«Y queriendo a menudo nombrar a Cristo Jesús, todo encendido y llameante de amor inefable, lo llamaba el Niño de Bethlehem; y pronunciando esta palabra Bethlehem con voz semejante al balido de un corderito, su boca se llenaba de aquel sonido, pero más aún de dulcísimo afecto, mientras que al nombrar a aquel Niño divino, se lamía con la lengua los labios para gustar toda la dulzura de aquel nombre paradisíaco»
Tomasso da Celano, sobre san Francisco de Asís
No es sólo miel, Señor, lo que concita
tu solo nombre cuando te adoramos
nacido en una gruta bethlehemita.
Hacia allí vamos
porque hay un resplandor que nos admite
y nos aguarda y urge, y nos avía.
Un foco incandescente que remite
-epifanía-
a la visiva gloria contemplada
allí donde más llano no cabría,
donde no pudo menos ser rastreada
Sabiduría.
Allí te aparejaste el trono regio
ante el que se postraron las naciones.
Te hiciste allí admirar por el egregio
y los peones.
Al heno ennobleciste y a la cueva
y a bueyes y jumentos. Levantado
fue todo por quien todo lo renueva
cuanto ha creado.
Fueron los seres como atravesados
de un soplo bienhechor, toque de cielo,
y otro espesor cobraron, recreados,
rasgado el velo.
Y no hay cómo decir cómo el cortejo
de redimidos vino a saludarte,
vino a mecerte, oh mi Señor, parejo
el su estandarte,
del fondo de los tiempos acudido
ante el misterio a hincar ya su presencia,
pues no hay gozo que iguale al efundido
por Vuecelencia.
Oh Sol de lo alto, oh Llave de David
que las celestes turbas celebraron
y para pasmo de pastores, y
para tu honor cantaron,
danos alzar la vista en santa espera
cuando la noche oscura de la historia
se cierne, y más tu gracia es extranjera
y más se oculta el guiño de tu gloria.
Danos, Divino Niño, ante el pesebre,
cuando no queda apenas quien te adore,
un corazón que al par que te celebre
por tu segundo adviento atienda y ore.