Abandono de la Tradición: sobre la libertad religiosa y el Concilio Vaticano II

El 7 de diciembre de 1965, el papa Pablo VI promulgó la declaración Dignitatis humanae, que proclamaba ante todo que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa [1]. Los Padres del Concilio declararon que este derecho está fundado en la libertad misma de la persona humana, y que dicho derecho debería convertirse en un derecho civil reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad [2]. A lo largo del documento, los Padres discutieron las repercusiones del mencionado «derecho» en la persona y la sociedad.

Pero, ¿es cierto que una persona, o un grupo de personas, tiene un derecho inherentea la libertad religiosa? Según los pontífices de los siglos XVIII, XIX y XX anteriores al Concilio, no. En sus encíclicas, dichos papas preconciliares condenaron muchas ideas que serían más tarde propuestas por el Concilio Vaticano II. Un análisis constratado (a los niveles arriba mencionados ) de los escritos papales al respecto de las declaraciones conciliares revela que la libertad religiosa indiscriminada está reñida con el magisterio católico tradicional.

A nivel individual

Para la persona, Dignitatis humanae declara:

«Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales, y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» [3].

El concilio proclamó que toda persona tiene derecho a dar culto como le parezca más apropiado, en una ampliación del derecho a la libertad de conciencia. Ahora bien, este supuesto derecho a la libertad religiosa, y a la libertad de conciencia en general, ya había sido condenado por Benedicto XIV en 1751. En su encíclica A quo primum, dicho pontífice elogió al pueblo polaco por enfrentarse a diversas sectas que habían intentado sembrar sus errores, herejías y perversas opiniones [4]. Encomió los sínodos y concilios que habían rechazado los intentos por parte de herejes luteranos de establecerse en Polonia. El papa Benedicto XIV mencionó en concreto la prohibición fijada a la libertad de conciencia por el Concilio de Petrikau como un acto que apuntaba a la mayor gloria de Dios [5]. Los papas del siglo siguiente reiteraron las afirmaciones de Benedicto.

En conformidad con su predecesor, Gregorio XVI condenó asimismo la libertad religiosa. Calificando a la libertad de conciencia de absurda y errónea sentencia, el Santo Padre fustigó el mencionado principio, que trae la ruina de la sociedad religiosa y civil [6]. Explicó que cuando la sociedad rompe los frenos, la naturaleza caída del hombre, ya inclinada al mal, lo hunde más en el abismo de la condenación eterna [7]. Gregorio determinó que esa libertad de creencias traería inconstancia de los ánimos, corrupción de la juventud y desprecio de las cosas santas [8]. Dado el palpable declive en la asistencia a Misa y en la fe en la Presencia Real después del Concilio, se ve que la observación del papa Gregorio dio en el clavo.

Mientras que Benedicto XIV y Gregorio XVI condenaron abiertamente la libertad religiosa, la crítica más condenatoria de la libertad de creencia se la debemos a Pío IX. Este santo pontífice calificó la idea de que la Iglesia Católica retirase su influencia de las personas, pueblos, gobernantes y naciones de opiniones falsas y perversas [9]. Censuró la afirmación de que las autoridades civiles no deben castigar a los que ofenden la religión católica, salvo cuando lo exija el orden público, como «contraria a la doctrina de la Escritura, la Iglesia y los Santos Padres» [10]. Aunque este punto encajaría mejor en la sección relativa a la sociedad, es lo bastante relevante para incluirlo en este apartado.A lo largo de Dignitatis humanae, los Padres del Concilio afirman que las libertades de religión y de conciencia se deben mantener con tal de que se guarde el justo orden público [11]. Por su parte, condena abiertamente esta postura, no sólo por ser errónea, sino por constituir un delito contra las Sagradas Escrituras y la Tradición Apostólica.

A nivel de comunidades

Con respecto a las comunidades religiosas, Dignitatis humanae sostiene:

«A las comunidades religiosas les compete igualmente el derecho de que no se les impida por medios legales o por acción administrativa de la autoridad civil la elección, formación, nombramiento y traslado de sus propios ministros, la comunicación con las autoridades y comunidades religiosas que tienen su sede en otras partes del mundo, ni la erección de edificios religiosos, y la adquisición y uso de los bienes convenientes. Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe» [12].

Si bien muchos puntos del pasaje que acabamos de reproducir ameritan nuestra atención, el último es digno de ser tenido en cuenta porque los papas anteriores al Concilio condenaron enérgicamente los libros plagados de errores. Clemente XIII, en su encíclica Christianae reipublicae, exhortó a los obispos a extirpar los brotes de falsedad y eliminar en sus diócesis los libros malos [13]. Calificó dichas obras de plaga que infecta la mente de los puros [14]. Aunque este documento pontificio se centraba sobre todo en los escritos anticatólicos esputados por ateos y herejes, Benedicto XIII declaró también dignos de desprecio los libros faltos de espíritu cristiano y contrarios a la fe, la religión y las buenas costumbres [15]. En cambio, según las directrices del Concilio Vaticano II, por detestables que sean los errores de las sociedades religiosas, éstas tienen derecho a publicar y divulgar sus escritos.

Al igual que Clemente XIII, los papas Pío VII y Gregorio XVI apoyaron la prohibición de textos impíos. Pío VII declaró tajantemente que los libros que se opongan a la enseñanza de Cristo debían ser quemados. Destacó que los católicos deben nutrirse de la voz de San Pedro y rechazar los escritos apestados  [17].

Podríamos detenernos aquí y decir: «Pero la declaración Dignitatis humanae no  propone que los católicos lean esos libros, sólo que los no católicos tienen derecho a editarlos y distribuirlos». ¿Y qué se gana con tener alimentos contaminados servidos junto al pan del cielo? Los pastores tienen el deber de defender sus rebaños y ocuparse de que no se descarríe ninguna oveja. Autorizar libros tóxicos que llevan a la muerte espiritual equivale a permitir que una jauría de lobos rodee a las ovejas. El pastor tiene que apalear a los lobos y dispersar la jauría. No debe consentir que por su negligencia los lobos cerquen a la manada.

Haciéndose eco de las palabras de Pío VII, Gregorio XVI afirmó que la Iglesia siempre se ha esforzado por eliminar las malas publicaciones [18]. Explicó que los propios apóstoles quemaron gran número de libros [19]. En Hechos 19,19, muchos católicos recién bautizados quemaron ante la multitud los libros malos que poseían. Al igual que el papa Gregorio, los primeros cristianos eran conscientes de la importancia de erradicar los escritos perjudiciales. El mencionado pontífice declaró que quienes condenan la censura de libros malos por considerarla una medida demasiado grave y onerosa injurian al pueblo cristiano y la Santa Sede. Condenó su perversa actitud de negar a la Iglesia el derecho de decretar y ejercitar dicha práctica [21]. A pesar de ello, casi 135 años más tarde, Pablo VI abrogó el Índice de libros prohibidos que había sido confirmado por el Concilio de Trento.

A nivel de sociedad

Por último, a nivel de la sociedad, los Padres del Concilio declararon que la autoridad civil debe proteger la libertad religiosa de todos los ciudadanos con leyes «justas» y otros medios aptos [22]. Reconociendo la libertad religiosa como un derecho sagrado, los Padres declararon (el destacado es nuestro):

«De aquí se sigue que la autoridad pública no puede imponer a los ciudadanos, por la fuerza o por miedo, o por otros recursos, la profesión o el abandono de cualquier religión, ni impedir que alguien ingrese en una comunidad religiosa o la abandone. Y tanto más se obra contra la voluntad de Dios y contra los sagrados derechos de la persona y de la familia humana cuando la fuerza se aplica bajo cualquier forma, con el fin de eliminar o cohibir la religión, o en todo el género humano, o en alguna región, o en un determinado grupo» [23].

Esta idea de que está mal que un país profese el catolicismo como religión de estado no se ajusta a la tradición católica. Al comentar la legislación francesa que prescribía la separación de Iglesia y Estado, San Pío X declaró que era una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva [24]. Explicó que suponía una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador de las sociedades humanas, por lo cual éstas no sólo le deben el culto privado sino el público [25]. San Pío X añadió que la separación de Iglesia y Estado niega el orden sobrenatural porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública. Al centrarse en la obtención de riqueza material y poder, el Estado se ata al mundo despreocupándose de la razón última de la vida: la eterna bienaventuranza del hombre [26]. Basta observar cuántas sociedades occidentales han olvidado sus raíces cristianas para centrarse en ambiciones mundanas. La separación de Iglesia y Estado es injusta para con Dios y constituye un ingrediente para crear una sociedad descreída.

Conclusión

Dignitates humanae no se ajusta a la Tradición Apostólica; se aparta de ella. Como mejor se comprueba es proponiendo un sencillo silogismo. En este caso, tenemos dos afirmaciones, A y B, y se expresa «si A, entonces B». Si no es posible aceptar la conclusión absurda B, tampoco se puede aceptar A. Si A (Dignitates humanae y los Padres del Concilio) están en lo correcto, entonces B (los papas Benedicto XIV, Clemente XIII, Gregorio XVI, Pío VII, Pío IX y San Pío X) promovieron doctrinas falsas. Si A = B la Santa Madre Iglesia no debería haber abogado por la unión de Iglesia y Estado, sino permitido por el contrario que los no católicos dieran culto público.

Dejaremos que el lector concilie la Tradición con las declaraciones conciliares. Es de destacar que 2308 obispos votaron a favor de Dignitates humanae, sólo 70o lo hicieron en contra y 8 votos fueron contabilizados como inválidos. Uno de los 70 era el fundador de la HSSPX, Marcel Lefebvre.

Jean Delacroix

(Fuente: One Peter Five. Traducido por J.E.F para Adelante la Fe)

[1] Dignitatis humanae, 2.

[2] Íbid.

[3] Íbid.

[4] A quo rrimum, Section 1.

[5] Íbid.

[6] Mirari vos, Section 14.

[7] Íbid.

[8] Íbid.

[9] Quanta cura, 3.

[10] Íbid.

[11] Dignitatis humanae, 2.

[12] Dignitatis humanae, 4.

[13] Christianae reipublicae, 2.

[14] Christianae reipublicae, 1.

[15] Christianae reipublicae, 2.

[16] Diu satis, 15.

[17] Íbid.

[18] Mirari vos, 16.

[19] Íbid.

[20] Íbid.

[21] Íbid.

[22] Dignitatis humanae, 6.

[23]ÍIbid.

[24] Vehementer Nos, 3.

[25] Íbid.

[26] Íbid.

[27] Hudock, Barry (19 de noviembre de 2015). The Fight for Religious Freedom: John Courtney Murray’s role in Dignitatis Humanae.America Magazine, 213 (17).

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