Columnista invitada: La belleza como elemento esencial de la sagrada liturgia

“Oh Señor, he amado la belleza de Tu casa”

La Belleza como Elemento Esencial de la Sagrada Liturgia

En Sacramentum Caritatis, el papa Benedicto XVI escribe, “La belleza…no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.” (art. 35). Por lo tanto, la belleza no es meramente algo externo; sino que la belleza es inseparable de la liturgia. Una cosa es decirlo en abstracto, pero en lo concreto es más difícil de comprender. Para comprender que la belleza es un elemento esencial de la liturgia debemos mirar los escritos de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI para dilucidar tres indicadores principales de la belleza: la liturgia debe ser cristocéntrica, situada dentro de la larga y sagrada tradición de la Iglesia, y permeada por música hermosa. 

En la exhortación apostólica antes citada, Benedicto XVI pasa inmediatamente a decir: “La belleza intrínseca de la liturgia tiene como sujeto propio a Cristo resucitado y glorificado en el Espíritu Santo que, en su actuación, incluye a la Iglesia. ” (art. 36). Si la liturgia debe ser bella, entonces solo puede serlo porque el mismo Jesucristo es el centro de la celebración y del sacrificio. El propio Cristo nos dio la forma de la sagrada liturgia en la última cena, que ha sido heredada y desarrollada orgánicamente a lo largo de la tradición de la Iglesia. El propio Cristo es el sacrificio: Él es tanto el sacerdote como la víctima, como leímos en la carta a los Efesios, “Cristo os amó, y se entregó por nosotros como oblación y víctima a Dios cual olor suavísimo” (5:2, RSV; Summa Theologia, III, q. 22, a. 2). Tal como Ratzinger demuestra elocuentemente en su discurso, “El Sentimiento de las Cosas, las Contemplación de la Belleza,” Cristo es la belleza misma:

No es simplemente la belleza exterior de la aparición del Redentor la que se glorifica: en Él aparece más bien la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo que nos atrae a sí y al mismo tiempo nos procura la herida del amor, la santa pasión (eros) que nos hace ir al encuentro, junto a la Iglesia y en la Iglesia Esposa, al Amor que nos llama.

Si el propio Cristo es la Belleza del Amor divino, entonces ¿cómo no va a estar en el centro de nuestra sagrada liturgia? Si la presencia de Cristo permea la sagrada liturgia, entonces será imposible que ésta sea bella por sí sola. Cuando empezamos a “hacer” nuestra propia liturgia o reorientamos su foco hacia nosotros mismos, entonces estamos sujetos a hacer de la liturgia algo horrible, dado que su foco se torna antropocéntrico en lugar de cristocéntrico. Mientras que la comunidad humana es sin dudas parte de la celebración de la liturgia, cuando se convierte en el foco, Cristo deja de ser una razón para la liturgia. Cuando la liturgia se centra en los logros del hombre y sus deseos, cuando nos alejamos de Cristo, quien se entregó a nosotros como alimento y bebida spiritual, entonces olvidamos a quien es la Belleza misma; corremos el riesgo de convertir la belleza en simple estética, basada en nuestra comprensión cultural de belleza.

Asegurar que Cristo, la Belleza misma, está en el centro de nuestra sagrada liturgia, no es algo que podamos conseguir con nuestro propio poder; sin dudas si confiamos solo en nosotros mismos, es probable que convirtamos la liturgia en una acción basada en nosotros. Por lo tanto, para asegurar que la liturgia esté centrada en Cristo, la sagrada liturgia debe estar situada dentro de la sagrada tradición de la Iglesia Católica. Como comenta Benedicto XVI en Sacramentum Caritatis, “la celebración de la Eucaristía implica la Tradición viva” (art. 37). Si separamos a la sagrada liturgia de la tradición de la Iglesia, corremos el riesgo de perder la belleza que ha sido heredada de los santos de la Iglesia; debemos recordar que el Rito Romano, previo al trastorno litúrgico de la década de 1960, ha formado a cientos de santos, y podemos atribuirlo al hecho de que la liturgia está centrada enteramente en Cristo, el más bello de los hijos del hombre (salmo 45:2).

Vale la pena citar la autobiografía de Ratzinger, Mi Vida, para ver cómo la belleza y la tradición están intrínsecamente relacionadas:

El año litúrgico daba al tiempo su ritmo y yo lo percibí ya de niño, es más, precisamente por ser niño, con gran alegría y agradecimiento. En el tiempo de Adviento, por la mañana temprano, se celebraban con gran solemnidad las misas Rorate en la iglesia aún a oscuras, sólo iluminada por la luz de las velas. La espera gozosa de la Navidad daba a aquellos días melancólicos un sello muy especial… Los jueves de Cuaresma se organizaban unos momentos de adoración llamados del «Huerto de los Olivos», con una seriedad y una fe que siempre me conmovían profundamente. Particularmente impresionante era la celebración de la Resurrección, la noche del Sábado Santo. Durante toda la Semana Santa las ventanas de la iglesia se cubrían de cortinas negras, de modo que el ambiente, aun a pleno día, resultaba inmerso en una oscuridad densa de misterio. Pero apenas el párroco cantaba el versículo que anunciaba «iCristo ha resucitado!», se abrían de repente las cortinas de las ventanas y una luz radiante irrumpía en todo el espacio de la iglesia: era la más impresionante representación de la Resurrección de Cristo que yo consigo imaginarme (Mi Vida: Recuerdos 1927-1977 [Encuentro, 2005], p. 49).

Hay varias cosas a destacar aquí. Primero, la belleza de la liturgia está fuertemente ligada al calendario litúrgico, que es tradición de la Iglesia en cuanto a que la Iglesia ha celebrado las grandes fiestas continuamente, año tras año, con una regularidad solemne. La belleza de la misa rorate y de las celebraciones de Semana Santa proviene del hecho de que se celebra cada año; cada año anticipamos la llegada de las fiestas y recordamos la salvación que Cristo ganó para nosotros en la cruz. Se conmueve la anamnesis de la Iglesia al celebrar sus viejas tradiciones y evocar a los santos del pasado que también celebraron esas fiestas. En lugar de enfocarse meramente en la comunidad humana, la celebración anual de las fiestas une a la Iglesia con el Cuerpo Místico de Cristo en el cielo; la Iglesia peregrina en la tierra se une a la “gran nube de testigos” (Hebreos 12:1) del reino celestial.         

Más aún, cada fiesta tiene su modo particular de celebrarse. En la celebración de las fiestas, lo novedoso no contribuye en hacer más bella la liturgia; las fiestas son bellas por el hecho de que no son innovadoras. Mientras que dichas celebraciones son parte de una comunidad específica en Baviera —una especie de inculturación— queda claro que son fiestas de la Iglesia universal por cómo se celebran. La eterna tradición de la Iglesia está presente en la comunidad bávara de Ratzinger, y quizás podamos decir que esto explica por qué él y su hermano Georg respondieron el llamado al sacerdocio. La belleza de la liturgia atrajo a Ratzinger al corazón de la Iglesia, al corazón de Cristo. Al contemplar una vida sin Iglesia y su liturgia, Ratzinger dice, “La vida, sencillamente, se habría perdido en el vacío, habría perdido el lugar que la sostenía y le daba sentido.” (Mi Vida, p. 48). La regularidad y el modo tradicional de celebrar las fiestas de la Iglesia, dio sentido a la vida de estos bávaros. En nuestra cultura secular, ¿cuántos de nosotros puede decir que en nuestras vidas la liturgia da un sentido intrínseco igual? ¿No es la liturgia algo que “hacemos” en lugar de algo que moldea y da sentido a nuestras vidas? ¿No suele ser el caso que la liturgia es algo extrínseco de nuestra vida diaria, en lugar de algo intrínseco? Es porque la liturgia era esencialmente bella para Ratzinger y otros, que le dio un sentido tan profundo a sus vidas.

Tercero, y para terminar, la música sacra es un componente esencial de la liturgia. Como explica Benedicto, “La relación profunda entre la belleza y la liturgia nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la celebración… Es necesario que en todo lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza.” (c, art. 41). Esto – en particular – significa que la música sacra acompaña la liturgia: “Ciertamente, no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto.” (Sacramentum Caritatis, art. 42). Como tal, debemos prestar especial atención a la música que se toca y se canta con la sagrada liturgia, porque está conectada intrínsecamente a la belleza de la liturgia. La música de la liturgia da forma a la liturgia. En el Informe sobre la Fe, leemos:

Una Iglesia que sólo hace música “corriente” cae en la ineptitud y se hace ella misma inepta… La Iglesia no puede contentarse sólo con lo ordinario, con lo acostumbrado, debe despertar las voces del cosmos, glorificando al Creador y descubriendo al mismo cosmos su magnificencia, haciéndolo hermoso, habitable y humano (Informe sobre la Fe [Biblioteca de Autores Cristianos, 1985], p. 142).

La Iglesia debe “despertar las voces del cosmos.” Incluso con los desarrollos recientes en la música eclesial, nada puede compararse con las escalas y los arreglos del canto gregoriano  polifónico que alimentó las almas de tantos sacerdotes. Lo esencialmente bello de la música sacra de la Iglesia es que fomenta un espíritu de receptividad. Tras el Concilio Vaticano Segundo, a pesar de que Sacrosanctum Concilium alaba la música sacra de la Iglesia como “un tesoro de valor inestimable” (art. 112), los “expertos” decidieron que la música antigua de Iglesia era insuficiente; lo que se necesitaba en cambio era una participatio actuosa por parte de la comunidad eclesial. Por lo tanto, el canto polifónico y gregoriano de la Iglesia fue reemplazado por música utilitaria banal, orientada al “hombre moderno” y sus deseos y sensibilidades. Sin embargo Ratzinger hace bien en señalar que “se ha rechazado la incomparable música de la Iglesia en nombre de la «participación activa»; pero ¿no puede esta «participación» significar también un percibir con el espíritu, con los sentidos? ¿No hay «actividad» alguna en el escuchar, en el intuir, en el conmoverse?  (Informe sobre la Fe, p. 141). La música sacra de la Iglesia es verdadera y esencialmente bella porque mueve al hombre en el nivel más profundo de su alma, y lo lleva a estar internamente receptivo para recibir la Palabra divina. A diferencia de la música utilitaria, que solo mueve al hombre en el nivel de los sentidos y apetitos físicos, la gran colección de música sacra en la Iglesia une al hombre más íntimamente con Cristo, que es el centro de la acción litúrgica.           

Sin sentir vergüenza, Ratzinger dice en un análisis final de su Informe sobre la Fe:

Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo tanto, humanizando el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza —y, por lo tanto, de la verdad—, sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno. (p. 130).

Sin lugar a dudas, “la belleza salvará al mundo”, como dijo Dostoevsky. Cristo es la belleza misma, y Él ha salvado al mundo por medio de su sacrificio. La belleza de Su amor continúa permeando la Iglesia a través de la sagrada liturgia; si fracasamos en manifestar el elemento esencial de la belleza en la liturgia, ¿cómo se salvarán las almas? ¿Cómo se fomentarán las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Cómo criarán las familias a sus hijos para que amen al Señor con todo su corazón, su mente, y su cuerpo? Es a través de la sagrada liturgia que encontramos a Cristo, y por esa razón nuestra liturgia debe ser intrínsecamente bella, apuntando más allá, al glorioso cosmos, a la gloriosa visión beatífica.

Veronica A. Arntz

[Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original.]

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