Asesinos de almas del nuevo orden mundial

“Pero quien escandalizare a uno solo de estos pequeños que creen en Mí, más le valdría que se le suspendiese al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y que fuese sumergido en el abismo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porqué forzoso es que vengan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien el escándalo viene!” – Jesucristo 

Algunas veces, las noticias del día son demasiado desgarradoras como para ser consideradas. Tengo niños pequeños y, francamente, esta historia me rompe el corazón. No miren al travesti. Todos hemos visto antes a estos pobres, confundidos gritos de auxilio (y desesperada búsqueda de atención). Miren a los niños. . . miren sus rostros…imaginen que son sus hijos, sus nietos:

Solo pensar que los niños están siendo sometidos a lo que sucede en esa biblioteca pública me llena de una tristeza sobrecogedora. Sus pequeñas mentes—tan inocentes, tan curiosas, tan confiadas—atacadas de pronto por una descarga de artillería ideológica entregada por los adultos en sus vidas, incluso madres y padres en quienes confían implícitamente. Sin importar qué opinión tengamos sobre el tema de la homosexualidad, tiene que haber una parte interior que reconozca algo muy malo en lavar el cerebro de niños pequeños con una cuestión que la mayoría de los adultos no comprende por completo. ¿Puede una civilización de la historia ser acusada de conducir semejante experimentación psicológica en sus propios niños? 

No hace mucho, hacer esto a los niños hubiera sido contra la ley, la de Dios y la de los hombres. Solíamos comprender el valor y la fragilidad de la inocencia, la tragedia de la inocencia perdida y el precioso balance de la niñez. Los niños eran protegidos, escudados de lo que eran demasiado jóvenes para comprender y de lo que, de ser expuestos de jóvenes, hubiera destruido su inocencia y causado un daño psicológico permanente. 

Solíamos comprender esto, como lo hizo toda civilización de la historia. Y luego, un día, decidimos comenzar a sacrificar a nuestros niños en el altar de lo políticamente correcto. Incluso comenzamos a matar a nuestros bebés en los vientres de sus madres. A muchos de ellos, millones, de hecho. Y evidentemente, esto no puede realizarse sin masivas consecuencias psicológicas y morales. Así, hoy hemos desarrollado una necesidad casi insaciable de corromper a los pequeños que zafaron del aborto.

“Pero,” dirán nuestros críticos, “nosotros, como sociedad, hemos evolucionado por encima de tales preocupaciones morales arcaicas.” ¿De veras? ¿Están seguros de eso? ¿La civilización que desarrolló las maquinarias de asesinato más eficientes de la historia—capaces de arrasar naciones enteras con solo apretar un botón— simultáneamente ha desarrollado un mejor compás moral? Nosotros, que abusamos de los niños, cosificamos a las mujeres, drogamos niños de a millones, ¿desarrollamos de alguna manera un sentido más agudo de la moralidad que el que poseían nuestras abuelas—una conciencia social evolucionada que nos informa que está bien exponer a los niños inocentes (cuyos cuerpos no se han desarrollado plenamente aún) a exhibicionistas sexuales travestis? Bien, ¿y si nos han informado mal? ¿Y si nos equivocamos al respecto? ¿Y si hemos perdido la habilidad de conocer la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto? ¿Y si en realidad estamos dañando a nuestros hijos—permanentemente? 

¿A nadie interesa la ciencia y la psicología que hay detrás de lo que hacemos con nuestros niños en nombre de lo políticamente correcto? Porque, si no nos interesa siquiera buscar los posibles efectos a largo plazo, entonces ¿no podría decirse de nosotros—no que somos moralmente evolucionados—sino que no nos interesa lo que sucede con nuestros hijos? Arriesgar su salud psicológica vale la pena para nosotros, si eso quiere decir que podemos justificar lo que sea que estemos haciendo aquí y ahora.  

Semejantes sesiones de control mental Orwelliano en bibliotecas públicas sugieren como mínimo que nos hemos vuelto tan retorcidos—en mente, corazón, y alma—que simplemente no soportamos la visión de lo que es bueno, ni siquiera en los niños. Le tenemos fobia a la inocencia y a los inocentes, y la manera de sentirnos mejor con los monstruos en los que nos hemos convertido es pidiendo a los niños su absolución, aprobación y  visto bueno. Nuevamente, si hay algún precedente de esto en la historia humana, me gustaría conocerlo. 

Como vampiros alimentándose de la sangre de vírgenes, extraemos la inocencia de los más pequeños y puros de entre nosotros, para que en poco tiempo no quede nada bueno en el mundo—solo adicción, muerte y oscuridad. Todos a nuestro alrededor estarán muriendo o estarán ya muertos, y no será difícil para nosotros mirar al espejo y ver a los zombis espirituales en que nos hemos convertido. Cuando todos se parezcan y huelan como nosotros, no habrá más culpa y el proceso de deshumanización se habrá completado. 

Que Dios nos ayude. Que Dios nos perdone. Somos peores que Sodoma, peores que la Roma pagana—somos asesinos cristofóbicos de almas en el Nuevo Orden Mundial. 

Michael Matt

[Traducido por Marilina Mantiga. Artículo original.]

Michael Matt
Michael Matthttp://remnantnewspaper.com/
Director de The Remnant. Ha sido editor de “The Remnant” desde 1990. Desde 1994, ha sido director del diario. Graduado de Christendom College, Michael Matt ha escrito cientos de artículos sobre el estado de la Iglesia y el mundo moderno. Es el presentador de The Remnant Underground del Remnant Forum, Remnant TV. Ha sido Coordinador de Notre Dame de Chrétienté en París – la organización responsable del Pentecost Pilgrimage to Chartres, Francia, desde el año 2000. El señor Michael Matt ha guiado a los contingentes estadounidenses en el Peregrinaje a Chartres durante los últimos 24 años. Da conferencias en el Simposio de Verano del Foro Romano en Gardone Riviera, Italia. Es autor de Christian Fables, Legends of Christmas y Gods of Wasteland (Fifty Years of Rock n' Roll) y participa como orador en conferencias acerca de la Misa, la escolarización en el hogar, y el tema de la cultura, para grupos de católicos, en forma asidua. Reside en St. Paul, Minnesota, junto con su esposa, Carol Lynn y sus siete hijos.

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