El nombramiento de monseñor Víctor Manuel Fernández como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe tiene una gran relevancia simbólica y supone en cierta forma la consumación del pontificado de Francisco, que ha querido dar una señal clara a los que el 24 de noviembre del año pasado calificó de retrógrados de la Iglesia.
Otra señal del rumbo que lleva es el nombramiento de veintiún cardenales, entre ellos Fernández, para el consistorio que precederá en septiembre la apertura del Sínodo de la Sinodalidad. Francisco quiere impedir a toda costa que su sucesor altere el rumbo que ha trazado para la Iglesia, porque «no hay vuelta atrás».
¿Tienen, por tanto, razón quienes están convencidos de que los últimos nombramientos del papa Francisco revelan un rompimiento radical con los pontificados anteriores? ¿Es Francisco el peor papa de todos los tiempos, o quizás, como piensan algunos, incluso un antipapa?
Para el historiador, la realidad es más compleja. En los últimos sesenta años han sido numerosos los momentos de alejamiento de la Tradición de la Iglesia, pero el primer y más elocuente cambio radical de perspectiva se remonta a la alocución Gaudet Mater Ecclesia de Juan XXIII, con la que el 11 de octubre de 1962 inauguró el Concilio Vaticano II.
La tónica de la carta de Francisco al flamante prefecto de Doctrina de la Fe contiene armoniza notablemente, tanto en lenguaje como en contenido, con el mencionado documento. En la parte central de Gaudet Mater Eclessia explicaba Juan XXIII que no se había convocado el Concilio para condenar errores ni promulgar nuevos dogmas, sino para proponer la enseñanza tradicional de la Iglesia en un lenguaje adaptado a los nuevos tiempos. Afirmaba el papa Roncalli: «En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas. (…) Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral».
Juan XXIII atribuyó una nota particular al concilio que se inauguraba: su carácter pastoral. Los historiadores de la escuela de Bolonia calificaron de constitutiva la dimensión pastoral del Concilio Vaticano II. La pastoralidad pasaba a ser la forma del magisterio por excelencia. Al principio no fue evidente para todos, pero en los meses y años siguientes se hizo patente que la alocución de Juan XXIII había sido el manifiesto de una nueva eclesiología. Y según los teólogos protestantes, esa nueva eclesiología habría de ser el cimiento de una nueva Iglesia, opuesta a la constantiniana de Pío XII. Una Iglesia que ya no fuera militante, definitoria y firme, sino initerante y dialogante: una iglesia sinodal.
Desde la nueva perspectiva, el Santo Oficio, que durante siglos había sido el baluarte de la Iglesia contra los errores que la acosaban, ya no tenía razón de ser, o en todo caso debía cambiar de cometido. Y es precisamente en esa perspectiva en la que hay que situar lo que sucedió el 8 de noviembre de 1963 en el aula conciliar (cfr. R. de Mattei, Il Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo Legens, Madrid 2018).
Aquel día Josef Frings (1887-1978), arzobispo de Colonia, pidió la palabra y, ante la sorpresa general, descargó un vehemente ataque contra el Santo Oficio, a la sazón presidido por el cardenal Alfredo Ottaviani (1890-1979). En presencia de todos los prelados de la Iglesia congregados bajo la presidencia del Papa, Frings denunció los métodos inmorales del Santo Oficio, y afirmó que sus funciones no se ajustaban a los tiempos actuales y erna un escándalo para muchos.
El cardenal Alfredo Ottaviani replicó con una vibrante intervención en la que defendió la actuación de la congregación que presidía: «Me veo obligado a elevar una enérgica protesta contra lo que se acaba de afirmar de la Suprema Congregación del Santo Oficio, cuyo prefecto es el Sumo Pontífice. Las palabras recién pronunciadas manifiestan una grave ignorancia –por reverencia, me abstengo de utilizar otra palabra– de lo que es el cometido del Santo Oficio».
Según el historiador monseñor Hubert Jedin, el desencuentro entre Frings y Ottaviani constituyó «una de las escenas más impactantes de todo el Concilio» (Chiesa della fede, Chiesa della storia, Morcelliana, Brescia 1972, p. 314). Josef Frings no sólo era arzobispo de Colonia; era presidente de la Conferencia Episcopal Alemana y uno de los más autorizados representantes de la alianza de obispos centroeuropeos que se enfrentaban al ala conservadora. Por su parte, Ottaviani era el miembro más destacado de la Curia y estaba al frente de una congregación calificada por su primaria importancia como la suprema, y cuyo prefecto entonces no era Ottaviani sino el Sumo Pontífice. A pesar de ello, Pablo VI no defendió públicamente el Santo Oficio, y dio por buena la postura de Frings.
Tres años más tarde en 1968, monseñor Frings estaba a la cabeza del sector de obispos centroeuropeos que se oponían a la encíclica Humanae vitae de Pablo VI. El profesor Josef Ratzinger, que durante el Concilio había sido el instigador y el autor en la sombra de los escritos de Frings, del mismo modo que Victor M. Fernández lo ha sido de Francisco, empezó entonces a distanciarse del ala más progresista de la Iglesia, y en 1972 fundó con Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac y Walter Kasper la revista Communio. Más tarde fue creado arzobispo de Munich y cardenal, y en 1981 fue nombrado por Juan Pablo II prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual dirigió durante 24 años. El teólogo del cardenal Frings se había convertido en presidente de la congregación a la que Frings había atacado públicamente durante el Concilio.
Pablo VI clausuró el Concilio Vaticano II el 8 de diciembre de 1965. Su primera iniciativa para llevar a efecto la revolución conciliar emprendida por Juan XXIII fue la reforma de la Curia. La estructura curial que los pontífices anteriores habían levantado a lo largo de siglos fue sistemática demolida por el papa Montini. Se hacía necesario empezar por un acto simbólico, el cual consistió en transformar la Congregación del Santo Oficio, a la que se la cambió hasta el nombre por medio del motu proprio Integrae servandae en vísperas de la clausura del Concilio. En la tarde del 6 de diciembre de 1965 L’Osservatore Romano publicó el decreto por el que se abolía el Índice de libros prohibidos y se transformaba el Santo Oficio en la Congregación para la Doctrina de la Fe, afirmándose que «actualmente parece mejor que la defensa de la Fe se lleve a cabo mediante la promoción de la doctrina».
El teólogo belga Charles Moeller (1912-1986), paladín del progresismo ecuménico, fue nombrado por Pablo VI subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a la expectativa de la esperada dimisión del cardenal Ottaviani, que tuvo lugar el 30 de diciembre de 1967. «Moeller –escribió en su diario el P. Yves Maria Congar– es la quintaesencia del ecumenismo, la apertura al hombre, el interés por la investigación, la cultura y el diálogo (Diario del Concilio (1960-1966), Cinisello Balsamo, 2005, vol. II, pp. 434-435)
En dos ocasiones (1946 y 1954), el propio Congar había orinado sobre la puerta del Santo Oficio en señal de desprecio por la institución suprema de la Iglesia (Journal d’un théologien (1946-1954), Editions du Cerf, Paris 2000, pp. 88, 293). Más tarde fue creado cardenal por Juan Pablo II el 26 de noviembre de 1994. Para que se vea lo compleja, y a veces paradójica, que puede ser la historia, rica de sucesos en el plano simbólico no menos memorables que el nombramiento de monseñor Fernández por parte del papa Francisco.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)