Abandono de la templanza

Cuando Nuestra Señora se apareció en Fátima en 1917, del 13 de mayo al 13 de octubre, ya el mundo estaba en muy mal estado. El Papa San Pío X en la primera encíclica de su pontificado en 1903, dijo que los días eran tan malos que él pensaba que el Anticristo ya estaba en la tierra:

“Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la humanidad. ¿Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta: “Pues he aquí que quienes se alejan de ti, perecerán” (…) Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo “el hijo de la perdición” de quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario – ésta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol – el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que – aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene – tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren.”[1]

Nuestra Señora de Fátima nos dijo que las guerras son un castigo por el pecado.

I. ¿Por qué el aborto, la drogadicción, la violencia criminal, el divorcio y la perversión sexual están en sus máximos niveles históricos? La crisis de la civilización moderna es ante todo una crisis moral, resultante del abandono de las enseñanzas de la Iglesia, con la consecuente pérdida de sabiduría y de las virtudes cardinales como la templanza, lo cual acarrea desequilibrios de todo tipo: alcohol, drogas, infidelidad conyugal, sexualidad desenfrenada, perversiones sexuales.

Dice San Ignacio en la meditación de «las dos banderas», en sus Ejercicios espirituales, que «nuestro mundo es teatro de una batalla entre el bien y el mal, y en él actúan poderosas fuerzas negativas que causan las dramáticas situaciones de esclavitud espiritual y material. Esas fuerzas se manifiestan hoy de muchas maneras, pero con especial evidencia mediante tendencias culturales que a menudo resultan dominantes, como el subjetivismo, el relativismo, el hedonismo y el materialismo práctico».[2]

En efecto, el hombre moderno se caracteriza por una pronunciada tendencia al hedonismo. La palabra hedonismo viene del griego, edoné, que significa placer. El origen último del hedonismo es de índole filosófica, ya que propiamente el hedonismo es un sistema filosófico, atinente al campo de la moral, que hace consistir el bien en el placer. Según esta manera de ver, el hombre encuentra su felicidad plenaria en el placer, el placer actual, inmediato, sensible. El hombre, según los hedonistas, está sujeto a la soberanía del instante. Interpretada rigurosamente, la moral del hedonismo presupone la superioridad del placer físico sobre el moral, y el principio del egoísmo, mi placer sobre todo. Excluye, asimismo, toda moderación en la búsqueda de la dicha. No importa lo que la moral diga de cada acto; lo importante es el placer que en ellos puede encontrarse.

Resulta evidente que el hombre de nuestro tiempo parece abocado a satisfacer febrilmente su ansia de placeres, sean ellos honestos o no.

Marcel de Corte ha contrastado dicha actitud con la del hombre tradicional. Cuando la moral era reconocida socialmente, traduciéndose en costumbres sanas, fundadas en el deber cotidiano, el atractivo del placer y el temor del dolor, que se experimentaban, por cierto, como en todas las épocas, no determinaban el comportamiento de la gente, y si en algunos casos ello sucedía, era considerado como una falencia del que así se comportaba.

Un síntoma de este desenfreno hedonístico lo constituye la erradicación del pudor, que es la atmósfera protectora del sexo. Nuestra época se caracteriza por la creciente desaparición del pudor en todos sus niveles.[3]

Es que nuestra sociedad materializada, sedienta de placeres aunque se consigan contra la Ley de Dios, tiene su propia filosofía, sus fórmulas prácticas de vida, quien las acepte y trate de cumplirlas será enemigo declarado de Jesús y pondrá en peligro su salvación.

Y, ¿cuáles son esas fórmulas del mundo dignas de reprobación? Constituyen la norma pasional de vida de muchos, aún cristianos. Algunos ejemplos: 1) goza cuanto puedas de todo, ya que la vida es muy corta. 2) Felices los ricos ya que ellos pueden conseguir todos los deleites que hacen dichosos a los hombres; 3) la juventud tiene sus derechos y sus exigencias, y no se deben coartar, ya que luego le llegará la ancianidad en la que no podrá  gozar de nada; 4) lo principal es el negocio, la abundancia, el triunfo en la sociedad; lo que vendrá después poco importa; 5) ya tendrás tiempo de pensar en el cielo y en el infierno, ahora no te molestes con esas monsergas.

Éstas y otras fórmulas similares racionalistas son el motor de la mayoría de las almas, y con las fórmulas, las burlas contra la Iglesia, la piedad y la vida religiosa; los escándalos de personas públicas que viven en contradicción con su fe; las bajas pasiones desatadas como canes e incitadas a través de los medios de comunicación social; los chistes contra las personas sagradas y contra quienes desean vivir el Evangelio con integridad; los insultos a Dios y a las realidades sagradas que aparecen en anuncios y publicaciones.

Esa es la mundanidad, el espíritu del mundo, como enemigo del hombre: el ambiente humano, el clima de corrupción, la impiedad y la irreligión cabalgantes entre nosotros, la mofa contra lo sagrado. Un ambiente que desorienta a la persona, que lo corrompe con su mal ejemplo, y que obliga a muchos a abandonar su fe ante la risotada del mundo.

II. «Dos nociones concebidas como valores metafísicos expresan bien el espíritu de la Revolución: igualdad absoluta, libertad completa. Y dos son las pasiones que más la sirven: el orgullo y la sensualidad.

Al referirnos a las pasiones, conviene esclarecer el sentido en que tomamos el vocablo en este trabajo. Para mayor brevedad, conformándonos con el uso de varios autores espirituales, siempre que hablamos de las pasiones como fautoras de la Revolución, nos referimos a las pasiones desordenadas. Y, de acuerdo con el lenguaje corriente, incluimos en las pasiones desordenadas todos los impulsos al pecado existentes en el hombre como consecuencia de la triple concupiscencia: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (cfr. I Jo. 2, 16)».[4]

El orgullo nos lleva a odiar toda autoridad, toda superioridad y toda diferencia. El igualitarismo absoluto, que hiciese desaparecer hasta las disparidades de sexo, sería lo único que satisfaría nuestro amor propio.

La sensualidad, para satisfacer toda su voluptuosidad y caprichos, exige la libertad sin límites. La espontaneidad de la lujuria traería al hombre su total liberación y la máxima felicidad que puede alcanzar.

«Las pasiones más irracionales son sabiduría y razón». «Allí el hombre está finalmente en armonía con su naturaleza». Es la Locura del deseo, propuesta por Michel Foucault, el autor más aclamado por la ideología de género.

Todo límite u orden a la pasión de la carne y al egoísmo es una tiranía insoportable.[5]

III. Uno de los efectos liberadores de la religión cristiana ha sido la promoción de la templanza y el acortamiento de la intemperancia. La intemperancia parece ser uno de los síntomas más claros de la debilidad de la naturaleza humana. Opuesta a ella la templanza es la virtud del sabio y el libre. La necesidad de autodominio o disciplina personal como una condición de templanza es central en el estilo de vida cristiana. Con el desarrollo del consumismo y la auto-indulgencia, el ascetismo cristiano es rechazado en la jerarquía de valores personales populares y en las normas. Esto, a su vez, ha minado la fuerza moral de las personas, mientras lleva a la conducta caprichosa y la intemperancia. Ha hecho la libertad personal muy difícil, restringiendo nuestra capacidad de diferir la satisfacción por aquello que es esencial para el verdadero éxito en la vida.

Los pensadores cristianos distinguen entre templanza natural y sobrenatural. La templanza natural a medida que se ocupa principalmente de la salud, encuentra en principio con muy poca oposición, y es aceptada por la gente y los gobiernos de todo el mundo. Una evidencia de esto es la preocupación generalizada por los efectos perniciosos de fumar, o comer alimentos de forma inadecuada.

La templanza natural adquirida por el esfuerzo natural, y guiada por la razón natural, por sí misma no tiene otro propósito a la vista, que la salud del hombre, y por tanto difiere específicamente de la templanza sobrenatural que está bajo la dirección de la fe y el bienestar espiritual, tiene como su principal efecto es el hombre. De hecho, la templanza sobrenatural, aconseja a veces el ayuno, la virginidad, etc, que repugnan a la templanza natural.[6]

En efecto, la templanza puede emplearse en dos sentidos: a) para significar moderación que impone la razón a toda acción o pasión; no es aquí una virtud sino una condición general que debe acompañar a todas las virtudes: b) para designar una virtud especial; en este sentido es una virtud sobrenatural que modera la inclinación a los placeres sensibles, dentro de los límites de la razón iluminada por la fe. Es una de las más importantes pues ha de moderar dos de los instintos más fuertes y vehementes de la naturaleza humana. La templanza inclina a la mortificación, incluso de muchas cosas ilícitas para mantenernos alejados del pecado.

Santo Tomás de Aquino en su enseñanza rica y compleja en esta área, lo hizo pensando obviamente en términos de la templanza sobrenatural. Y como tiene la templanza la principal misión de moderar la inclinación a los placeres que provienen del gusto y del tacto, sus partes subjetivas son:

  • la abstinencia, que es la templanza en los alimentos;
  • la sobriedad, que es la templanza en las bebidas embriagantes;
  • la castidad, que es la templanza en el principal placer del acto sexual;
  • la virginidad que es una virtud especial y más perfecta que la castidad.

La virtud de la templanza conlleva dos partes integrantes: la vergüenza y la honestidad, en efecto Santo Tomas sondea profundamente y descubre esos dos aspectos menos evidentes de la templanza que él llama parte integrante de la virtud, el sentimiento de vergüenza y un amor a lo que es justo y adecuado.

El sentido de vergüenza es una especie de base para la templanza. Es un temor de algo vergonzoso, no es una virtud en el sentido estricto del término, sino más bien un sentimiento loable que hace sonrojar a una persona tan pronto como comete algo vergonzoso.

Sus vicios opuestos son la gula, la embriaguez y la lujuria. No puede haber lugar para la templanza en la vida de alguien tan descarado como para no tener reparos en estar en estado de ebriedad, escalonar en materia de drogas, o tomando parte en una conversación obscena o indecente. Esa mentalidad deplorable opone el idealismo que conduce a la nobleza de la conducta. El sentimiento de vergüenza y el amor a lo que es adecuado- son un extraordinario apoyo de la castidad y la templanza y nunca es demasiado temprano para inculcarlos a la vida joven.

La castidad es una forma de la virtud de la templanza, que consiste en el dominio de sí mismo sobre las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana.

La templanza nos hace usar del placer para un fin honesto y sobrenatural, y, por esa misma razón, modera el uso según los dictados de la razón y de la fe. Y, precisamente porque el placer es seductor y nos arrastra fácilmente más allá de los justos límites, la templanza nos inclina a la mortificación, aún en las cosas lícitas, para asegurar más el imperio de la razón sobre la pasión.[7]

La templanza entonces es la virtud que subraya todas las demás.

Germán Mazuelo-Leytón

[1] SAN PIO X, Encíclica E Supremi, 4-X-1903.

[2] BENEDICTO XVI, Discurso a la 35º Congregación general de la Compañía de Jesús, 21-02-2008.

[3] Cf. SÁENZ S.J., P. ALFREDO, El hombre moderno.

[4] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Revolución y Contra-revolución.

[5] Cf.: SOS FAMILIA, La ideología de género explica lo incomprensible.

[6] PRUMMER O.P., P. DOMINIC M., Manual de Teología Moral.

[7] TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística.

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Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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