Cinco consejos para sobrevivir espiritualmente el 2020

Si el signo histórico de estos últimos años se mantiene, probablemente  2020 sea un año de escándalos y tribulaciones sin número y marque el comienzo de una nueva década, en la que el destino de la Iglesia jerárquica se definirá o hacia alguna suerte de restauración, luego del desfondamiento material, moral e incluso psíquico de los apparatchiks conciliares y sus obras y pompas, o hacia su conversión definitiva en una «espiritualidad global» sincrética al servicio de la ONU y de personajes como Soros.

Desde la perspectiva esjatológica, nos aproximamos, como ya lo hemos dicho en múltiples ocasiones, al fin del mundo o al fin de un mundo. Sea lo que fuere: levate capita vestra, porque en ambos casos se acerca, sea en un sentido histórico o transhistórico, nuestra liberación.

En medio de las múltiples listas de propósitos que se hacen en este año, quisiera proponer una serie de consejos para sobrevivir espiritualmente en este año 2020. No pretendo ser  un guía de nada; son consejos que, principalmente, me hago a mí mismo y comparto con todos nuestros queridos lectores. Pero, eso sí, si en algo les ayudan estos modestos tips, pido a cambio una contribución no tan modesta: sus oraciones. ¡Un santo 2020!

  1. Rezar por sobre todo  y antes que nada y en medio de todo:   No está demás empezar el año recordando la archiconocida pero paradójicamente olvidada frase de san Alfonso María de Ligorio:«Quien reza se salva y quien no reza, se condena». Aunque parezca increíble es muy grande el número de católicos practicantes, incluso de persuasión tradicional y de voluntad ortodoxa, que no rezamos o rezamos muy poco. Evidentemente así las fuerzas son muy pocas para perseverar en el combate espiritual cotidiano. ¿Se deberá quizá a las múltiples ocupaciones extenuantes en las que estamos envueltos? Pas de tout! La razón, creemos, es la ausencia de silencio interior. En el caso de que no se pueda arrojar al fuego el Smartphone, la batalla por el silencio interior costará mucho más. Debemos comprender que, por ejemplo, hasta una breve jaculatoria es infinitamente más importante que un minuto pasado en Facebook o Instagram en «profanas y vanas palabrerías» (2 Tim. 16-18) o espiando vidas vacías de prójimos ociosos y/o inmorales.  ¿Cómo y qué rezar? Creo que el mínimo para un católico laico medio debería ser la oración de la mañana, la oración de la noche con  examen de conciencia y el rosario diario. Evidentemente puede empezarse de a pocos: quizá en este mundo tan ruidoso y escandaloso convenga comenzar poniéndose en presencia de Dios con la ayuda de una oración tan simple como la oración de Jesús; a partir de ahí, las oraciones matinales y nocturnas de los devocionarios y misales de nuestras abuelas nos pueden servir bastante y el rosario diario, si no puede hacerse vespertinamente en familia, como en la antigua usanza, pues rezarlo en el transporte público o en el paseo cotidiano es una posibilidad bastante agible. El paso de la oración vocal a la oración mental y a la contemplación más elevada, una vez generado este hábito de oración cotidiana, caerá por su propio peso. Preocupaciones y cruces no faltarán para postrar al alma cristiana ante Dios y hacerla entablar con él un diálogo más íntimo y profundo.

«En la tarde de la vida te examinarán en el amor», decía san Juan de la Cruz. Y, aunque algunos hayan intentado cursilizar esa frase y convertirla en un lema buenista de galletita china, a mí me produce temor y temblor. Porque habla del Juicio Final. Y qué terrible será constatar que amamos al Smartphone o cualesquiera otras tonterías más que a Dios, porque no rezamos nunca. Un católico que no reza nunca o que reza muy poco es un monstruo, aún peor que el ateo o el pagano, y acabará por condenarse y condenar a los demás con sus inevitables escándalos. Quizás Judas Iscariote, ocupado como estaba en la ideología de la opción “preferencial por los pobres” y otras obsesiones políticas (Juan 12:5), comenzó su apostasía dejando de rezar. Así podemos comprender mejor aquellas palabras de Jesús: «más le valiera no haber nacido» (Mt 26:24).

  • «Huid del hombre imbécil»: Lo dice la Escritura: «Vade contra virum stultum, et nescit labia prudentiæ» (Prov. 14:7): «Huid del stultum, porque en él no hallarás palabras de sabiduría». No nos estamos refiriendo aquí al ignorante o al psíquicamente limitado, sino al stultus, al necio, imbécil o estúpido moral, a aquel que, por razones culpables, oscurece su propia razón, negándose a ver lo evidente u oprimiendo sus facultades superiores por sus pasiones.  No nos referimos tampoco al invenciblemente equivocado, al desinformado, al que sostiene más o menos de bona fide algún error, sino a aquel que, sabiendo que, por citar un ejemplo, determinada herejía o acto de idolatría es un error, por conveniencia carnal, opta por resemantizarlo, fabricarle una «hermenéutica de la continuidad» o simplemente hacer uso de analogías ridículas, falacias y otros dispositivos grotescos para salvar el asunto y hacernos creer que, por ejemplo, lo único que diferenciaba a Nerón o a Lutero (y sus imitadores romanos actuales) de san Pío X era la época. Ya sea por el bolsillo, la conservación de un prestigio dudoso, el atavismo animal  de manada o el puro y simple poder. Stulti son también aquellos que, por amor desordenado a sí mismos, aborrecen la contemplación y prefieren a ella los chismes, la divulgación de miserias propias o ajenas, los casos escandalosos, las historietas obscenas, las calumnias y toda suerte de vulgaridades y estupideces que no elevan el espíritu. Ambas especies pertenecen al género de los imbéciles y Dios manda  huir de ellos, así tengan mitras, sotanas, bandas presidenciales, coronas, birretes o triples tiaras papales.
  • Cultivar  la virtud de la esperanza: Muchos dicen que en estos tiempos cuesta mucho vivir la virtud de la esperanza. Que la apostasía generalizada, la destrucción de la sociedad humana y de la moral pública y el generalizado enfriamiento de la caridad hacen que sea muy difícil vivir esta virtud. Discrepo. Por un lado, cabe recordar que nuestra santa religión nació un día donde se cometió una terrible injusticia: la ejecución del Logos Eterno del Padre Encarnado y que la jerarquía eclesiástica de ese entonces estaba conformada solo por un ocho por ciento de fieles, otro ocho por ciento de traidores abiertos y patentes, un papa que había negado a Jesucristo y del resto de los obispos, no se oía, Padre.  Alguien podría decir que ahora el porcentaje de traidores en el colegio episcopal es muchísimo más alto que el 8.3333333 representado por Judas Iscariote en el año 33. Pero lo cierto es que la Iglesia nació en un contexto de traición, odio y persecución demoníacos. No hay que olvidarlo.  Cuando uno lee, por ejemplo, el evangelio según san Mateo, sorprende la presencia de la persecución y del anuncio de toda clase de peligros internos y externos para los cristianos, en un contexto de crisis histórica sin precedentes. ¿Cómo lo habrían leído los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, viviendo en los tiempos  de cristiandad? Sea lo que fuere, hay que evitar un error común: confundir la esperanza como pasión con la virtud teologal de la esperanzaLa esperanza como pasión es un movimiento del llamado apetito irascible –la tendencia hacia un  bien difícil – cuando este bien se nos presenta como posible de alcanzar. Así considerada, la pasión de la esperanza es moralmente indiferente. Tampoco hay que confundirla con una confianza filosófica en la Divina Providencia –el ordo rerum ad finem– ni con la alegría sensible. Habrá pocos motivos  quizás para la alegría sensible, pero, creo yo, hoy vivimos una época de  particular oportunidad para ejercitar la esperanza sobrenatural. Mi misal de fieles de la FSSPX explica la manera cómo cultivar esta virtud: «pensar con frecuencia en el Cielo y en los bienes eternos. Desearlos ardientemente Despreciar los bienes y placeres de esta vida y vivir en santo temor de ofender a Dios».

Hoy más que nunca y en medio de la plena fealdad del mundo moderno sin los oropeles del romanticismo o del clasicismo paganoide que otrora podían tentar a un Goethe o a un Maurras, podemos y debemos más que nunca elevarnos hacia las cosas celestes, pensar con frecuencia en el Cielo. A ese ejercicio ayudará bastante el cultivo de la metafísica y de la poesía espiritual.  Pero, por sobre todo, el de la espiritualidad de la confianza, tal como fue practicada por san Claudio de la Colombière o por el padre Raymond Thomas de Saint Laurent, especialmente en ese tesoro maravilloso que es el Libro de la Confianza.

  • Practicar la Opción Benito (José de Labré): He de confesar que hasta ahora no entiendo eso de la Opción Benedictina. No ayuda mucho en este designio el libro del mismo nombre de Rod Dreher. ¿En qué consiste? ¿En un horizonte de acción óptimo, una estrategia de supervivencia para padres de familia en un contexto determinado o una suerte de road movie que revisa misceláneas experiencias de religious conservatives en Estados Unidos de América? No lo sabemos a ciencia cierta. Lo que sí sé es que mi opción para el 2020 será la Opción Benito (José de Labré). Esta opción consiste en imitar al inolvidable mendigo santo de Roma: ser un pordiosero de la gracia, peregrinando pobremente entre los monumentos  materiales y espirituales de la Cristiandad, algunos quizá arruinados,  pero tratando siempre de hacer el bien a todos aquellos con los que nos encontremos en los caminos.
  • Elevarse por sobre el bergoglismo cultural: Este consejo está estrechamente relacionado con el número 2, pero posee un matiz diferente. Ortega y Gasset, en su profética obra La rebelión de las masas, describía a un tipo humano nacido del democratismo liberal y del avance tecnológico, caracterizado por su radical ingratitud contra la genial tradición que ha hecho posible su existencia y por poseer la psicología de un niño mimado, que constantemente busca, por sobre todas las cosas, la  libre expansión de sus deseos vitales, se trata del hombre-masa. Ama «desfogarse»: si quiere gritar, grita; si quiere pegar, pega; si quiere insultar, insulta; victimizándose siempre, por su monstruoso narcisismo hipersensible. Hace lo que le «cantan» las bajas pasiones y quiere que el mundo se doblegue a él, por eso es subjetivista, «soberano del instante», odiador de la tradición, de las realidades definidas externas a su mente y, en suma, de la metafísica, que le parece muy poco dinámica.  Es un «bárbaro vertical», diría Ortega y Gasset, «que rechaza normas, trámites, cortesía, costumbres intermedias, justicia, razón» y cae en el libertinaje. ¿Cómo debemos evitar que este cáncer espiritual que amenaza con destruir la cultura humana? Pues defender más que nunca las costumbres intermedias, la cortesía, esa «liturgia viva de la caridad fraterna», como la definía el padre Roger Dupuis, y los múltiples rituales tradicionales, cívicos y religiosos, y todo aquello que sirva de contención al desborde del hombre-masa. En suma, llenar nuestra alma de cosas bellas y edificantes. Dixi.
César Félix Sánchez
César Félix Sánchez
Católico, apostólico y romano. Licenciado en literatura, diplomado en historia y magíster en filosofía. Profesor de diversas materias filosóficas e históricas en Arequipa, Perú. Ha escrito artículos en diversos medios digitales e impresos

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