Hemos recibido muchísimos regalos de Jesucristo, pero hay dos que los superan a todos: la Eucaristía y su Madre.
¡Pobres protestantes! Voluntariamente han rechazado los dos regalos más grandes que Dios nos dio. Desgraciadamente, tampoco hay muchos católicos que sean realmente conscientes del inmenso valor que tienen esos regalos; de hecho, aunque los tienen al alcance de la mano, se pasan la mayor parte de sus vidas sin ellos. ¡Cuántas personas que se llaman a sí mismas “católicas” están años y años sin recibir la Sagrada Comunión! Y todo, porque a partir de un día prefirieron vivir al margen de Dios y de sus leyes.
Hace cerca de treinta años, estaba predicando un día ante una muy numerosa concurrencia acerca del poco valor que le damos los católicos a la Eucaristía cuando les puse un ejemplo para que cada uno se examinara interiormente:
-Imaginaos que cuando yo fuera a dar la Comunión, junto a mí se pusiera una persona repartiendo billetes de 50 euros (o dólares); y yo dijera que las personas se pusieran en una u otra cola dependiendo de lo que desearan recibir. ¿Qué cola sería más larga?
En ese momento les miré al rostro y me di cuenta que me seguían. Pero ahí no quedó todo. Inmediatamente les dije:
-Bien. Supongamos que en lugar de 50 euros fueran 20 euros.
Pude leerles el pensamiento a más de uno. Y así seguí bajando hasta los 5 euros.
Al final les dije:
-Pues para muchas personas, aunque sólo fueran 5 euros se irían a esa cola.
Inmediatamente capté que el mensaje les había llegado. Desgraciadamente, los hombres somos tan tercos que, a pesar de todo seguimos prefiriendo los 5 euros.
Ahora, tenemos que preguntarnos cada uno de nosotros: ¿Qué valor tiene para mí la Eucaristía? O dicho con otras palabras, ¿qué estoy dispuesto a dejar para poderle recibir a Él? ¿Qué es lo que me impide recibir a Cristo? Dependiendo de cuál sea nuestra respuesta, con ello descubriremos el valor que le damos a este sacramento; es decir, el amor que le tenemos a Dios.
En este artículo pretendo acercarme a la Eucaristía y descubrir el valor que el mismo Jesucristo le dio a este sacramento; la importancia que tenía para los primeros cristianos y el inmenso amor que los santos le profesaban. Quizás descubriendo todo ello, también nosotros lleguemos a ser un poco más conscientes de lo que vale y de lo que nosotros nos perdemos cuando por nuestra culpa no lo recibimos.
El valor de la Eucaristía en la Sagrada Escritura
En la Eucaristía hallan su plena actualización las bellas palabras de Jesucristo: “Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré” (Mt 11:28). Tal como nos dice el santo Cura de Ars:
“Quiere Él, para el bien de las criaturas, que su cuerpo, su alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo, a fin de que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos, y así en Él hallemos toda suerte de dicha y felicidad. Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad”
El relato de San Juan sobre el Discurso de Jesús en Cafarnaún (Jn 6: 22-58) es probablemente lo más profundo que se ha escrito sobre los efectos de la Eucaristía en la vida del cristiano; y no es extraño, ya que fueron palabras pronunciadas por el mismo Jesucristo.
Hagamos un extracto de las ideas más importantes a partir de la información que aparece en este discurso:
- «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros« (Jn 6:53).
- “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6:51).
- «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el ultimo día” (Jn 6:54) .
- “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6:56).
- «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí« (Jn 6:57).
Profundizando en la información que nos brinda este pasaje de la Escritura, concluimos:
- Es necesario recibir la Eucaristía para tener “vida”. La vida de la que aquí habla Jesucristo, es la vida en el Espíritu. Jesucristo nos ofrece en las Escrituras un significado de la vida y de la muerte muy diferentes a los que tiene el mundo. Para el mundo, hablar de vida significa exclusivamente “la vida del cuerpo”; siendo la muerte el fin de esta vida. Para Cristo, el término “vida” hace referencia a la vida de la gracia en nosotros. Y para Cristo, lo que nosotros llamamos “muerte”, no es sino un “sueño”: “No está muerta sino dormida” (Lc 8:52). La muerte para Cristo es separarnos de Él. Y la muerte eterna es sinónimo de condenación.
Y en el episodio del hijo pródigo encontramos también un concepto de “vida” diferente al del mundo. Aquí contrapone la vida y al pecado: “…porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15:24). Del mismo modo que “vida eterna” es sinónimo de salvación.
- “Tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”: aquí vemos en una misma frase ambos sentidos de la vida y la muerte. Quien come de ese pan “ya tiene en ciernes la vida eterna”; pero si ya tiene la vida eterna ¿por qué ha de ser resucitado en el último día? Ahora está hablando del término “vida” en el sentido del mundo.
- Quien me come “permanece en mí y yo en él”. Esta misma idea aparece en la parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15: 4-7):
“Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciese en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí, es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan”.
Ahora bien, para “comerle” hay que estar previamente unido a Él, como la vid y el sarmiento. Un sarmiento separado del tronco de la vid (por el pecado) ya no recibe la savia, que es la que le proporciona la vida y el alimento. Por otro lado, no podemos apropiarnos de la savia si no estamos unidos al tronco de la vid. Dicho con otras palabras, no podemos comulgar si estamos en pecado mortal.
- Cristo nos ofrece una nueva vida a través del Bautismo; ahora, a través de la Eucaristía alimenta esa vida y la fortalece: “el que me coma vivirá por mí”.
Si ahora relacionamos toda esta información con lo que aparece en el resto de la Escritura, concluiremos:
- “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Fil 1:21): San Pablo dice aquí que Cristo es el único que puede dar sentido a esta vida. Cuando Cristo es el centro de la vida del cristiano, entonces es cuando la muerte adquiere su propia dimensión: es una ganancia. La muerte física aparece como el culmen o meta de nuestra vida terrena. La muerte del hombre adquiere un nuevo significado pues está unida a la muerte de Cristo. La muerte física es necesaria para gozar en plenitud la nueva vida dada en el Bautismo y fortalecida por la Eucaristía: “He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Ya me está preparada la corona de la justicia…” (2 Tim 4: 7-8).
- “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20): A través de la gracia santificante dada por los sacramentos, y de modo especial, por la Eucaristía que la alimenta y fortalece, se produce un trueque de vidas; nosotros entregamos la nuestra y Él nos da la suya.
- “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10:10): Cristo se hizo hombre para darnos “la vida” y además, “abundantemente”. Por supuesto, aquí está hablando de una vida que es totalmente diferente a la vida tal como la entiende el mundo; es la vida de la gracia. Una vida que está asociada a la fe: “…para que todo el que crea tenga vida eterna en Él” (Jn 3:15) y se alimenta con los sacramentos, las buenas obras (Sant 2:17).
Para San Juan, tener a Cristo es lo mismo que “tener vida”; en cambio no tener a Cristo es sinónimo de muerte: “Quien tiene al Hijo de Dios tiene la vida; quien no tiene al Hijo tampoco tiene la vida” (1 Jn 5:12).
El valor de la Eucaristía en la Tradición y en el Magisterio
A partir de estas palabras de la Escritura, la Iglesia realizó a lo largo de los siglos un proceso de reflexión y profundización, extrayendo conclusiones muy prácticas y concretas para la vida del cristiano.
En bellas y precisas palabras de San Ambrosio:
“Todo lo tenemos en Cristo; todo es Cristo para nosotros. Si quieres curar tus heridas, Él es médico. Si estás ardiendo de fiebre, Él es manantial. Si estás oprimido por la iniquidad, Él es justicia. Si tienes necesidad de ayuda, Él es vigor. Si temes la muerte, Él es la vida. Si deseas el cielo, Él es el camino. Si refugio de las tinieblas, Él es la luz. Si buscas manjar, Él es alimento “.[1]
La Sagrada Comunión acrecienta nuestra unión con Cristo y con su Iglesia, conserva y renueva la vida de la gracia recibida en el Bautismo y la Confirmación y nos hace crecer en el amor al prójimo. Fortaleciéndonos en la caridad, nos perdona los pecados veniales y nos preserva de los pecados mortales para el futuro.
San Cirilo de Alejandría comenta así el capítulo 17 de San Juan:
“Para fundirse en la unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos los unos con los otros, el Hijo unigénito, sabiduría y consejo del Padre, planeó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos consigo y entre sí”.[2]
San Agustín relata en las “Confesiones” que le parecía oír de lo alto una voz que le decía: “Yo soy el alimento de los fuertes; crece y me comerás, no para transformarme en ti, sino para transformarte en Mí”.[3]
Santo Tomás de Aquino sigue un razonamiento lógico –tal como nos tiene acostumbrados – para concluir:
Toda nutrición tiene por efecto la asimilación. Es natural, sin embargo, que el principal elemento, el más vital de los dos, sea el que asimila al otro. Ordinariamente quien come, quien ingiere el alimento, es el que lo hace pasar para su propia vida. Pero nos encontramos ante un caso extraordinario: en la Comunión, quien es más vital es el alimento y por lo tanto es el que transforma a sí a quien lo come. De ahí se sigue que el efecto propio de ese Sacramento es la transformación del hombre en Cristo, hasta el punto de poder decir con verdad “Ya no soy yo quien vive sino Cristo quien vive en mí”.[4]
Y en otro lugar el Aquinate añade: “El hecho de comer a Cristo, de recibir su cuerpo entregado por nosotros, llena al alma de gracia; es decir, el don de salvación que Cristo nos trae, es comunicado de la manera más plena; aumenta la gracia, nuestra vinculación a Dios, y con ella las virtudes infusas, particularmente la caridad”.
Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo (1 Cor 12:13); la Eucaristía hace realidad esta llamada:
«El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10:16-17).
O como decía el mismo San Agustín: “Para no dejaros dispersar, comed a Aquél que es nuestro vínculo”.[5]
La Eucaristía nos une a Cristo en su misterio pascual y, por lo tanto, a la plenitud de sus misterios. Él mismo nos pone en comunión con el Padre que infunde en nosotros el Espíritu Santo, de manera que la Eucaristía es comunión con la Trinidad. De hecho, la Eucaristía tiene una dimensión profundamente trinitaria. Como nos dice San Ambrosio: “La comunión con Cristo es, pues, comunión con el Espíritu. Cada vez que bebéis recibís la remisión de los pecados (veniales) y os embriagáis del Espíritu”.[6]
La Eucaristía es también prenda de la gloria futura porque nos colma de toda gracia y bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, sentado a la derecha del Padre, a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos.
La Eucaristía en cuanto Cuerpo y Sangre del Señor resucitado es ya el anuncio de aquella transformación misteriosa de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva: “Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día que lo beba con vosotros nuevo en el reino de mi Padre” (Mt 26:29).
A este Cuerpo de Cristo resucitado se incorporan día tras día todos los fieles que acceden a la Eucaristía a fin de que en ellos se realice aquella transformación que San Agustín describía con estas palabras: “La fuerza de este alimento es la de producir la unidad, a fin de que reducidos a ser el Cuerpo de Cristo, convertidos en sus miembros, seamos aquello que recibimos”.
El concilio de Trento resume en pocas líneas lo que acabamos de decir:
“La Eucaristía nos ayuda a dominar la sensualidad, nos libera además de los pecados cotidianos y nos preserva de los mortales. Se nos da una prenda de la gloria venidera. El Señor resucitado comía con los suyos, haciéndoles participar de su gozo; también Él ahora -en el misterio del culto- se sienta a la mesa con los suyos; y no olvidemos que es al Señor resucitado y glorioso a quien nosotros recibimos” (DS 1638).
Necesidad de la Eucaristía
El mismo Jesucristo nos lo enseña: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6:53). Este sacramento no es necesario con necesidad de medio para la salvación, pero sí necesario moralmente para perseverar en el estado de gracia. Podemos decir también que hay un precepto divino reflejado en las palabras citadas. ¿Cuándo obliga este precepto divino a los católicos?
- Los teólogos están de acuerdo en decir que a la hora de la muerte, y así parece indicarlo la práctica tradicional de la Iglesia, muy cuidadosa siempre a este respecto.
- También señalan que este precepto obliga a los cristianos a comulgar algunas veces durante su vida, sin que exista una determinación más concreta por parte de Cristo.
- La Iglesia ha precisado más concretamente esta obligación: el precepto de comulgar en peligro de muerte es también un precepto eclesiástico (CIC, c. 921); y además todo fiel, después que haya llegado al uso de razón (7 años), debe recibir el sacramento de la Eucaristía una vez en el año, por lo menos en Pascua (CIC, c. 920).
- En los primeros siglos de la cristiandad todo el mundo -excepto catecúmenos y penitentes- solía comulgar al participar en la celebración de la Misa.
- El concilio de Antioquía (a. 341), habla ya de los cristianos tibios que no comulgan; entonces comienza a considerarse la obligación de comulgar en fechas determinadas.
- El concilio de Agdé (a. 506), dice que «los laicos que no comulguen en Navidad, Pascuas y Pentecostés no deben ser considerados como cristianos».
- Pero en el siglo XIII se consideraba como obligatoria únicamente la comunión pascual. El concilio IV de Letrán (a. 1215), estableció como ley universal, vigente hasta nuestros días, esta misma norma.
Efectos que produce la Eucaristía cuando se recibe en pecado mortal
Del mismo modo que quien come (dignamente) el Cuerpo de Cristo “tiene ya la vida eterna”, quien lo recibe indignamente, “como y bebe su propia condenación”.
San Pablo, quien había recogido uno de los relatos institucionales de la Eucaristía, es quien, también nos hace llegar, a través de palabras inspiradas, lo que le ocurre al alma cuando recibe la Eucaristía en pecado mortal:
“Examínese, pues el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11: 28-29).
Y es que recibir la Eucaristía en pecado mortal, transforma lo que se supone es el momento de máxima unión entre Jesucristo y el cristiano, en una traición y en causa de condenación eterna.
San Pablo se cuida mucho de aconsejar que todo aquél que quiera recibir el Cuerpo de Cristo se examine previamente con cuidado. Él sabía muy bien lo que estaba en juego.
Es el mismo San Pablo quien nos ofrece una lista detallada de aquellos que se condenarán si no cambian de conducta y se arrepienten. Leámosla, pues siempre es bueno tenerla presente; y más en estos días en los que hay tanta confusión:
“No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios” (1 Cor 6: 9-10).
Es por ello que, admitir a los adúlteros, fornicarios, afeminados…etc, a recibir la Comunión en ese estado; es decir, sin haberse arrepentido y confesado debidamente, no es sólo causa de condenación para quien así recibe a Cristo, sino también para aquél que lo aconseja. Ese tipo de recomendación no puede venir de otro que del demonio o de quien le sirve.
Resumiendo todo lo dicho, concluiremos que la Eucaristía:
- Es Cristo entre nosotros. A Él podemos acudir cuando estemos casados y agobiados (Mt 11:28).
- Reduce la pena temporal por nuestros pecados (c. de Trento).
- Borra el pecado venial de nuestras almas (c. de Trento)
- Nos preserva de los pecados mortales (c. de Trento).
- Sin ella no tenemos vida en nuestras almas (Jn 6:53; 10:10).
- Hace crecer la gracia de Dios en nosotros (Sto. Tomás de Aquino).
- Nos da la misma vida de Cristo (Gal 2:20).
- Nos ayuda a permanecer unidos a Él (Jn 15:15).
- Es prenda de vida eterna y resurrección futura (Jn 6:54).
- Renueva, fortifica y profundiza nuestra incorporación a la Iglesia (1 Cor 10: 16-17).
- Es comunión con la Trinidad (San Ambrosio).
- Por el contrario, recibir la Eucaristía en pecado mortal es comer su propia condenación (1 Cor 11: 28-29).
Y cuando recibamos la Sagrada Comunión, recojámonos en nuestro interior. Por unos minutos tendremos el Cielo dentro de nosotros. No desaprovechemos esa oportunidad única y maravillosa. Y en esos momentos sublimes, no nos olvidemos de dar gracias a Dios por tan inmenso don.
Después de comprobar tanta riqueza ¿qué impide que le recibamos? ¿Tan duro es nuestro corazón para no darnos cuenta del gran regalo que nos perdemos cuando por nuestra culpa nos privamos de él?
Sí, ya sé. Algunos de ustedes me dirán:
-Padre, si usted supiera mi caso lo entendería.
A lo que yo sólo puedo responder una sola cosa; aunque para muchos suene muy duro:
-En el fondo sólo hay un obstáculo: el que tú has levantado. Pero ten en cuenta una cosa: Jesucristo te dará fuerzas para eliminar ese obstáculo si de verdad confías en Él y escuchas lo que en el fondo de tu corazón te está diciendo.
+++++++++
Con esto concluimos este capítulo V dedicado a la Eucaristía. La próxima semana comenzaremos a adentrarnos en el sacramento del Orden Sacerdotal.
Padre Lucas Prados
[1] San Ambrosio de Milán, Sobre la virginidad, 16, 99.
[2] San Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógica, IV (22ª), n. 3.
[3] San Agustín, Confesiones, 1, VII, c.X.
[4] Santo Tomás de Aquino, Comentario al Libro de las Sentencias, dist.12, q, a.1, q.1.
[5] San Agustín, Le visage de l’Eglise (textes choisis), París, 1958, p. 178.
[6] San Ambrosio de Milán, De Sacramenti, V, 3, 17).