La Iglesia Católica, fiel al mandato de su divino Maestro de «id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mar.16,15), lleva a cabo desde su fundación una vasta labor misionera con la cual no sólo ha llevado al mundo la Fe sino también la civilización, santificando lugares, pueblos, instituciones y costumbres. Gracias a dicha labor, la Iglesia ha civilizado también los pueblos de las Américas, que estaban inmersos en el paganismo y la barbarie.
La primera misión Jesuita del Canadá entre los pieles rojas iroqueses, dirigida por el padre Carles Lallemant (1587-1674), desembarcó en Quebec en 1625. En 1632 llegó una nueva misión, guiada por el padre Paul le Jeune (1591-1664). El padre Giovanni de Brébeuf (1593-1649) regresó en 1633 con otros dos sacerdotes. De choza en choza, empezaron a instruir en el Catecismo a niños y adultos. Pero algunos hechiceros convencieron a los indios de que la presencia de los padres atraía sequías, epidemias y otras calamidades. Entonces los jesuitas decidieron proteger a los catecúmenos aislándolos en poblaciones cristianas. La primera se construyó a cuatro millas de Quebec. Constaba de fortín, capilla, viviendas, hospital y una residencia para los padres.
Contemporáneamente, algunos voluntarios se ofrecieron a convertir a los indios: Santa María de la Encarnación Guyart Martin (1599-1672), ursulina originaria de Tours, que junto con otras dos religiosas había fundado un internado en Quebec para enseñar a los niños indios; doña Maria Madeleine de la Peltrie (1603-1671), viuda francesa que con algunas hermanas hospitalarias de Dieppe había fundado un hospital, asimismo en Quebec; miembros de la Società di Nostra Signora que con la ayuda del padre sulpiciano Jean Jacques Olier (1608-1657) y de la Compañía del Santo Sacramento fundaron en 1642 Villa María de Montreal, a partir de cual nacería la actual Montreal.
Pero los iroqueses se mostraron irreductiblemente hostiles. Habían mutilado de forma atroz al padre Isacco Jogues (1607-1646) y a su coadjutor René Goupil (1608-1642) y los cubrieron de carbones encendidos. En marzo de 1649 los iroqueses martirizaron a los padres Brébeuf y Gabrielle Lallemant (1610-1649). Atravesaron al padre Brébeuf con barras de hierro candente y le arrancaron trozos de carne que devoraron ante sus ojos. En vista de que el mártir no dejaba de alabar a Dios, le arrancaron los labios y la lengua y le clavaron tizones encendidos en la garganta. El padre Lallemant fue torturado poco después con mayor crueldad aún. Más tarde, un salvaje le destrozó la cabeza con una hoz y le arrancó el corazón, cuya sangre bebió para asimilar su fuerza y valor. En diciembre, una nueva ola de odio feroz dio dos nuevos mártires, los padres Charles Garnier (1605-1649) y Noël Chabanel (1613-1649). Los ocho misioneros jesuitas, conocidos como los Mártires del Canadá, fueron beatificados en 1625 por Benedicto XV y canonizados por Pío XI en 1930.
Estos episodios forman parte de la memoria histórica del Canadá y no se pueden olvidar. Siendo jesuita, el papa Francisco debería conocer esta epopeya, narrada entre otros por su compañero de orden el padre Celestino Testore en su libro Los santos mártires del Canadá, publicado en 1941.
Pero ante todo el Santo Padre debería haber tratado con mayor prudencia el caso del supuesto descubrimiento de fosas comunes en las residencias estudiantiles para indios del Canadá, red de colegios fundada por las autoridades y encomendada principalmente a la Iglesia Católica, aunque también en parte (30%) a la anglicana canadiense, con miras a integrar al alumnado en la cultura nacional, de conformidad con la Ley de Civilización Gradual aprobada por el Parlamento en 1857. En las últimas décadas se ha acusado a la Iglesia Católica de participar en un plan de exterminio cultural de los pueblos aborígenes, cuyos hijos habrían sido arrancados de sus familias para adoctrinarlos y en ocasiones someterlos a tratos abusivos a fin de asimilarlos a la cultura dominante. En junio de 2008, basadas en posturas indigenistas, las autoridades canadienses pidieron perdón oficialmente a los indígenas y crearon una Comisión de Verdad y Reconciliación para los internados de indios.
A pesar de los 71 millones de dólares recibidos, los investigadores de la comisión llevan siete años trabajando sin encontrar tiempo para consultar los archivos de los Oblatos de María Inmaculada, la orden religiosa que a finales del siglo XIX empezó a regentar los internados. Entre tanto, gracias a la información recabada en dichos archivos, el historiador Henri Goulet, en su Histoire des pensionnats indiens catholiques au Québec. Le rôle déterminant des pères oblats (Presses de l’Université de Montréal, 2016), ha demostrado que los oblatos eran los únicos defensores de la lengua y el modo de vida tradicional de los indios del Canadá, a diferencia del Gobierno y la iglesia anglicanos. Esta línea de investigación historiográfica es confirmada por las obras de uno de los mayores estudiosos internaciones de la historia de la religión en el Canadá, el profesor Luca Codignola Bo, de la Universidad de Génova.
De la acusación de genocidio cultural se ha pasado a la genocidio físico. En mayo de 2021, la antropóloga Sarah Beaulieu, tras inspeccionar con georradar los terrenos colindantes al internado de Kamloops, hipotizó la existencia de una fosa común, sin haber realizado excavación alguna. Las afirmaciones de la antropóloga, divulgadas por las grandes medios de difusión y avaladas por el primer ministro Trudeau, han dado lugar a teorías muy variadas, algunas de las cuales afirman que centenares de niños habrían sido asesinados y sepultados subrepticiamente en fosas comunes o tumbas irregulares en terrenos de colegios católicos de todo Canadá.
La noticia carece totalmente de fundamento, dado que no se ha llegado a desenterrar cadáver alguno, como documentó Vik van Brantegem el 22 de febrero pasado en el blog Korayzm.org. El 1º de abril se publicó en el blog UCCR una minuciosa entrevista al historiador Jacques Rouillard, profesor emérito de historia de la Universidad de Montreal, en la que desmiente categóricamente los genocidios cultural y físico de los indígenas canadienses y niega la existencia de fosas comunes en los internados. Está convencido de que por detrás de todo el asunto se oculta un intento de obtener indemnizaciones millonarias. El pasado 11 de enero, el mismo profesor Rouillard publicó un extenso artículo en el portal canadiense Dorchester Review en el que sostiene que en las presuntas fosas comunes no se ha encontrado el cuerpo de ningún menor en sepulturas clandestinas ni en ningún otro enterramiento irregular en el internado de Kamloops. Detrás de los colegios no hay otra cosa que camposantos en los que eran enterrados no sólo los alumnos, sino también gente de la localidad y los propios misioneros. En base a la documentación presentada por Rouillard, entre 1915 y 1964 fallecieron 51 niños. Se ha encontrado documentación sobre la causa de la muerte de 35 de ellos, en su mayor parte por enfermedad y algunos por accidentes. Un nuevo artículo, publicado por el profesor Tom Flanagan y el magistrado Brian Gesbrecht el 1 de marzo pasado en el Dorchester Review corrobora que no existe el menor indicio de que un solo menor haya sido asesinado en los 113 años de historia de los internados católicos. Según los propios datos facilitados por la Comisión para la Verdad y Reconciliación, la tasa de mortalidad entre el alumnado de los internados era en promedio de 4 al año por cada mil, en su mayoría de tuberculosis o de gripe. Parece que al fin se ha autorizado que se lleven a cabo excavaciones en Kamloops pero, como afirma el profesor Rouillard, habría sido mejor hacerlas el otoño pasado para que se conociese la verdad. Así se habría evitado que el papa Francisco fuera a pedir perdón por hipótesis no probadas. Un intelectual canadiense lo expresa con estas palabras: «Parece mentira que un estudio preliminar sobre una presunta fosa común en un huerto haya desatado semejante avalancha de afirmaciones contando con el aval de las autoridades canadienses y que hayan sido reproducidas por medios de todo el mundo. No se trata de un conflicto entre historia oficial e historia indígena oralmente transmitida, sino entre esta última y el sentido común. A estas alturas no se han realizado aún exhumaciones ni se han hallado restos. Una acusación criminal exige pruebas verificables, y más si hace mucho tiempo que murió el autor del delito. Por tanto, es importante que se hagan cuanto antes excavaciones para que la verdad se imponga sobre la fantasía y las emociones. Si lo que se quiere es reconciliación, ¿acaso no es preferible indagar y contar toda la verdad antes de inventar mitos sensacionalistas?»
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)