Bergoglio: la apoteosis del subjetivismo emocionalista (II)

La «Justificación» luterana y la «novísima moral»

El nominalismo, negando la realidad de los hábitos entitativos o cualidades estables (por ejemplo, la salud y la enfermedad naturales o la gracia y el estado de pecado sobrenaturales) altera la doctrina de la Justificación a través de la gracia santificante y abre las puertas al luteranismo. En efecto, la gracia habitual o santificante es un don permanente o hábito entitativo divino infundido sobrenaturalmente en la sustancia del alma humana, a la que confiere la santidad y la presencia de la Santísima Trinidad. Pues bien, para los nominalistas, los hábitos entitativos son sólo voces y palabras («flatus vocis») que no tienen ninguna realidad. Lutero, formado filosóficamente en el nominalismo occamista, rechazó la doctrina católica sobre la gracia santificante, reduciéndola a una imputación extrínseca o atribución puramente nominal y no real y objetiva, de la santidad de Cristo al pecador, atribución que no cancela realmente el pecado y no confiere la vida sobrenatural, sino que solamente cubre como un velo el pecado, que, por ello, permanece igualmente en el alma humana, como la suciedad bajo una alfombra[1]. De aquí, según el nominalismo de Bergoglio, que entre los católicos modernistas y los protestantes no existen diferencias acerca de la doctrina de la Justificación y la negación práctica del libre albedrío y de la responsabilidad moral de las propias acciones.

El libre albedrío y la moral subjetiva

Según la recta razón y la sana doctrina, en cambio, la situación subjetiva no cambia la esencia objetiva del hombre. O sea, todos los hombres normales, en toda situación, siguen teniendo su naturaleza de animales racionales, libres y responsables. Por tanto, excepto los casos patológicos excepcionales o circunstancias que eliminan o disminuyen notablemente el uso de razón y de libre albedrío, todo hombre es responsable de sus propios actos, que deben corresponder a la moral objetiva, natural y divina, para ser buenos, de otro modo son moralmente malos o pecaminosos.

Negado esto por el nominalismo protestante y modernista, todo hombre es dejado a merced de sus instintos subjetivos y además la misma ley moral ya no es un mandamiento, una orden general, que tiene valor objetivo y real para todo hombre. Ya no es la ley objetiva la que dice lo que se debe o no hacer en las situaciones particulares, sino que es la situación concreta la que prevalece sobre la moral y sobre la ley objetivas. Como para Descartes ya no es el yo pensante el que se debe conformar con la realidad extra-mental, sino que el ser y lo real son producción del pensamiento subjetivo (cogito ergo sum / pienso luego existo), así, para Bergoglio, es lo que nos parece bien a nosotros lo que hace buena la acción. En efecto, Francisco sostiene que «cada uno tiene su idea del bien y del mal y debe elegir el bien y combatir el mal como él lo concibe» (A. M. Valli, 266. Jorge Mario Bergolio. Franciscus P.P., Macerata, Liberilibri, 2017, p. 44[2]).

Así, la situación subjetiva prevalece y libera al individuo de las obligaciones universales y de la moral objetiva (esta situación es muy penosa, por tanto no estoy obligado subjetivamente por la ley objetiva, ya sea divino-positiva o natural).

La «sola misericordia» 

Lutero consideraba que para salvarse es suficiente la «sola fe» sin la caridad sobrenatural, o sea, sin las buenas obras (la observancia de los 10 Mandamientos). La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre que la «fe sin obras está muerta» (St., II, 26), que Dios es misericordioso, pero también es Juez y vendrá «a juzgar a los vivos y a los muertos», como reza el Credo.

Y hoy, Bergoglio, en la línea de Juan XXIII, el cual afirmó en el discurso de apertura del Concilio que la Iglesia «prefiere la medicina de la misericordia más que la de la severidad», predica a menudo una misericordia absoluta desvinculada de toda justicia.

La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre, en base a la Revelación (Sagrada Escritura y Tradición leídas e interpretadas por el Magisterio eclesiástico) que el castigo es una pena o un mal que sufre la criatura racional por una culpa que ha cometido.

En efecto, sabemos por la Revelación que Dios había creado al hombre en un estado de felicidad tal que, si no hubiese pecado, no habría sufrido ninguna pena (Gén., III, 8 ss.). Después del pecado original, sin embargo, el mal entró en el mundo en forma de culpa y de pena[3].

Desde el punto de vista teológico, la pena infligida por Dios a quien muere obstinado en la culpa grave es el infierno[4], que se divide en «pena de daño», o sea, en la privación de la visión de Dios, y en «pena de sentido», que consiste principalmente en la pena física y positiva del fuego.

En el Antiguo Testamento, el castigo de Dios es revelado formalmente: «Si hace el mal lo castigaré» (2 Sam., VII, 14); «Dios castiga y usa misericordia» (Tob., XIII, 2); «El Señor os castiga por vuestros pecados» (Tob., XIII, 5); «Castigando su pecado, Señor, tú corriges al hombre» (Sal., XXXIX, 12); «Señor, eras para ellos un Dios paciente, aun castigando sus pecados» (Sal., XCIX, 8); «Dios castigó a los reyes por su causa» (Sal., CV, 14); «Tú castigas poco a poco a los culpables» (Sb., XII, 2); «El Señor castiga a los que están cerca de El» (Jdt., VIII, 27); «Con cuánta atención has castigado a tus hijos» (Sap., XII, 21); «Te castigaré según justicia» (Jer., XXX, 11).

En el Nuevo Testamento se lee: «Lo castigaré si hace el mal» (1 Cor., XVII, 13); «El Señor reprende y castiga a los que ama» (Ap., III, 19); «Todo árbol que no da fruto será echado al fuego» (Mt., III, 10); «El castigo de Dios cae sobre él» (Jn., III, 13); «Dios no perdonó a los ángeles rebeldes» (2 Pt., II, 4); «El diablo rue echado al lago de fuego» (Ap., XX, 10).

Santo Tomás de Aquino explica ante todo que Dios es el Autor del mal como pena (S. Th., I, q. 49, a. 2, in corpore) y no del mal como culpa (malum culpae). Después enseña (S. Th., I-II, q. 87, aa. 1-8) que en el concepto de ley está incluida la necesidad de una pena debida a la culpa: «el pecado hace al hombre reo de castigo o pena» (a. 1, ad 2). El Angélico cita a Dionisio Areopagita (De Divinis Nominibus, cap. IV, lect. 18): «Los ángeles que castigan a los pecadores no son malos. Por ello el mal no consiste tanto en el ser castigado como en el ser digno de castigo». He aquí por qué «entre los efectos directos del pecado no está tanto la pena como la necesidad de sufrirla» (a. 1, ad 2). En resumen, según el Angélico, la obligación de ser castigado (reatus poenae) debe ser necesariamente satisfecha, ya que lo exige la Justicia divina. Dios no sería Dios si el orden establecido por El no recibiera esta tutela infalible (S. Th., I-II, q. 87, a. 6, in corpore).

Aldo Maria Valli cita frases y acciones de Bergoglio en las que intenta dar el primado a la pastoral sobre la doctrina, a la misericordia sobre la justicia, evitando que la moral tome el control sobre la praxis y que la ley divino-positiva y natural se convierta en la norma y el principio en base al cual se puede ser solícitos con las creaturas y los pecadores, ayudándoles a salir del pecado, conditio sine qua non para obtener el perdón de Dios: «Ubi justitia et veritas ibi caritas».

El subjetivismo y el relativismo nominalista de Bergoglio le llevan inevitablemente a repudiar la doctrina católica, según la cual debe existir una norma o ley universal válida y vinculante para todos (los 10 Mandamientos). La de Bergoglio, observa Valli, es «una mentalidad líquida, sin certezas objetivas ni puntos inmutablemente firmes de referencia» (op. cit. p. 28).

Ahora bien, una pastoral desvinculada de la verdad y de la justicia es contraria a la verdadera caridad sobrenatural, no es misionera y no lleva al hombre por el camino que lleva al Cielo. Y, sin embargo, la naturaleza de la verdadera misionaridad de la Iglesia y del Pontifex o Sacerdos, es el deber actuar 1º) de «puente» entre Dios y el hombre, para que la gracia divina llegue al hombre y para que el hombre, con la ayuda de la gracia, suba al Cielo; 2º) transmitir las cosas sagradas («sacra dans») a los hombres y no palabrerías vacías de contenido en las que nada corresponde con la realidad, como querrían los nominalistas y los modernistas.

«El médico vino por los enfermos» (Mc., II, 17) ciertamente, pero el médico o el doctor es aquel que conoce y enseña («docet») la ciencia para curar los cuerpos y la aplica a los casos individuales en las debidas proporciones y dosis. Algunas veces, el médico se ve obligado a cortar o a amputar, pero es por el bien del enfermo. Si el médico cierra los ojos a la realidad o gravedad de la enfermedad de su paciente, lo daña, no lo cura: «El médico pidadoso hace la llaga gangrenosa». Igualmente, para conducir a alguien al Cielo, es necesario conocer y enseñarle el verdadero camino que conduce a él. En cambio, con la moral subjetivista y relativista, se dice que unirse a la verdad es orgullo y fanatismo fundamentalista y así se hace tomar un camino que, no siendo la verdadera, no conduce a Dios sino al Yo y la pérdida de Dios.

Bergoglio y el camino de la modernidad 

La edad moderna, comenzada con el nominalismo y el humanismo, es un caminar hacia la reconquista del yo, que el Cristianismo había mortificado en homenaje a Dios. Para reconquistar este yo mortificado por Dios el hombre se puso a recorrer frenéticamente los caminos de la emancipación. Llegó Lutero con el Protestantismo y se dio la emancipación del yo de la autoridad religiosa; llegó Descartes y con su famoso método filosófico señaló la emancipación del yo de la filosofía perenne; llegó Rousseau y con sus principios sociales revolucionarios señaló la emancipación del yo de la autoridad civil y a esta de la ley natural y divina. Esta continua, progresiva emancipación del yo culminó en la divinización del mismo yo (Hegel) y en la consiguiente humanización, o mejor, «destrucción» de Dios (Nietzsche). Se consiguió así la muerte nietzscheana de Dios en homenaje al yo. Quitado de en medio Dios, se tuvo al hombre totalmente «finito», o sea, un cadáver ambulante: la conquista se convirtió en derrota. La verdad y la justicia serán el medio más eficaz para salvar al hombre moderno, deteniéndolo en su loca y ruinosa carrera a la conquista del yo y animándolo no menos eficazmente a la sapientísima conquista del yo a Dios.

La pastoral de Bergoglio sigue el camino de la modernidad más radical y conduce al hombre a la ruina evitando «el camino angosto que lleva al Cielo» y llevándolo por «el camino ancho y espacioso que conduce a la perdición» (Mt., VII, 13-14).

Acertadamente advierte Valli: «el problema es otro. ¡Es que se habla demasiado de sola misericordia y demasiado poco de cómo conseguir la misericordia divina! Dios es misericordioso, pero es necesario pedir su misericordia por medio de nuestra libertad responsable. El verdadero camino es al arrepentimiento. No me parece, sin embargo, que la segunda parte de la cuestión esté muy presente en todo este gran discurso que se hace de misericordia, ni por parte de sus activos partidarios» (op. cit., p. 37). San Agustín nos recuerda: «Qui creavit te sine te, non salvabit te sine te / El que te creó sin ti, no te salvará sin ti», ¡pero Bergoglio no nos lo recuerda!

En resumen, la pastoral de Bergoglio es «una pasotral móvil y fluida, en la que puede ser verdad todo y lo contrario de todo» (op. cit., p. 87).

Misericordia de palabra, dureza en los hechos 

El padre Réginald Garrigou-Lagrange solía decir: «el católico es intransigente en los principios porque tiene fe y misericordioso en la práctica porque tiene caridad; el liberal es laxo en los principios porque no cree y despiadado en la práctica porque no ama con amor sobrenatural».

Este axioma puede aplicarse a Bergoglio. En efecto, si por una parte predica «parloteando la sola misericordia», por otra aplica la cruda justicia, que confina con la impiedad y la crueldad. Aldo Valli nos da la prueba: «En enero de 2015, Francisco recibe en el Vaticano a Diego Neria Lejárraga, transexual» (op. cit., p. 128). En cambio, «el 15 de abril de 2014, al final de la audiencia general en la plaza de San Pedro, el Papa se acerca a un nutrido grupo de personas que le esperan. Entre ellos se encuentran el marido y una hija de Asia Bibi, la mujer cristiana paquistaní acusada de blasfemia y, por ello, encarcelada y condenada a muerte. […]. Llegaron a Italia para pedir tomar iniciativas a favor de la liberación de la mujer. El encuentro, anunciado por la prensa, es, pues, muy esperado, pero sorprendentemente Francisco dedica a los parientes de Asia Bibi solamente una mirada fugaz, como distraído si no molesto. Las imágnes televisivas no dejan dudas. Bergoglio esta vez no escucha a las personas que tiene delante, no se detiene, no habla, no las bendice. La hija de Asia Bibi queda visiblemente sorprendida por tanta frialdad. ¿Por qué tanta indiferencia en un Papa conocido por su misericordia? […]. ¿Por qué tanta ternura con Diego y tan poca con los parientes de Asia Bibi?» (op. cit. p. 119 y p. 129)[5].

Cuando la subjetividad, como en Bergoglio, prevalece sobre todo, uno se queda a merced de las impresiones, de los sentimientos, del irracionalismo ciego, falta una razón y una lógica iluminada y sólida y se corre el riesgo de dar bandazos «a la izquierda» por exceso de sola misericordia teórica, que se convierte en un «flatus vocis», o «a la derecha» por exceso de justicia práctica, que se convierte en crueldad. En efecto, si el metro de todo es el sujeto, el yo, el hombre desvinculado de la razón, que se adecua a la realidad objetiva, prevalece entonces la instintividad animal, la pasionalidad salvaje, por la que se llega a ser alérgicos e intolerantes a cualquier objeción razonada, argumentada y lógica y se hace como Pinocho con el grillo parlante: se le aplasta (v. Asia Bibi, il card. Edmund Burke, los Franciscanos de la Inmaculada…). El sujeto, el yo, especialmente «el propio Yo», son absolutizados hegelianamente y se convierten en principio incuestionable del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso. Quien osa objetar tiene «una personalidad torcida, enferma, diabólica…» y todo ello en nombre de la misericordia en abstracto: «misericordioso de palabra y duro en los hechos» (op. cit., p. 112). Es una parodia de la verdadera misericordia, una mentira encarnada.

Después de haber estudiado el pensamiento y la práxis de Bergogio por lo que se refiere al subjetivismo relativista y la «sola misericordia», veremos próximamente, en un tercer artículo, los temas tan queridos para él: la acogida indiscriminada, la doctrina según la cual «Dios no es católico» y la voluntad de agradar al mundo.

Antonius

(continuará)

(Traducido por Marianus el eremita)

[1]Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 110; Concilio de Trento, ses. VI, canon 11, DB 821. Por la misma razón los protestantes niegan la presencia real de Jesús en la Eucaristía. En efecto, para ellos «Esto es mi cuerpo» significa «esto simboliza mi cuerpo», porque las sustancias no existen, sino que sólo existen los nombres, que simbolizan algo incognoscible objetivamente y a lo cual el sujeto da el significado que quiere.

[2]El libro (210 páginas, 16 euros) puede ser solicitado a Liberilibri, tel. 0732. 23. 19. 89; fax 0732. 23. 17. 50; email ama@liberilibri.it

[3]El castigo o pena es 1º) «concomitante» cuando deriva naturalmente e inmediatamente de la culpa y lo acompaña, por ejemplo, el remordimiento de conciencia o la pérdida d la gracia y del honor; 2º) «infligida» cuando es impuesta por el juez (Dios u hombre) en relación con la culpa cometida. Además, la pena infligida puede ser a) «medicinal», según si el juez la inflige para llevar al culpable de la rebelión al arrepentimiento, o 2º) «vindicativa» si es infligida como reparación y mantenimiento del orden violado (por ejemplo, el asesino debe ser castigado para mantener la tranquilidad del orden social y para reparar el orden moral y jurídico que ha infringido).

[4]Cfr. Lc., III, 7; Lc., V, 29; Lc., X, 15; Lc., XVIII, 9; Lc., XIX, 1; Mt., V, 21; Mt., XI, 23; Mt., XIII, 47; Mt., XV, 24; Mt., XXII, 1; Mt., XXIV, 51; Mt., XXV, 1; Símbolo Quicumque, DB, 40; Concilio Lateranense IV, DB, 429; Benedicto XII, Constitución dobmática Benedictus Deus, DB, 530; S. Th., Suplemento, q. 97 ss.

[5]Justamente Aldo Valli (op. cit., p. 129) advierte que a esta dureza con los pobres marginados y perseguidos corresponde una extraña amistad con los verdaderos pre-potentes y «dueños de este mundo». Bergoglio ha recibido con gran cordialidad a Christine Lagarde, responsable del «Fondo monetario internacional», a Tim Cook, administrador delegado de «Apple», a Eric Schmidt, número uno de «Google», a Kevin Systrom, fundador de «Instagram» y a Mark Zucherberg, fundador de «Facebook».

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