor, afirmaba que, en las conocidas cartas, Honorio solamente había querido “explicar que jamás de ninguna manera la naturaleza hermana, concebida virginalmente, fue de hecho arrastrada por la voluntad de la carne”; es decir, que únicamente quiere salvar la unidad moral de las dos voluntades. Precisamente esta argumen­tación era la que más fuerza daba a San Máximo en sus encarni­zadas luchas contra los monoteletas, como se verá después. Por otra parte, él, contemporáneo de los acontecimientos, podía estar muy bien enterado del verdadero sentido de las palabras del papa Honorio, tanto más cuanto que nadie le contradijo de hecho en todo este razonamiento.

Del mismo parecer era el abad romano Juan, quien se supone haber redactado la primera carta. Pero, sea de esto lo que se quie­ra, el hecho es que, según él atestigua, el papa Honorio únicamente defendía una voluntad moral, no una sola voluntad física.

A la misma conclusión llegaríamos si consideramos la manera como más tarde se condenó al papa Honorio. En todas las fórmu­las de condenación y anatema contra él no se le atribuía ningún error dogmático ni se afirmaba que hubiera defendido ninguna he­rejía, sino únicamente que había sido negligente en el desempeño de su oficio y que no había sido bastante enérgico, fomentando con su descuido la herejía.

En realidad, pues, esta es la verdad en la cuestión del papa Honorio. Con una sólida argumentación histórica y a basa de docu­mentos convincentes, se puede probar que no erró dogmáticamente ni enseñó ningún error ex cathedra.

En cambio, no puede librarse al papa Honorio de una conducta desacertada y verdaderamente dañina a la causa católica. Se dejó prender demasiado fácilmente en las redes de Sergio, como en otro tiempo el papa Zósimo en las de Pelagio y Celestio. Creyó con demasiada facilidad en las falacias de este hombre astuto, por lo cual tomó aquella medida desacertada de imponer silencio a los defensores de la verdadera causa. Este sistema no podía favorecer más que al error, el cual podía de este modo extenderse sin que nadie se le opusiera, y esto por obra del que debía haberle cortado los pasos. La obligación del vigilante supremo de la Iglesia ha sido siempre imponer silencio al que compromete la verdad, no a los que la defienden. Si hubieran seguido esta misma norma, el papa Julio I (337-352) hubiera impuesto silencio a San Atanasio en su campaña contra los errores arrianos, y Celestino I (422-432) a San Cirilo contra los nestorianos. La gran falta de Honorio con­sistió en dejarse alucinar por Sergio y juzgar toda aquella contienda como cuestión de palabra, ordenando, en consecuencia, guar­dar silencio a los defensores de la fe y dando con ello ocasión a que se propagara el error. En este sentido deben entenderse todas las condenaciones subsiguientes de este Papa.

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En los talleres gráficos de

Domingo E. Taladriz,

San Juan 3875, Buenos Aires,

El 17 de noviembre de 1970

[1] La palabra “excomulgado” que utiliza el autor habría que reemplazarla por “anatematizado” (que es la palabra griega y su equivalente latino usada en los documentos citados en este libro). La primera tiene, modernamente, un sentido jurídico, como pena o castigo ante un pecado muy grave, como la herejía o el aborto, y que puede incluir la expulsión de la Iglesia, o no; pero la segunda se refiere a la condena (no necesariamente jurídica) de una persona, a causa de una falta muy grave, y por lo tanto no necesariamente hay que considerarlo excomulgado. (Nota del editor).

[2] Bajo tu gobierno ha sido vencida la perfidia judía, así haces uno al piadoso rebaño del Señor.

[3] Los persas han sufrido a su vez la traición de la quinta columna, judía, en beneficio de otros estados, cristianos o musulma­nes, cuando al judaísmo le ha convenido perjudicar a los persas. De ello tiene, también, dolorosa experiencia esta noble y milenaria nación.

[4] Hay varias palabras griegas que se utilizan en toda esta problemática del monotelismo: dos voluntades (du,o qelh,seij), dos operaciones o acciones (du,o evne,rgeiaj), que el autor no termina de explicar bien; Cfr. los textos del Concilio Constantinopolitano II, Dz. 289 ss. (Nota del editor).

[5] Jules Pargoire, L’Eglise byzantine de 527 a 847. Edic, París. Págs. 55 y sigs.

[6] Karl J. Hefele – Leclerq, Histoire des conciles, t. III, págs. 343 y sigs.; Mansi, edición de “Annales Ecclesiastici”, de Baronius, t. XI, págs. 533 y sigs. ; José Tixeront (1856-1925). Decano que fue de la Universidad Católica de Lyon, Histoire des dogmes dans l’antiquité chrétienne, t. III, págs. 167 y sigs.

[7] El Concilio Ecuménico, como era costumbre en esos casos, examinó antes de entrar en el fondo del asunto, si la carta de re­ferencia era auténtica, y si no contenía interpolaciones, habiendo dictaminado el Santo Concilio que el documento era fidedigno. Es por ello que hacemos alusión aquí a tan importante documento, y no lo hicimos en el caso de las cuatro cartas dirigidas por el Papa Liberio a los obispos arrianos que, aunque parecen ser suscriptas en realidad por él, se ha dicho por muchos que fueron interpoladas en parte por los herejes arrianos, asunto éste que ha sido objeto de gran controversia. Nosotros, siguiendo con todo escrúpulo nues­tra norma de no presentar en esta obra como pruebas documentos de autenticidad discutida, nos abstuvimos de presentar en su opor­tunidad las cuatro cartas del Papa Liberio y, en cambio, sí, lo ha­cemos con las de Honorio, por haberlas considerado el Concilio Ecuménico citado como auténticas.

[8] Liber Pontificalis, t. I, págs. 323 y sigs.; Abate Migne, Patrologiae Cursus Completus (Latina). Omnium SS. Patrum, doctorum scriptorumque eclesiasticorum…, etc., t. 80, págs. 469 y sigs.; Mansi, ob. cit., t. 11, pág. 537; Chapmann, The condamna­tion of Pope Honorius. London 1907.

[9] Carta sinódica del Concilio ya mencionado convocado por San Sofronio.

[10] Hefele-Leclerq, obra citada, tomo III, pág. 376 y sigs.; Mansi, obra citada, tomo IX, pág. 579.

[11] Algunos afirman que sólo fue un legado.

[12] Escritos de la época dicen que el asesino no pudo consumar el asesinato, porque quedó ciego repentinamente.

[13] Para que los lectores puedan comprender la alta jerarquía eclesiástica de los jefes de esta herejía, aclaramos que los patriar­cas ocupaban en esa época, el segundo grado en jerarquía después del Papa, teniendo facultades hasta de ordenar obispos en su juris­dicción, estando desde luego por encima de dichos obispos y hasta de los metropolitanos (equivalentes en muchos aspectos a los actua­les arzobispos, pero con el carácter de verdaderos primados y con facultades para consagrar los obispos de su jurisdicción). En los tiempos de la herejía monotelita, la Iglesia se dividía en cinco patriarcados con jurisdicción y funciones efectivas; el de Roma, primero en jerarquía, ocupado por el Papa, a su vez obispo de Ro­ma; el de Constantinopla, segundo en jerarquía; el de Alejandría, tercero en jerarquía y que había sido el segundo antes de que Cons­tantinopla lo substituyese en ese rango; el de Antioquía, cuarto en jerarquía, y el de Jerusalén. En esos cinco patriarcados de la Iglesia la herejía era acaudillada por el segundo, el tercero y el cuarto en jerarquía después del Papa y, para colmo de males, este último se doblegó ante los herejes, en la forma ya narrada. Mucho fue el valor y la energía de esos santos que se atrevieron a rebe­larse contra la más alta jerarquía de la Iglesia, para salvar la ortodoxia.

[14] Papa San León II, Carta dirigida al Emperador Constantino Pogonato. Las terribles palabras del Papa San León, expre­sando que Honorio “se esforzó, por una traición sacrílega, en des­truir la Fe inmaculada”, sirven de base a muchos para asegurar que el Papa San León también excomulgó COMO HEREJE a Ho­norio I, además de excomulgarlo COMO FAUTOR DE HEREJES, y por su SIMPLE NEGLIGENCIA en combatir a la herejía; en cambio otros han sostenido, sobre todo los modernos, desde el Concilio Vaticano I, que el Papa San León II, ratificó la excomunión lanzada contra Honorio por el Concilio, SOLAMENTE por haber sido FAUTOR DE LA HEREJÍA y por su NEGLIGENCIA EN COMBATIRLA. Nosotros, obrando con extrema cautela en este caso, nos adherimos a esta segunda opinión.

[15] Kirsch-Hergenrötter, Kichergeschichte, t. I, edición 1930, págs. 687 y sigs. Ver especialmente notas 159 y 160.

[16] En realidad, todos los Concilios tienen su parte doctrinal o dogmática, y su parte disciplinar o pastoral. (Nota del editor).

[17] Entre la traición de Judas y la de San Pedro, hay una distancia enorme. Por ello San Pedro pudo conservar su jerarquía apostólica, mientras Judas la perdió definitivamente.

[18] En su Historia de la Iglesia Católica, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1950, t. I, pág. 811, Bernardino Llorca defiende otra opinión, que podrá leer el lector en Apéndice, que creemos asi­mismo aceptable.

[19] Acerca de esta cuestión, además de las obras generales, véanse: CHAPMANN, DOM, The condamnation of pope Honorius (L.;1907); PLA­NET, W., Die Honoriusfrage auf dem Vatik. Konzil (1912); GRISAR, artíc. Honorius, en Kirchenlex; CABROL., artíc. Honorius, en “Dict. Apol.”; AMANN, artíc. Honorius, en Dict. Th. Cath.

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