I. Sacro Colegio de Cardenales ayer y hoy
En la jerarquía católica, los cardenales están inmediatamente después del Papa. La principal responsabilidad de un cardenal es elegir un nuevo Obispo de Roma a la muerte de éste. Por así decirlo, los cardenales son «la mano derecha del Papa».
Al principio los cardenales eran, ni más ni menos, quienes ejercían diferentes oficios en la diócesis de Roma, el Romano Pontífice les consultaba, como consultaba también a los obispos de las pequeñas diócesis vecinas, que se incorporaban así al «Colegio», del que vino a resultar decano el obispo de Ostia, Italia. El Papa compartía así sus responsabilidades más graves con los cooperadores que tenía en su diócesis y en las diócesis vecinas.
El año 1179 se tomó la decisión de poner en el futuro, en manos del Colegio de Cardenales la elección de los Papas, y como consecuencia de tal decisión vino una segunda, se empezó a nombrar cardenales a algunos que no residían habitualmente en Roma.
Es de sobra conocido que la elección del sucesor Bienaventurado apóstol Pedro, se hace con arreglos a la técnica peculiar del «cónclave».[1]
El número de los Cardenales, en los siglos XIII-XV, ordinariamente no superior a 30, fue fijado por Sixto V en 70.[2] En el Consistorio Secreto del 15 de diciembre de 1958[3]. Fue Pío XII, el Papa que rompió de una manera decisiva los moldes numéricos y geográficos del Colegio de Cardenales haciéndolo más universal. Juan XXIII derogó el número de Cardenales establecido por Sixto V y confirmado por el Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 231), número de miembros que ha sufrido varias modificaciones en los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II.
Hay quienes esperan que el Obispo de Roma, Francisco, en el futuro cercano modifique aún más la composición del Sacro Colegio Cardenalicio, dada su apertura a nuevas posibilidades. Estos teólogos argumentan que el Colegio de Cardenales debe contener laicos de ambos sexos, en este arco, apuntan que ya Pablo VI había considerado otorgar el capelo cardenalicio al filósofo seglar Jacques Maritain.
Tesis no tan nueva, recordemos que en el Sínodo de los Obispos de 1994, el jesuita Ernesto Kombo, propuso «la apertura de los puestos de responsabilidad en la Iglesia a las mujeres, a ser posible como cardenales laicos».
II. «Rojo sangre de la púrpura»
A los cardenales se los llama también purpurados en referencia al color púrpura de la birreta que reciben al ser investidos. Birreta del color de la sangre, como dice el mismo rito de esa ceremonia, «para significar que deben estar dispuestos a portarse con fortaleza, hasta el derramamiento de la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios y por la libertad y la difusión de la Santa Iglesia Romana».
Cómo olvidar a las egregias figuras de cardenales de estatura, quienes junto a tantos sacerdotes, religiosos y católicos mártires de la pestilente secta comunista, no transigieron con ésta.
A lo largo de la historia, no hay ejemplo de presión más completa en su contenido doctrinal, más sutil y polimórfica en sus métodos, más brutal en sus horas de acción violenta, que la ejercida por los regímenes comunistas sobre los pueblos que están bajo su yugo.[4]
El Cardenal Jozsef Mindszenty, es sin duda alguna un símbolo de la resistencia heroica al comunismo, junto a otros gigantes de la fe, como el beato Alojzije Stepinac, arzobispo de Zagrev, Croacia, (encarleado durante 16 años y envenenado con emisiones de rayos x), y el cardenal ucraniano Josef Slipij, íconos fehacientes de la fe, pastores insignes que escribieron con el testimonio de sus vidas, páginas elocuentes del mandato evangélico de que el Buen Pastor debe dar la vida por sus ovejas (Jn 10, 11-18).
Arzobispo de Esztergom, Hungría, fue nombrado cardenal por el Papa Pío XII el 18 de febrero de 1946, al entregarle el capelo cardenalicio el Papa le dije en tono profético: «entre los purpurados presentes tú serás el primero a sufrir el martirio, simbolizado por este color púrpura».
Llegado al poder, el oprobioso sistema comunista, eliminaron a los opositores, disolvieron partidos políticos, abrieron brechas en el poderoso baluarte de resistencia anticomunista que era la Iglesia Católica, infiltraron seminarios, parroquias y diócesis, rehusando el cardenal en fidelidad a su ministerio pastoral a convertirse en colaboracionista del mismo.
Ergo, como cardenal de la Santa Iglesia el purpurado sufrió vejaciones interminables en el ejercicio de su misión pastoral defendiendo a su rebaño de las atrocidades, primero de los nazis y posteriormente del totalitarismo marxista.
«Durante los primeros años de la ocupación soviética de Hungría, la figura del cardenal Mindszenty se agigantó en un enfrentamiento con las autoridades comunistas del país», personificando una gesta «en defensa de las libertades de la Iglesia y de la tradición espiritual del pueblo húngaro». Junto a miles, fue reprimido por oponerse tenazmente a la nacionalización de las escuelas católicas, y detenido, sufriendo a manos de los comunistas torturas durante treinta días y noches consecutivos, consistentes en la privación de sueño, administración de drogas, forzamiento de declaraciones y falsas acusaciones, y juzgado en un proceso totalmente injusto en el que la corte lo encontró culpable de traición condenándolo a cadena perpetua.
Arrestado en la Navidad de 1948, fue sometido a un mes de torturas, humillaciones e interrogatorios extenuantes, tras los cuales anuncia a sus carceleros que firmará la «confesión completa» de sus supuestos crímenes, por ellos exigida para cesar la tortura, sin embargo junto a su firma había añadido las iniciales «c.f.», en latín «coactus feci»: hecho bajo coacción. Previamente el 20 de diciembre, había tomado la precaución de advertir a los otros obispos de Hungría mediante carta, que consideraran nula o inválida cualquier declaración suya en caso que fuese encarcelado.
En 1949, el 8 de febrero, el régimen comunista húngaro lo condenó a cadena perpetua, acusándolo de «alta traición, espionaje, amenaza a la seguridad del Estado y tráfico de divisas». Los comunistas buscaban aniquilar de esa forma la figura del gran cardenal que no claudicó jamás en su firme denuncia del marxismo y por rechazar cualquier forma de acuerdo o entendimiento con la Revolución.
En 1956 se verificó la memorable revolución húngara anticomunista, en esas circunstancias el cardenal Mindszenty fue liberado y llevado a Budapest, donde realizó varias alocuciones públicas y radiales en favor de la libertad de Hungría.
Fracasada la revolución se vio obligado a auto exiliarse en la embajada de los Estados Unidos de Norteamérica, donde recibió asilo político, permaneciendo ahí quince años. Agentes comunistas lo esperaban día y noche en las afueras de la embajada. Llegó a erigirse en un símbolo apreciado y respetado por los húngaros contemporáneos, independientemente de su confesión religiosa católica o protestante, dejándonos este santo pastor el testimonio más elocuente de integridad.
También el cardenal Aloysius Stepinac por su firme conciencia cristiana, supo resistir a todo totalitarismo.
III. Mártir o lapsi, apóstol o apóstata
El martirio, entendido según su estricta significación etimológica [testimonio], no se conoció antes del cristianismo. No hay mártires en la historia de la filosofía: «Nadie -escribe San Justino- creyó en Sócrates hasta el extremo de dar la vida por su doctrina» (II Apología 10). Tampoco el paganismo tuvo mártires. Nunca hubo nadie que, con sufrimientos y muerte voluntariamente aceptados, diera testimonio de la verdad de las religiones paganas. Los cultos paganos, a lo más, produjeron fanáticos.[5]
Tampoco puede decirse que es mártir en el contexto teológico católico, aquel que es asesinado por razones ideológicas o políticas.
Si en un principio la palabra mártir designaba principal o exclusivamente a quien da testimonio de un hecho o de una verdad, muy pronto la Iglesia, después de tantos mártires, da al término una connotación decisiva. Considera mártires a los cristianos que han confirmado ese testimonio con sufrimiento y muerte. Según esto, el martirio es la afirmación de la verdad de Cristo, que ha sido sellada con la muerte corporal.
La Iglesia, desde el principio, sabe que el martirio es un bautismo de sangre, que produce la total purificación del pecado y la perfecta santidad.
En las Actas de los mártires de Lyon y Vienne (177), hallamos una distinción precisa, que se hace común en la Iglesia: ante el desafío de la persecución,
– hay apóstatas, que por temor a la cárcel, al dolor y a la muerte, se niegan a confesar a Cristo;
– hay confesores-homologoi, que habiendo confesado al Señor en la persecución, sobreviven a la prueba;
– y hay testigos-mártires, aquellos que por dar «el buen testimonio», como el obispo Potino, pierden su vida.[6]
Aunque -como afirmó San Pío X- la Iglesia nunca fue de catacumba, ni aún en el período de las persecuciones, los primeros cristianos siempre tuvieron conciencia de su obligación de vivir su fe, sean cuales fueren los riesgos personales.
Los cristianos mártires de la Iglesia primera, como fieles discípulos de Cristo, dan en el mundo «el testimonio de la verdad»… y en todo esto no se trata sólo de que aquellos cristianos primeros tuvieran una voluntad más fuerte ante el terrible acoso de la persecución. Se trata más bien de que, a la luz de la fe, tenían un entendimiento muy distinto de la misión del cristiano en el mundo.
Los cristianos sabían y aceptaban que, en un momento dado, podrían sufrir «a causa de Cristo» cárcel, degradación social, azotes, exilio, expolio de bienes, trabajos forzados, muerte. Y si un día se veían ante la prueba extrema, o daban testimonio y eran mártires de Cristo, o desfallecían y eran lapsi, caídos, vencidos. Pero, en todo caso, no se les ocurría pensar que el deber principal de los cristianos en este mundo era «conservar la vida» y evitar por todos los medios marginaciones, desprecios y persecuciones del mundo. No consideraban que eso venía exigido «por el bien de la Iglesia». No se les pasaba por la mente que para evitar la persecución del mundo la Iglesia debía modificar su doctrina o su conducta.
Son apóstatas no sólo aquéllos que reniegan de la fe cristiana, sino también aquellos que quebrantan gravemente la disciplina de la vida cristiana y eclesial: «los que quieren ser bien vistos en lo humano, ponen su mayor preocupación en evitar ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo».[7]
Así, para un sacerdote, obispo o cardenal, callar frente a la presión explícita o implícita de cualesquier ideología o régimen, sería abandonar la grey frente a una poderosa invitación a la apostasía, sería traicionar la misión docente de la Iglesia, presentaría una imagen deformada de Dios; conduciría a la desaparición de la virtud de la justicia, trabaría el pleno desarrollo de las potencias del alma y su santificación.
En este orden de cosas, suscita cada vez más interrogantes y perplejidad el acercamiento renunciatario y radicalmente negacionista de la política exterior de la Santa Sede, que trae al recuerdo la tristemente célebre Ostpolitik vaticana, que, en el pasado siglo, llevó a la Iglesia a contraer muchos compromisos con regímenes totalitarios.
En noviembre de 1961, un año antes del inicio del «Concilio Vaticano II», el Kremlin publicó la condición impuesta al Vaticano para autorizar a los representantes del Patriarcado de Moscú asistir a dicho Concilio y seguir la realización del mismo como observadores: asegurar que el Concilio no haría ningún ataque directo al régimen comunista.
Del informe mencionado arriba aparece que Juan XXIII dio su palabra de no permitir que el «Concilio Vaticano II» atacara al comunismo como tal. Sabía que millones de católicos -laicos, sacerdotes, y obispos- fueron asesinados, encarcelados o exiliados por los agentes comunistas solamente porque profesaban la Fe Católica, así por el acuerdo Roma-Moscú, se ha hecho un daño incalculable a las almas, se puso en peligro el mundo libre, y la consagración de Rusia por el Papa y los obispos no ha sido cumplida hasta hoy como lo pidió Nuestra Señora de Fátima.
El cardenal Zen, de 86 años, arzobispo emérito de Hong Kong ha denunciado firmemente esas negociaciones vaticanas con las autoridades chinas, que llevarían a levantar la excomunión a la «Iglesia patriótica» con su clero colaboracionista, añadiendo que los católicos chinos, no temen la represión ni la cárcel, sino la traición de los hermanos.
Y como entonces le dijera a Paulo VI, la TFP Brasileña: el público silencio [del Obispo de Roma] sobre estos hechos es la causa de la más dolorosa perplejidad.
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[1] Cf.: DE ECHEVERRIA, LAMBERTO, Sucesor de Pedro.
[2] Constitución Postquam verus, del 3 de diciembre de 1586.
[3] A.A.S., año 1958, vol. XXV, pag. 987.
[4] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Acuerdo con el régimen comunista, para la Iglesia: ¿Esperanza o auto-demolición?
[5] ALLARD, PAUL, Diez lecciones sobre el martirio.
[6] IRABURU, JOSÉ MARÍA, El martirio de Cristo y los cristianos.
[7] GÁLATAS 6, 12.