I. Con la hora nona del sábado después de Pascua termina la Octava que es una prolongación de esta fiesta que recibe su nombre de la mayor solemnidad que se celebraba en el Antiguo Testamento, instituida en memoria de la libertad de la servidumbre en Egipto, obtenida por el pueblo de Dios. La palabra «pascua» procede del hebreo y significa «paso». Para nosotros, indica que Jesucristo pasó de la muerte a la vida y que nos ha trasladado de la muerte del pecado a la verdadera vida cuando recibimos la gracia que Él nos mereció y alcanzó con su sacrificio redentor (cfr. Catecismo Mayor, Instrucción sobre las fiestas).
A lo largo de todo este tiempo hay un pensamiento básico que se nos va presentando bajo nuevos matices y modalidades: Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado. No es una figura que pasó, que tuvo un lugar en el tiempo y en el espacio pero se fue, dejándonos como mucho un recuerdo cada vez más desdibujado. Jesucristo vive como cabeza de la Iglesia, en el Reino glorioso del Padre y las apariciones de Jesús resucitado subrayan esta realidad de su presencia en medio de nosotros a través de dos signos: las acciones que lleva a cabo con sus discípulos y las palabras que les dirige.
1. En el Evangelio de este primer Domingo después de Pascua (Jn 20, 19-31): «Les enseñó las manos y el costado [a los discípulos] … Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente [a Tomás]». Además, son varios los relatos de las apariciones de Jesús que lo presentan comiendo con ellos. Por ejemplo, los discípulos de Emaús le reconocieron «al partir el pan» (Lc 24, 35). Con estas acciones, les hace comprobar que Él no es un espíritu y que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que había sido crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión. Este cuerpo auténtico y real posee al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso (CATIC 645).
Todo esto evoca la presencia real de Jesús en la Eucaristía, sacramento en el cual se contiene verdadera, real y sustancialmente su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo las especies del pan y del vino, para nuestro alimento espiritual.
2. Además, en todas las apariciones Jesús dirige la palabra a sus discípulos: «Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1, 3). Cristo vive en su Iglesia. Permanece en los sacramentos, en la predicación, en su obra de santificación… Al enviar a sus apóstoles a anunciar el Evangelio y establecer la Iglesia en todo el mundo, les garantiza «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20).
II. La fe nos lleva a reconocer estas formas de presencia de Cristo. Después de mostrar sus llagas al apóstol santo Tomás y de escuchar su profesión de fe, Jesús resucitado le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» (v. 29). Estas últimas palabras se refieren también a nosotros «que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne» (SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 9).
Un camino para creer y poner en práctica lo que se cree, es conocer y contemplar la vida de Cristo para aprender de Él. No basta con tener una idea general o teórica acerca del Señor. Hemos de conocer y meditar su paso por la tierra, desde la encarnación y el nacimiento, hasta su muerte y su resurrección. Dejando que las obras y palabras de Cristo toquen nuestra alma y nos transformen cuando las aplicamos a nuestra vida de cada día. Todas las situaciones por las que pasamos tienen algo que decirnos de parte de Dios y nos piden una respuesta de más amor y entrega.
III. La Resurrección de Jesucristo es el fundamento de nuestra esperanza. Unidos a Él por la gracia, confiamos estar para siempre en la Gloria en compañía de Aquel a quien hemos conocido, hemos amado y de cuya vida divina hemos empezado a participar desde el día de nuestro bautismo.