Cabría pensar que el llamado canto llano no daría mucho tema de conversación.
En realidad, el cántico gregoriano es de todo menos llano, salvo porque sus hermosas melodías están creadas para cantarlas sin acompañamiento ni armonía, como corresponde a la antigua cultura monástica en la que nacieron. Lo que conocemos como canto gregoriano es una de las formas más ricas y delicadas de arte en la música occidental; mejor dicho, en la música de cualquier cultura.
La tradición de cantar las Escrituras, práctica conocida como teamim o cantilena, nació al menos mil años antes del nacimiento de Cristo. Varios libros del Antiguo Testamento, en particular los Salmos y las Crónicas, dan fe del papel central de la música en el culto celebrado en el templo. Algunas melodías gregorianas todavía en uso son sorprendentemente parecidas a las que se entonaban en las sinagogas, en particular el tonus peregrinus del Salmo 113, In exitu Israel; la antigua tonalidad del Evangelio y la del Prefacio.
Teniendo en cuenta que el Salterio davídico se compuso con la misma finalidad de rendir culto a Dios y que estaba considerado el libro mesiánico por excelencia, observamos que San Pedro, San Pablo y los Padres Apostólicos los citas con mucha frecuencia en su predicación. Los primeros cristianos eligieron espontáneamente el Salterio como libro devocionario. Y así, la liturgia cristiana en general surgió de la combinación del Salterio y el Sacrificio. El Salterio es el incienso verbal de nuestras oraciones y alabanzas, un homenaje rendido por nuestro intelecto a Dios. El sacrificio cruento, la muerte y aniquilación de un animal, representa la entrega incondicional de nuestro ser a Dios. Ambas cosas están maravillosamente combinadas en la Misa conformando el sacrificio racional que consiste en la ofrenda perfecta de Jesucristo en el altar, que a las suyas nuestras alabanzas y oraciones haciéndolas dignas de la Santísima Trinidad.
El canto conoció un desarrollo prodigioso durante el primer milenio de la cristiandad. Para la época de San Gregorio Magno, que reinó entre 590 y 604, ya existía todo un repertorio de cantos para el Santo Sacrificio de la Misa y las oraciones diarias (Oficio Divino). Al dar su forma definitiva al Canon romano, que es el rasgo distintivo del Rito Latino, San Gregorio organizó el repertorio musical, gracias a lo cual desde entonces el canto se honra llevando el nombre de él: canto gregoriano.
Con el tiempo, no sólo se recitaban salmódicamente los salmos y las antífonas, sino también la lectura de las Escrituras, oraciones, intercesiones, letanías, instrucciones (por ejemplo, flectamus genua) y, en general, todo lo que hubiese de ser proclamado en voz alta. El núcleo del repertorio gregoriano se remonta a antes del año 800; la mayor parte estaba completada hacia 1200.
Como el canto era ni más ni menos la música, hecha a la medida por así decirlo, que se había desarrollado conjuntamente con la liturgia, dondequiera que ésta llegaba llegaba también la primera. A nadie se le habría ocurrido disociar los textos litúrgicos de la música; eran algo así como un compuesto de cuerpo y alma, o como un matrimonio feliz. También se podría comparar el canto con las vestiduras sagradas. Una vez desarrollada la indumentaria ceremonial, nadie en su sano juicio pensaría en deshacerse de la casulla, la estola, el alba, el amito o el manípulo. ¡Son las vestiduras con las que los ministros del Rey tienen el privilegio de ataviarse! Y así también, el canto es la vestidura que engalana los textos litúrgicos.
El Concilio de Trento (1545-1563) corroboró la función del canto en la liturgia y desaconsejó el empleo de una polifonía excesivamente compleja, sobre todo cuando ésta se basaba en melodias seculares.
De todos modos, con el paso del tiempo las melodías tradicionales del canto se fueron abreviando o corrompiendo, pues se vieron obligadas a adaptarse a un ritmo regular como la música con métrica de la época. A comienzos del siglo XIX, el canto había sido objeto de grave deterioro y descuido.
Era inevitable que tarde o temprano se emprendiera la restauración de tan inmenso tesoro de la Iglesia, ¡que es además parte integral de su solemne liturgia! Esta restauración fue obra conjunta de un monje y un pontífice. Dom Prosper Guéranger (1805-1875) fundó en 1833 la abadía de Solesmes y la convirtió en un centro neurálgico de observancia monástica, en el que no faltaba el canto del Oficio Divino y la Misa en su totalidad. Los monjes de Solesmes estudiaron manuscritos antiguos y recuperaron las distintivas melodías y ritmos del canto.
Poco después de ascender al solio pontificio, San Pío X se reunió en Roma con monjes de Solesmes y les encomendó la tarea de publicar todos los libros de canto litúrgico, haciendo las correcciones pertinentes a la melodía y el ritmo. Los monjes se pusieron manos a la obra y Pío X puso su sello de aprobación a la labor realizada. Esa instrucción pontificia dio lugar a una larga serie de publicaciones influyentes de Solesmes o autorizadas por dicha abadía, la mayoría de las cuales siguen todavía en uso, en particular el Liber usualis, el Graduale romanum y el Antiphonale monasticum.
Desde Solesmes y Pío X hasta la constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, se extiende una línea directa y lógica. El Concilio dijo lo siguiente del tema:
La acción litúrgica reviste una forma más noble cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto (…) Consérvese y cultívese con sumo cuidado el tesoro de la música sacra. Foméntese diligentemente las Scholae cantorum (…) La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas. Los demás géneros de música sacra, y en particular la polifonía, de ninguna manera han de excluirse en la celebración de los oficios divinos, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica.
El movimiento litúrgico original del que proceden estas conmovedoras palabras tenía por objeto restablecer y recuperar las más ricas y hermosas tradiciones de la oración católica. Desgraciadamente, una peligrosa combinación de falso arqueologismo y modernismo ávido de novedades lo echó todo a rodar, dando amplio lugar a la batalla campal de opiniones encontradas en que todavía estamos metidos, en la que el canto poco menos que se ha convertido en una especie en vías de extinción. Menos mal que están empezando a cambiar las tornas por aquí y por allá. El canto nunca morirá, porque es la música litúrgica perfecta.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)