En 1773 el papa Clemente XIV, bajo mucha presión de todas las grandes potestades de Europa, suprimió la Sociedad de Jesús, los jesuitas. Ya habían sido expulsados de Portugal, Francia y España y de sus colonias en el nuevo mundo. Fue inmensa la influencia ejercida al lado de los poderes políticos, para hacer que la Iglesia se conformara con las modas de pensar del mundo. La Enciclopedia Católica interpreta los eventos así:
«Cada obra de los jesuitas –sus vastas misiones, sus nobles universidades, sus templos, todo les es quitado o destruido. Son desterrados y su orden es suprimida con palabras acerbas y denunciantes, aun del Papa. Francia, España, Portugal e Italia son presas del movimiento revolucionario. La supresión de los jesuitas se debió a las mismas causas que luego se vieron en la revolución francesa. En Francia en particular, hubo una gran ansiedad por cambiar el antiguo orden de las cosas.»
En verdad es imposible saber exactamente todos los efectos de esta decisión del papa Clemente XIV, y solo podemos opinar de lo que hubiera sucedido si pudiera haber resistido a las presiones mundanas.
En la misa de hoy la Iglesia quiere hacernos entender que Cristo es el Buen Pastor que nos conoce y nos ama, mucho más de lo que nos conocemos y amamos a nosotros mismos.
Por eso estableció su Iglesia, para pastorearnos. Sin ella no se puede encontrar la buena pastura y siempre logra sus metas a través de mediadores, pues estableció una jerarquía de vicarios quienes continuarían su ministerio. O más bien, para que Él pueda trabajar por ellos y en ellos.
Desafortunadamente muchas veces no correspondemos con esta gran carga como deberíamos. Como un espejo sucio, hacemos que Cristo no brille en nosotros como debería. Así fue el caso con el papa Clemente XIV porqué se dejó llevar por presiones mundanas. Y hay muchos otros casos similares de papas, obispos, sacerdotes u otras personas con cargos importantes. Nos damos cuenta que siempre estamos fallando. Sin embargo, por alguna razón Cristo decidió realizar su plan de salvación a través de instrumentos muy débiles e incluso, a veces, ineptos.
Gracias a Dios, es Cristo quien es el pastor y cabeza de la Iglesia y Él nunca falla. No huye cuando vienen los lobos. Él siempre conduce la barca, la única barca que lleva a la salvación y logra sus metas a pesar de los errores de sus representantes.
Y su solicitud para que todos entren en la barca es demasiado grande. ¿Sus métodos quizás parecen un poco, digamos, locos, no? ¿Dar su vida? ¿Por ovejas? ¿Llevar nuestros pecados? O como leemos en otro lugar, ¿dejar los 99 para buscar una sola? No parece muy buena inversión, ¿verdad?
Ni modo. Para Él cada alma es desmesuradamente importante. Quiere que todos disfruten el buen pasto. Por eso cuando encuentra la descarriada que, tal vez anda pastando entre maleza y plantas tóxicas o en tierras áridas, el Buen Pastor no le dice: «¡Qué bueno que has encontrado algo que se parece al alimento verdadero! Te dejo en paz. Disfruta. Me alegre que hayas podido expresarte como individuo y seguir tu propio camino. ¡Qué padre!» Al contrario, la toma con fuerza y la lleva a donde de verdad encontrará su alimento.
Y quizás podemos imaginar, si una oveja pudiera pensar y hablar, que dice entre sí cuando el pastor la agarra, «¿Por qué no me dejaste? Yo no quiero regresar al rebaño, es muy difícil. Esa hierba donde estaba sabía bien.» Pero cuando llega, se entera de que el pasto del Señor es mucho mejor y que realmente satisface.
Éste es el cuidado que el Señor tiene para su Iglesia, su pequeño rebaño para el cual le prepara un reino.
Y el pasto que se encuentra allí es tan bueno que solo los preparados, los purificados, los que han sido limpiados y se arrepienten, pueden entrar en él. Para deleitarse en el manjar de la pastura del Señor, se tiene que pertenecer a su rebaño, se tiene que escuchar su voz y ser reconocido por Él. Y a los suyos les da, no solamente pasto, pero aún su propio carne y sangre por alimento y les otorga las fuerzas necesarias para realizar un ideal que, normalmente, sería fuera de su alcance.
Para decirlo más claramente: la Santa Comunión, la Sagrada Eucaristía es un sacramento de los vivos. Para ser vivo espiritualmente, uno tiene que tener gracia santificante en su alma y tiene que pertenecer a la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo. Si una persona pierde la gracia por el pecado mortal, tiene que arrepentirse en el sacramento de la confesión para recuperarla antes de poder regresar a este banquete celestial. Y como el Padre Romo dijo la semana pasada, este arrepentimiento implica y requiere un propósito determinado de no volver a pecar y apartarse de todas las ocasiones de pecado. Y este es, o debe de ser, muy obvio, ¿no? Si queremos agradecerle por su entrega total, su sacrificio para nuestra redención, si queremos corresponder y amarlo en verdad, ¿cómo se puede seguir pecando? ¿No sería como si estuviéramos diciendo que amamos el pecado más que a Él? ¿No sería como estaríamos diciendo que queremos que Él se conforme a nosotros, en vez de que nosotros nos conformemos a Él? ¿No es una burla decir que uno quiere crecer en amor y santidad, mientras por sus acciones manifiesta que quiere seguir siendo el enemigo de Dios por pecar?
Ésta es la doctrina de la Iglesia, la herencia que hemos recibido de Jesucristo que no permite ninguna excepción. Además, los que no reciben esta gracia o que después de pecar no se arrepienten para a volver a conseguirla, morirán de hambre fuera del rebaño. Esto no es una cosa de poca importancia. Y al dejar una persona en tal estado, sería un gran falta de misericordia.
Jesús, nuestro Buen Pastor nos ama tanto que insiste en lo mejor para nosotros. No se conforma con nada menos. Su inexpresable amor no se lo permite.
En este mundo no hay nada que iguale este amor tan profundo como lo del Buen Pastor. Pero, Cristo si nos dejó una imagen de este gran misterio: el matrimonio cristiano. Esta unión entre esposo y esposa debe de reflejar la lealtad, devoción, y solicitud que Cristo tiene por su Iglesia. Por eso San Pablo dijo que las casadas estén sujetas a sus maridos como la Iglesia lo está a Cristo y que los esposos deben amar a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia, sacrificándose para su santificación.
Pío XI escribe en Cassti Connubi:
«Cuán grande sea la dignidad del casto matrimonio, de que habiendo Cristo, Señor nuestro e Hijo del Eterno Padre, tomado la carne del hombre caído, no solamente quiso incluir de un modo peculiar este principio y fundamento de la sociedad doméstica y hasta del humano consorcio en aquel su amantísimo designio de redimir, como lo hizo, a nuestro linaje, sino que también lo elevó a verdadero y gran sacramento de la Nueva Ley, restituyéndole antes a la primitiva pureza de la divina institución y encomendando toda su disciplina y cuidado a su Esposa la Iglesia».
Pide, además, la fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia, El la amó con aquella su infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa.
Hay que creer, si Dios invita a un ideal perfecto, también proporciona la gracia para cumplir con él.
Y si, lamentablemente, uno no quiere conformarse a esta santa y hermosa realidad Juan Pablo II en Familiaris Consortio nos advierte a la triste consecuencia:
«La Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
El Buen Pastor quiere llevarnos a la rica pastura de gracia y sana doctrina y una vez llegando allí que jamás deseemos apartarnos.
San Vicente de Lerins nos advierte del peligro de querer desviarse:
«No puede ser suficientemente asombrado por la estupidez de algunos que codician el error y no se contentan con le regla de fe entregada de una vez por todos, sino que constantemente buscan algo nuevo y más nuevo aún y siempre pues quieren añadir, cambiar, o restar algo de la religión».
O, como enfatiza el Beato Pío IX:
«Nada puede quitarse de las palabras de Cristo, ni ninguna cosa puede ser cambiada de la doctrina que la Iglesia Católica recibió de Cristo para conservar, proteger, y predicar».
P. Daniel Heenan