Una “cercanía” que aleja del Amor

Siempre aprendimos y profesamos que la caridad es la virtud sobrenatural por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Esta es una maravillosa verdad simple y eterna.

Claro está que definición tan sucinta tiene consecuencias inmensas, porque el desarrollo del amor es tan difusivo como lo es el mismo Dios que “es amor” (1 Juan 4, 8).

Las verdades de la fe y sus reflejos en la vida cristiana deben guardar toda su transparencia, so pena de que el desorden de nuestra naturaleza herida por el pecado transforme progresivamente la doctrina y la praxis cristiana en ideologías y/o en altruismo.

Toca a los pastores, y, por antonomasia, al pastor supremo, custodiar el tesoro de la revelación, de la tradición y del magisterio, para después trasmitirlo a los fieles y formarlos en la vida cristiana.

Es por eso que lo que escribía o decía el Obispo de Roma –así era hasta que comenzó el pontificado actual– tenía una precisión a toda prueba. Encantaba ver no solo la doctrina que se enseñaba en los pronunciamientos papales sino también la seriedad con que eran vehiculados. Era un descanso para el espíritu y un estímulo, suave y fuerte a la vez, para testimoniar la enseñanza que se nos daba.

En los días que corren, a tono con la mentalidad en boga, ya no es así. Supuestamente, con el pretexto de ser directo y simple para poder llegar mejor a las personas, se sacrifica “el esplendor de la verdad” (título de la famosa encíclica de Juan Pablo II), de esa verdad que ya no se enseña como es. Así, los compromisos consecuentes en relación a Dios y al prójimo ya no se asumen con integridad y un sentimentalismo mundano, que puede llegar a arrancar lágrimas pero no a trasformar corazones, se difunde entre la gente. Los católicos se sorprenden y se distancian de la verdad y los no católicos se aproximan de una “neo-verdad”.

Como ejemplo, veamos esta singularidad:

¿Puede decirse que hay un error formal en esta afirmación de Francisco? Probablemente no. Pero la verdad pide no solo esplendor sino también precisión.

El problema ya comienza con la fuente. No es una encíclica, una exhortación o una bula. Es un tuit. Convengamos que lo que cualquiera utiliza para decir lo que siente o lo que quiere (a menudo se vehiculan tantas sandeces por ese medio), no es lo más propio para un pontífice. Pero, de cualquier forma, a ese medio tan extendido se le podría dar un uso útil e interesante.

Ahora, un error o un simple desliz en un documento oficial serían alarmantes y pasarían a la historia. En un tuit, ¿qué valor darles? Pues el que cada uno quiera. Es la manera desconcertante y “virtual” que tiene Francisco de enseñar.

Asimilar la caridad a la cercanía es tan verdadero… como falso. Es gris, es… bergogliano. Es una aproximación demagógica del don y de la virtud más sagrada: la caridad. Porque ser cercano no especifica ni define el valor moral del acto. Dar una caricia o mirar a los ojos a alguien, es una exterioridad que no siempre es sincera y, consecuentemente, no tiene mérito.

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Por ejemplo, acariciar a un perro que salvó vidas en el reciente terremoto, o a un tigre de un circo en la sala Pablo VI, para una conciencia deformada por el sentimentalismo, es percibido como caridad. Un partido de fútbol amistoso por los damnificados o los refugiados, no es objetivamente un acto de caridad, pero así son llevados a verlo los futbolistas y deportistas que desfilan sin cesar por Santa Marta. Y seguramente se queden con sus conciencias tranquilas por esa aparición que no tiene más valor que el publicitario y demagógico.

También la extraña innovación de lavar los pies en un jueves santo a musulmanes, denota indiscutiblemente una cercanía hacia los seguidores del profeta del Islam, pero ¿es ese gesto, propiamente, un acto de caridad? Si lo hiciera a cardenales o a monaguillos ¿sería menos caritativo?

El “cuidado de la casa común”, que ahora Francisco nos dice que quiere agregar a las tradicionales obras de misericordia (se trata del uso prudente del plástico, del papel, de los residuos, de la energía, usar transporte público… etc.), también sería caridad y cercanía a la creación y a los demás. ¿Aunque no se lo haga por amor de Dios? Este punto es importante porque determina lo que es o no es caridad. Su llamada “revolución de la ternura” que lo lleva a abrazar y a besar a miles, ¿se confunde con la caridad cristiana? Parece que, en su manera de ver, sí.

Esta percepción deja sobreentendido que exhortar con valentía y contra-corriente, censurar los males del tiempo o excomulgar cuando es necesario, cosas que siempre han hecho los Papas, es contrario a la caridad y a la cercanía…

¿Cómo es eso de “hacerse cercano a las periferias de los hombres y las mujeres que nos encontramos todos los días”? La cosa no está nada clara. Se diría que esos hombres y mujeres no son cercanos, están en las periferias, por eso hay que acercarse a ellos. Pero luego agrega “que nos encontramos todos los días”. Entonces son a la vez periféricos y cotidianos, lejanos y cercanos… Esto es un enigma que ni el rey Salomón con toda su legendaria sabiduría resolvería.

Un inocente tuit que, según se publica, es leído por millones de “seguidores” puede ser tan venenoso, por lo sutil y sibilino, como las 95 tesis de Lutero clavadas en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg.

En fin, estas intervenciones no son nuevas. Llevamos ya más de tres pesados años presenciándolas.

Veamos otro ejemplo significativo del pensamiento gris, flexible e incompleto de Francisco de hace un año: predicando en Santa Marta inducía a los fieles a la impenitencia:

“¡Dios no puede no amar! Ésta es nuestra seguridad. Yo puedo rechazar ese amor, puedo rechazar como rechazó el buen ladrón, hasta el final de su vida. Pero, allí lo esperaba ese amor. El más malo, el más blasfemador es amado por Dios, con una ternura de padre, de papá. Y, como dice Pablo, como dice el Evangelio, como dice Jesús: ‘Como una clueca con sus polluelos’. Y Dios el Poderoso, el Creador puede hacer todo: ¡Dios llora! En este llanto de Jesús sobre Jerusalén, en esas lágrimas, está todo el amor de Dios. Dios llora por mí, cuando me alejo; Dios llora por cada uno de nosotros; Dios llora por los malvados, que hacen tantas cosas feas, tanto mal a la humanidad… Espera, no condena, llora. ¿Por qué? ¡Porque ama!”. (Radio Vaticana)

La ternura de Dios es nuestra seguridad. Entonces, estemos tranquilos y seguros. Podemos rechazar el amor como lo rechazó el buen ladrón “hasta el final de su vida”, dice. Pero… ¿y el mal ladrón? ¿Acaso Dios no lo amaba? ¿O el amor de Dios es inútil? ¿El amor para Francisco no pide retribución?

Dios llora cuando me alejo”, sí, pero llora de tristeza, no de alegría. Él nos quiere próximos, íntimos, como el padre de la parábola del hijo pródigo. “Dios llora por los malvados que hacen tantas cosas feas” pero resulta que como no condena, tan solo acaricia con ternura esos corazones llenos de odio y los salva igual.

¿A qué lleva ese discurso sino a la creencia en un Dios bergogliano que acepta el mal y que “no condena”?

Estas afirmaciones (y tantísimas otras como que Cristo fracasó en la cruz, que el pobre Judas de arrepintió, que no existe un Dios católico o que las intervenciones de Martín Lutero no eran equivocadas, que eran inteligentes y que fueron una medicina para la Iglesia) son espantosamente erróneas. Deforman y encadenan a la verdad y a la noción de misericordia confundiendo al pueblo fiel.

Pero, como escribió San Pablo a Timoteo, ¡la verdad no está encadenada…!

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