Por el P. Glen Tattersall
Melbourne, Victoria
Especial para Rorate Cæli
“Se ha reclutado el poder del Estado para destruir a Pell. Esta situación no se puede esconder bajo la alfombra”. Esto ha escrito Paul Kelly, un prominente comentarista político de Australia, en el periódico The Australian el miércoles santo. Un día antes, la totalidad de los magistrados de la Corte Suprema del país, por un margen de siete a cero, anuló cinco condenas de abusos infantiles por las que el cardenal George Pell pasó trece meses y diez días en una cárcel de Melbourne, casi todo el tiempo en un confinamiento en solitario. Así, se le negó la oportunidad de celebrar misa y no tuvo acceso a los sacramentos en todo ese tiempo.
En el último momento, el más alto tribunal de la nación redimió parte de la credibilidad que el sistema de justicia australiano había perdido, al recordar a la nación y al mundo que el imperio de la ley aún no ha muerto. Tal afirmación, sin embargo, sigue dudosa en Victoria (el segundo estado más grande de Australia en cuanto a población). Ahí la conducción del caso Pell violó de forma rutinaria principios de justicia reconocidos como sacrosantos en cualquier sociedad civilizada.
La condena de su eminencia, basada en el testimonio infundado de un solo acusador, sin ninguna prueba forense o documental y sin ningún otro testigo, tuvo más bien reminiscencias de los procesos judiciales de los estados totalitarios, en los que el juicio resulta normalmente acorde con las costumbres políticas y culturales del estado y con las expectativas de la élite que gobierna.
En el caso Pell, todo giraba en torno a la credibilidad del querellante, cuyo nombre sigue estando reservado en Australia. Tampoco se le requirió que apareciera en persona, ni siquiera en una sala cerrada. En el primer juicio, dio sus pruebas a través de una conexión por video desde un lugar remoto, confortado por ¡un perro de apoyo emocional! En el segundo juicio, que tuvo lugar después de que el jurado del primero no lograra alcanzar un veredicto, se hizo ver de nuevo el interrogatorio del querellante a un jurado nuevo. En ambos juicios, al equipo de defensores del cardenal (y, por lo tanto, al jurado) se le negó el acceso a pruebas vitales: en concreto, que el querellante tenía una historia de serios problemas psicológicos que habían requerido tratamiento.
Fueron múltiples las deficiencias en el modo en que se condujeron ambos juicios, incluido el error de no llevar al jurado a la catedral de St. Patrick una mañana ajetreada de domingo para que viera la atmósfera en que supuestamente ocurrieron los delitos. La vergonzosa decisión del tribunal de apelación de Victoria, con un margen de dos a uno, de rechazar la apelación del cardenal en agosto de 2019, agravó la injusticia. Los jueces en su mayoría basaron su decisión en la credibilidad del querellante. Sólo el juez disidente, Mark Weinberg, uno de los juristas australianos más experimentados en asuntos criminales, se mostró “bastante poco convencido” por las pruebas del acusador. En un dictamen de 204 páginas, argumentaba que la condena de Pell “no se sostiene” porque existía una posibilidad muy significativa de que el cardenal fuera inocente.
En el veredicto pronunciado en la Semana Santa de 2020, la Corte Suprema ha estado de acuerdo con él.
No así el premier de Victoria, Daniel Andrews, el líder político del estado. Ha publicado una breve declaración después de la decisión de la Corte Suprema: “Tengo un mensaje para cada una de las víctimas y supervivientes de los abusos sexuales a niños: os veo, os oigo, os creo”.
Con tal afirmación extraordinaria y peligrosa, en efecto ha declarado una “presunción de culpabilidad” sobre cualquier acusado de abusos sexuales a niños. Los que importan más, ha dicho Andrews, son “las víctimas”.
Pero esto es cambiar la cuestión. No había tal “víctima” en el caso de Pell, sólo un acusador cuya querella estaba mal. En este caso, la única víctima ha sido el cardenal Pell, que fue injustamente condenado y encarcelado.
La Victoria de Andrews encabeza a la nación en fomentar la llamada “fluidez de género” entre los niños y adolescentes, hace alarde de las peores leyes del aborto de Australia (que han copiado otros estados) y aprobó leyes de eutanasia izquierdistas el año pasado, que causaron la muerte de 52 personas en los primeros seis meses. El premier también es responsable de leyes de declaración obligatoria, que exigen a los sacerdotes violar el secreto de confesión. De manera increíble, Andrews, un católico que se ha opuesto a las enseñanzas y a la disciplina católicas en cada ocasión, y cuyos hijos van a un colegio católico, nunca ha sido reprendido (y mucho menos se le ha impuesto una pena canónica) por parte del obispo de la diócesis de Victoria. Andrews también secundó la iniciativa Belt and Roan del Partido Comunista Chino. El virus de Wuhan no parece haber levantado ningún recelo en cuanto a esta política.
Lejos de repudiar la reacción de Andrews ante la decisión de la Corte Suprema sobre Pell, algunos de nuestros obispos han cometido el error de adoptar el mismo lenguaje y acercamiento, aunque un poco aguado. Hay un tiempo y un lugar para reconocer el daño que han hecho a menores los pecadores que han cometido abusos sexuales. Esta no era la ocasión. En este grueso error de la justicia no había “víctima” alguna de abusos sexuales, sólo un querellante.
El arzobispo de Brisbane, Mark Coleridge, el presidente de la Conferencia Episcopal Australiana, hizo una declaración que levantaba una valla:
“El resultado de hoy será bienvenido para muchos, incluidos los que han creído en la inocencia del cardenal a lo largo de este duradero proceso”, ha dicho. “También reconocemos que la decisión de la Corte Suprema puede ser desoladora para otros. Mucha gente ha sufrido mucho durante el proceso que ahora ha llegado a su conclusión”.
Curiosamente, Coleridge, que normalmente es un tuitero muy parlanchín, ignoró el asunto en su cuenta de Twitter, a pesar de su significación para la Iglesia y de que el caso sea uno de los más controvertidos asuntos criminales en la historia del país. Tal omisión parece incomprensible por parte del presidente de la Conferencia Episcopal Australiana que, al dar la bienvenida este año al Año de la Rata, tuiteó que se sentía “optimista, lleno de energía, listo y adaptable”,
El arzobispo de Hobart, Julian Porteous, ha sido más valiente al alabar la “revisión legal, profesional y precisa de las condenas” por parte del Alto Tribunal. Y el sucesor del cardenal, el arzobispo de Sydney, Anthony Fisher, abogado cualificado, ha señalado cuestiones obvias que pasaron por alto la mayoría de sus colegas. Las deliberaciones de la Corte Suprema les llevaron a creer que “se había condenado a un inocente”. El caso, ha dicho el arzobispo Fisher, “no ha sido sólo un juicio al cardenal Pell, sino también al nuestro sistema legal y a nuestra cultura”.
El arzobispo de Melbourne, Peter Comensoli, ha afirmado que “el cardenal Pell fue condenado y encarcelado erróneamente”. El cardenal Pell, ha dicho, mantuvo categóricamente su inocencia “y ahora es libre para vivir su vida pacíficamente en la comunidad”.
El padre Frank Brennan S.J., prominente activista por la justicia social y también abogado, se ha fijado en el detalle legal.
Según ha escrito en The Australian, el padre Brennan señala que, en el primer juicio, la fiscalía llamó a 23 testigos “que participaban en la celebración de la misa solemne de la catedral o que eran miembros del coro en 1996 y/o 1997”.
“Muchos de estos testigos eran también plenamente creíbles, aunque su fiabilidad vacilaba a veces, dado que intentaban recordar lo que pudieron haber estado haciendo después de la misa en la catedral de St. Patrick, un domingo en particular de 22 años atrás. La sinceridad de estos testigos no fue cuestionada por la fiscalía”, escribió.
“La Corte Suprema se dio cuenta de que muchos de estos testigos habían dado pruebas consistentes que situaban a Pell en la escalinata de la catedral durante por lo menos 10 minutos después de las misas del 15 y del 22 de diciembre de 1996, las únicas fechas posibles en que los cuatro primeros delitos se podrían haber cometido. La fiscalía “concedió que los delitos alegados en el primer incidente podrían no haberse cometido si, después de la misa, (Pell) había estado en la escalinata de la catedral saludando a los congregados durante 10 minutos”. La Corte también halló que había pruebas incuestionables por parte de testigos sinceros que situaban a Pell en compañía de su maestro de ceremonias cuando regresó a la sacristía de los sacerdotes para quitarse las vestiduras. Más aún, hubo pruebas suficientes de “un tráfico continuo hacia y fuera de la sacristía de los sacerdotes durante 10 o 15 minutos” después de que los monaguillos regresaran a la sacristía al final de la procesión y la conclusión de la misa. No hubo ni un lapso de cinco a seis minutos para que ocurrieran los delitos con Pell, el querellante y su compañero solos en la sacristía, juntos y sin interrupción, directamente después de la misa.”
De forma increíble, ni uno de los obispos australianos (que yo sepa) ha requerido públicamente una investigación pública sobre la conducta de la policía de Victoria y el sistema de justicia del estado en el caso Pell.
La policía comenzó su caza de brujas contra Pell en 2013. Sin queja alguna ante ellos, lanzaron la estrambóticamente llamada “operación Tethering” [operación anclaje]. Era la “operación coger a Pell”, escuchada la primera vista. Poco antes de la Navidad de 2015, la policía se fue a una expedición de pesca. Como informó The Age: “La Iglesia Católica de Melbourne ha sido golpeada con abusos sexuales a niños sólo dos días antes de Navidad, al seguir la policía acusaciones que caen directamente bajo el liderazgo de George Pell. En una rara declaración pública, los detectives del grupo que investiga acusaciones pasadas de abusos han hecho un requerimiento de información sobre abusos sexuales en la catedral de St. Patrick entre 1996 y 2001” (el periodo de mandato de Pell como arzobispo de Melbourne). Sobre esto hay preguntas que deben contestarse. Una sociedad libre bajo el imperio de la ley investiga delitos, no personas.
El antiguo jefe ejecutivo del Consejo Eclesial de Verdad, Justicia y Curación, Francis Sullivan, ha reflejado el punto de vista de muchos del establishment modernista de la Iglesia cuando ha dicho que la decisión de la Corte Suprema dejará a muchos aliviados, a otros confundidos y a otros enojados. El cardenal Pell, ha asegurado, “ha sido una personalidad divisiva, no particularmente popular, un poco guerrero ideológico y un pararrayos del descontento durante mucho tiempo”.
Aunque desafortunados, los comentarios de Sullivan tienen un elemento de verdad. Su eminencia, aunque no sea personalmente un tradicionalista litúrgico, fue generoso con los tradicionalistas al ser una figura central en la reforma conservadora de la liturgia postconciliar (especialmente en su papel de presidente del comité Vox Clara). Como arzobispo de Melbourne y Sydney, fue valiente, claro y directo en la defensa de la enseñanza católica central sobre la fe y la moral, y un defensor robusto y visible de la Fe en las guerras culturales. Como tal, era demasiado conservador para la mayoría de los obispos australianos y miembros del establishment de la Iglesia, muchos de los cuales o simpatizaban con el enemigo o querían una vida tranquila. Esa es la razón principal por la que los obispos nunca eligieron a Pell como presidente de la Conferencia Episcopal Australiana.
La gente de los bancos discernía mejor. En Australia, como en el resto del mundo, han ayudado al cardenal Pell con oraciones, misas, novenas, vigilias y devociones a lo largo de su dura prueba. En la cárcel, con frecuencia recibía 50 cartas al día de los que le deseaban el bien. Les gustaba como arzobispo y recordaban su fuerte liderazgo. Saltan de gozo porque se ha enmendado una gran injusticia. Muchos australianos no católicos (no los miembros de la clase charlatana) comparten nuestro alivio y nuestra alegría.
Este doloroso fiasco, no obstante, ha expuesto el gran abismo que hay entre los tímidos líderes progresistas de la Iglesia y el sensus fidelium…
–El P. Glen Tattersall es párroco de St. John Henry Newman de Melbourne, Victoria, la parroquia de la misa tradicional de la ciudad—
Artículo original. Traducido por Natalia Martín