Por el Rev. Diácono Nick Donnelly
En su reciente carta al Colegio de Cardenales, el cardenal Brandmüller escribió que todos los cardenales deben considerar cómo reaccionarán ante “cualquier afirmación o decisión heréticas del sínodo [amazónico]”. En el pasado no habría sido necesario hacer esta pregunta porque los obispos de la Iglesia occidental tenían la reputación de una robusta reacción ante la herejía.
Viene al caso el de cómo reaccionaron los obispos a la mera sospecha de que el papa Virgilio (537-555 d.C.) tenía simpatías hacia la herejía monofisita que buscaba minar el Concilio de Calcedonia.
El papa Virgilio ya era poco popular entre muchos de los de Roma y de la Iglesia occidental por su connivencia con la emperatriz monofisita Teodora en la deposición y muerte de su predecesor, el papa Silverio (536-537 d.C.). El papa Silverio se había ganado la hostilidad de los herejes por negarse a restaurar al depuesto y excomulgado patriarca monofisita de Constantinopla. Virgilio se aseguró el papado al expresar su simpatía por la causa monofisita.
Pero, una vez hubo ganado el trono petrino, Virgilio se dio cuenta de que estaba atascado entre las expectativas de sus patrocinadores herejes y la firme ortodoxia de los obispos de Occidente. El biógrafo anglicano del papa, Frederick Homes Dudden, describe el efecto que darse cuenta de ello causó en el papa Virgilio:
Como papa ya no era libre. Le era totalmente imposible anular los actos de sus predecesores, o manipular las inveteradas tradiciones de la Sede apostólica. Ni el menor de sus obispos sufragáneos habría tolerado tal ofensa por un momento. Así que Virgilio, teniendo que elegir entre la furia de la emperatriz y la rebelión de todo Occidente, aceptó lo primero como el mal menor… (F. Homes Dudden, Gregory the Great: His Place in History and Thought, Vol. 1, p.64).
No obstante, cuando el papa Virgilio fue convocado a la corte de Constantinopla, dominada por los monofisitas, rápidamente sucumbió a la presión y públicamente apoyó la controvertida condena de los “Tres capítulos”, lo que se vio en Occidente como una manipulación del Concilio de Calcedonia. Esto resultó en la inmediata indignación y rebelión de parte de la Iglesia occidental:
La Iglesia occidental se vio arrojada a la convulsión. Darío de Milán, a quien Virgilio había consultado sobre el caso, expresó abiertamente su indignación. Facundo, obispo de Hermiana en África, escribió a su ciudad desde Constantinopla con las noticias, que fueron recibidas en todas partes con horror. Incluso dos de los clérigos de Virgilio, llamados Rústico y Sebastián, que al principio habían visto con buenos ojos la decisión del papa, se unieron ahora a la protesta general. La provincia de Ilírico se amotinó y un sínodo en Cartago formalmente excomulgó en 549 al pontífice renegado. (Ibíd. Vol. 1, P. 201).
Frente a la rebelión abierta de los obispos occidentales, el emperador Justiniano y el papa Virgilio retrocedieron con la retirada por parte del último de su condena a los “Tres capítulos”. Siguió un amargo y enredado periodo de políticas eclesiales de intriga y misterio, que culminó en el II Concilio de Constantinopla, que tuvo como resultado el que algunas partes de la Iglesia occidental cayeran en el cisma durante 136 años a causa de su preocupación por proteger el Concilio de Calcedonia.
Dejando de lado las complejas cuestiones teológicas sobre los “Tres capítulos”, la firme determinación de algunos obispos de Occidente a oponerse al papa Virgilio, por su ambivalencia frente a la herejía, resulta llamativa. La cuestión que se nos presenta durante el pontificado bergogliano es porqué se ha hecho necesario que un cardenal exhorte a sus hermanos cardenales a hacer lo que debería ser su reacción natural: oponerse a la herejía emanada de un sínodo. ¿Cuándo han perdido los obispos de Occidente su fuerte determinación de sostener la fe ortodoxa contra la herejía, sin importar cuál sea su fuente?
(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)