Benedicto XV. Humani generis redemptionem (15 de junio de 1917)

En esta Encíclica, el papa Giacomo Della Chiesa trata el gran problema de la predicación como medio de instrucción religiosa y, por tanto, reflexiona sobre  esta tan excelsa misión que han recibido los predicadores.

El Pontífice comienza enseñando que los predicadores son necesarios para la salvación de las almas. En efecto, “Jesucristo, realizada con Su muerte en el altar de la Cruz la Redención del género humano, para conducir a los hombres a la conquista de la vida eterna por medio de la obediencia a Sus preceptos, solo se sirvió de la voz de sus predicadores, cuyo encargo fue el de anunciar a todo el mundo lo que es necesario creer y hacer par salvarse” (Benedicto XV, Encíclica Humani generis Redemptionem, en Tutte le Encicliche dei Sommi Pontefici, Milano, Dall’Oglio Editore, ed. V, 1959, 1º col., p. 666).

Por ello, continúa el Papa, Jesús eligió a Sus Apóstoles y les confirió, por medio del Espíritu Santo, los dones proporcionados a tan alta misión. Después les ordenó ir a predicar el Evangelio a todo el mundo (Mc., XVI, 15). El efecto de la predicación de los Apóstoles fue la renovación de la faz de la tierra, que de pagana se hizo cristiana. Esta es la suma importancia de la predicación y el gran cuidado con el que debe ser presentada a los hombres también y especialmente en los tiempos modernos, en los cuales se asoma el espectro del paganismo. En efecto, la Providencia divina ha decretado que la predicación de la verdad perpetúe la obra de la Redención todos los días hasta el fin del mundo. Por ello, justamente, es colocada por el Pontífice entre las cosas más importantes.

El Papa insiste en la importancia de la predicación sobre todo considerando el deplorable estado en el que se encuentra el mundo: “Si consideramos hasta qué punto han llegado las costumbres públicas y privadas y las instituciones de los pueblos, vemos como cada día crecen por todas partes el desprecio y el olvido de las cosas sobrenaturales; poco a poco nos alejamos de la austeridad de al virtud cristiana y cada día retrocedemos cada vez más hacia la infame vida de los paganos” (ib., p. 667).

El Pontífice afirma que, si bien las causas de estos males son múltiples, es indudable el hecho de que los predicadores no les han puesto los suficientes remedios. Comienza, pues, a tratar aquí la delicada misión de los predicadores, tras haber ilustrado la suma importancia de la predicación.

Ciertamente la “palabra de Dios”, que los predicadores deben anunciar a los hombres, es siempre y también en el día presente (1919) “viva y eficaz y más penetrante que toda espada de doble filo” (ivi), como enseña San Pablo. Ciertamente el largo uso que se ha hecho de ella por cerca de dos mil años desde la Encarnación del Verbo “no ha desafilado su acero. Por ello, si ya no muestra su fuerza, la culpa es ciertamente de aquellos que no la usan como deberían” (ivi). En efecto, los Apóstoles la usaron en una época no mejor que la actual, pero dio entonces grandes frutos. Por ello el Papa exhorta a los predicadores a “volver a llevar por todas partes, con máximo celo, la predicación de la palabra divina hacia aquella regla a la cual debe ser dirigida según la voluntad de Jesucristo” (ivi), o sea, a la conversión y a la salvación eterna de las almas.

Ahora el Papa pasa a enumerar las tres principales causas del defecto de los predicadores modernos, que ya no saben, como hacían los Apóstoles, sacar fruto de la eficacia de la palabra de Dios y se han alejado del recto camino.

La primera causa del defecto de la predicación contemporánea consiste en el hecho de que “el oficio de la predicación es asumido por quien no está autorizado a ejercitarlo” (ivi); la segunda causa es que “este ministerio no es ejercido con la deseable sabiduría” (ib., p. 668); la tercera causa es que “el predicador no está a la altura de su propia tarea. Por este motivo, tras la reforma del Concilio de Trento, el oficio de la predicación está reservado a los Obispos” (ivi).

La consecuencia de este tercer asunto es que “nadie puede por iniciativa propia emprender el oficio de la predicación; sino que le es necesario a quien lo desea un permiso legítimo, que solo puede dar el Obispo” (ivi).

En efecto, los Obispos son los sucesores de los Apóstoles y estos consideraban que la predicación del Evangelio hacía parte de su deber pastoral. San Pablo escribió: “Cristo no me mandó ante todo para bautizar, sino para predicar” (I Cor., I, 17) y los demás Apóstoles tenían la misma convicción cuando dijeron: “No es justo que descuidemos la palabra de Dios para servir las mesas” (Act., VI, 2).

Sin embargo, si bien la predicación corresponde a los Obispos, ellos, sin embargo, están ocupados en los asuntos relativos al gobierno de sus Diócesis y no pueden proveer a todo. Por tanto, es necesario que cumplan este deber mediante la ayuda de los sacerdotes nombrados por ellos (ivi).

El Papa explica y demuestra que en la Iglesia siempre se ha acostumbrado a actuar así, poniendo el ejemplo de Orígenes, San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo, San Agustín y de todos los antiguos Doctores de la Iglesia, que, antes de llegar al Episcopado o siendo solo simples sacerdotes, “se dedicaron a la predicación tras la autorización del Obispo del que dependían” (ivi).

Benedicto XV lamenta que en su tiempo otro modo de actuar a pasado a ser costumbre. En efecto, “cualquiera que, o por su índole particular o por cualquier otro motivo, piensa emprender el ministerio de la palabra, encuentra un fácil acceso a las sedes de las iglesias, como en un gimnasio en el que cada uno se ejercita según su arbitrio” (ib., p. 668).

Por ello, el Papa exhorta a los Obispos a poner fin a semejante desorden, no permitiendo que nadie se introduzca en el redil de Cristo a predicar sin permiso: “Nadie en vuestras Diócesis tenga el poder de predicar, si vosotros no lo habéis llamado y aprobado primero. Nos queremos que veléis con la máxima vigilancia a aquellos a quienes confiáis una tan santa función” (ib., 669).

La regla de oro para elegir bien a los predicadores, advierte Benedicto XV, se encuentra en el Concilio de Trento, que concede a los Obispos elegir a los sujetos aptos, es decir, “capaces de cumplir el oficio de la predicación con todo su beneficio”. El Papa advierte que el Tridentino escribe “con beneficio” y no “con elocuencia, con aplauso de los oyentes”, sino “con beneficio de las almas, al cual debe mirar como a fin suyo, el ejercicio de la predicación” (ivi). En resumen, la predicación verdaderamente buena debe obtener la conversión y la santificación de las almas de los fieles que la escuchan.

Después, el Pontífice especifica que las señales para discernir a los predicadores capaces son las mismas a partir de las cuales se conoce la divina vocación, es decir, la recta ciencia, la buena moralidad y la pureza de intención al buscar la gloria de Dios y la salvación de las almas: “Será, por tanto, a justo derecho considerado como llamado a la predicación el sacerdote que posee la ciencia y las virtudes convenientes, con tal que tenga asimismo los dones naturales que son necesarios para no tentar a Dios” (ivi), o sea, el predicador debe poseer, además de la ciencia y la moralidad, también las dotes naturales de elocuencia para predicar correctamente, sin pedir a Dios que supla las cualidades de las que se carece, lo cual sería tentar a Dios, es decir, pedirle que haga él lo que deberíamos hacer nosotros. El Papa continua: “Por ese motivo, el Obispo tiene el preciso deber de poner a prueba por un largo tiempo a aquellos a los cuales piensa confiar esta misión; con este medio podrá conocer la riqueza de su doctrina, la santidad de su vida y probar sus cualidades. Actuar, al contrario, con ligereza y negligencia, quiere decir para él ponerse en una posición muy grave, ya que sobre su cabeza recaerá la responsabilidad de los errores divulgados por la predicación de un sacerdote no experto en la materia y del ejemplo escandaloso del cual será causa su conducta reprobable” (ivi).

El Pontífice, en este punto, toma decisiones concretas y prácticas respecto a la buena predicación, imponiendo “un doble examen, que debe hacerse con la máxima seriedad, sobre la conducta y sobre la cultura de aquellos que aspiran a la predicación, como existe para aquellos que piden la facultad de ejercitar las confesiones. Si, por tanto, un candidato se encuentra, en uno u otro caso, carente de los requisitos exigidos, sin ningún miramiento sea retirado del oficio para el cual no ha demostrado ser digno” (ib., p. 670).

Ahora Benedicto XV pasa a ilustrar lo que los mismos predicadores deben proponerse y querer en el ejercicio de su ministerio. Deben tener muy presente que, como enseña San Pablo, son “Embajadores de Cristo” (II Cor., V, 20). Por tanto, en el ejercicio de su ministerio deben querer todo lo que Cristo quiso cuando confió esta tarea a los Apóstoles. Pues bien, Jesús declaró abiertamente: “Yo he venido a esta tierra para dar testimonio de la Verdad” (Io., XVIII, 37) y también: “Yo he venido para dar la vida” (Io., X, 10). Por tanto, el objetivo de los predicadores es doble: 1º) la salvación de las almas, mediante la difusión de la Verdad divinamente Revelada y el cultivo en los fieles de la vida sobrenatural; 2º) la gloria de Dios. Por tanto, concluye el Papa, “debemos definir vano orador, y no predicador del Evangelio, a aquel cuyo objetivo no es conducir a los hombres a un más exacto conocimiento de Dios y al camino de la salvación eterna” (ib., p. 671).

Los motivos que inspiran a los malos oradores o a los falsos predicadores son la vanagloria y el miedo a predicar las verdades eternas, que tratan sobre la salvación o la condenación para no perder oyentes. “En resumen, su preocupación parece ser una sola: la de agradar a los oyentes” (ivi).

El Papa explica que es le es necesario al predicador el conocimiento de la divina Revelación, pero debe poseer también un cierto grado de cultura humana, ya que la ignorancia es la madre de todos los errores” (ivi). El predicador debe estar completamente sometido a la voluntad de Dios; debe soportar todo tipo de penas y de dolores por servir a Dios; debe aniquilar todo aquello que exista de terreno en su espíritu (ib., p. 673). Al contrario, el predicador no debe buscar las comodidades y el confort de la vida más allá de lo necesario, sino que debe estar lleno de espíritu de oración. En efecto, lo que confiere a la palabra humana ella fuerza de salvar a las almas es la gracia de Dios, de la cual el predicador se llena con la meditación asidua y constante (ivi).

¿Qué predicar? El Papa responde, citando a San Pablo: “A Jesucristo y su Crucifixión” (I Cor., II, 2). Después, especifica qué es necesario hacer para que la humanidad conozca cada vez más a Jesucristo y todo lo que es necesario creer. Además, es necesario saber de qué manera vivir. Por tanto, es necesario “tratar de los dogmas y de los preceptos de Cristo, los más severos, sin reticencias ni endulzamientos” (ib., p. 675).

El último consejo que el Papa nos da lo toma de San Bernardo de Claraval: “Si tienes un poco de sentido común, sé como la piscina y no como el canal de una fuente / Esto conca et non canal” (In Cant., Serm. XVIII) y glosa después: “Debes estar convencido de lo que dices y no contentarte con comunicarlo a los demás” (ib., 676), porque la piscina está siempre llena de agua y no se seca, en cambio, el canal la lleva a alguien, pero se queda después sin ella. Pues bien, el agua es la doctrina, la verdad, la gracia, la sabiduría. El predicador debe llenarse constantemente como una piscina mediante el estudio y la oración par no hacer como el canal, que, tras haber predicado a los demás las verdades eternas, se queda sin vida sobrenatural.

Como se ve, Benedicto XV retoma la condena del Americanismo o modernismo ascético dada por León XIII en la Carta Testem benevolentiae, sobre la que se basó dom Chautard para escribir su obra maestra de espiritualidad: El alma de todo apostolado, que San Pío X tenía siempre en su escritorio y del que se servía para combatir el modernismo en todas sus manifestaciones.

Dominicus

(Traducido por Marianus el eremita)

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