La historia religiosa de Rusia es la historia de un pueblo cuyos gobernantes volvieron la espalda a las promesas que hizo San Vladimiro en Kiev cuando se bautizó, y crearon una religión nacional útil al nuevo Estado cuyo centro era Moscú.
El primer Patriarca de Moscú fue nombrado en 1589 por el zar Teodoro I y se llamaba Job. Sus sucesores fueron Hermógenes y Teodoro Nikítich Romanov, cuyo nombre religioso era Filareto (1553-1633), que en 1613 instaló en el trono de los zares a un hijo suyo que aún no había cumplido los diecisiete años, Miguel Romanov. En Rusia se creó una situación única en la que el Zar era hijo del Patriarca, el cual era el verdadero soberano de facto. Entre 1613 y 1917 reinaron veinte soberanos de la dinastía Romanov que personificaron un despótico connubio entre los poderes político y religioso, cosa desconocida en el Occidente cristiano.
El zar Pedro I el Grande (1672-1725), descendiente del patriarca Filareto, emprendió una obra de secularización de Rusia que culminó el 25 de enero de 1721 en un manifiesto que anunciaba la abolición del Patriarcado de Moscú, el cual, «fundado exclusivamente por la autoridad civil y por meros motivos políticos, a lo largo de un siglo no llegó a echar raíces firmes en el suelo ruso ni tuvo una relación viva y orgánica con el pueblo; nació por capricho de la autoridad civil, y por capricho de ésta dejó de existir» (Aurelio Palmieri O.S.A., La chiesa russa. Le sue odierne condizioni e il suo riformismo dottrinale, L.E.F., Florencia 1908, pp. 64-65).
En sustitución del patriarcado moscovita, Pedro el Grande instituyó el Santo Sínodo, órgano colegiado de gobierno eclesiástico integrado por los obispos, todos ellos nombrados por el Zar, y puso a su cabeza un procurador general laico, igualmente nombrado por el soberano. En 1723 el Santo Sínodo fue reconocido oficialmente por los patriarcas de Constantinopla, que transfirieron al nuevo organismo todos los derechos que correspondían al Patriarcado de Moscú. A partir de ese momento, la vida de la Iglesia rusa ha estado totalmente confundida con la del Estado, asumiendo el carácter de una organización burocrática. «Durante casi dos siglos, la Iglesia rusa dejará de tener historia, porque su historia coincide con la del Estado» (Julia Nikolaevna Danzas, La coscienza religiosa russa, Morcelliana, Brescia 1946, p. 63).
Pedro el Grande trasladó la capital de Moscú a San Petersburgo, consolidó el Estado centralista y autocrático, y fue el primero que ostentó el título de Emperador de todas las Rusias. En este título confluían el absolutismo mongol, el cesaropapismo bizantino y la ideología moscovita de la Tercera Roma (Karl Bosl, L’Europa nel Medioevo, La Scuola, Milán 1975, p. 330). El Basileos, es decir el Zar y Emperador, era el único representante de Dios en la Tierra.
Después de Pedro el Grande, que sometió al Estado la Iglesia Ortodoxa, la emperatriz Catalina II (1762-1796) quiso someter también al Estado la Iglesia Grecocatólica, y en 1793 decretó la supresión de la diócesis latina de Kiev. En 1839 el zar Nicolás I abolió oficialmente la Iglesia Grecocatólica en Ucrania, Bielorrusia, Lituania y algunas regiones de Polonia, que históricamente habían regresado a Roma en los siglos XVI y XVII.
Pío IX manifestó preocupación por la política de eliminación del catolicismo oriental llevada a cabo por los zares con las encíclicas Amantísimo humani (8 de abril de 1862), Ubi urbaniano (30 de julio de 1864), Levate (17 de octubre de 1867) y Omnem sollicitudinem (12 de mayo de 1874), «Los sagrados obispos católicos –escribía en Levate–, los varones eclesiásticos y los fieles laicos han sido arrojados al destierro, encerrados en cárceles y de mil maneras perseguidos, despojados de los propios bienes y afligidos y oprimidos con severísimas penas; cómo han sido transgredidos enteramente los cánones y leyes de la Iglesia. No contento con todo esto, el gobierno de Rusia se empeña en proseguir violando, según el propósito de sus antepasados, la disciplina de la Iglesia y en romper los vínculos de unión y comunión de aquellos fieles con Nos y esta Santa Sede, y en maquinar y procurar todo cuanto tienda a destruir radicalmente la Religión Católica y a arrancar a todos aquellos fieles del seno de la Iglesia Católica arrastrándolos al funestísimo cisma».
Al igual que los emperadores bizantinos, los autócratas rusos veían en la Iglesia y en la religión un medio del que servirse para garantizar y ampliar la unidad política. Un gran converso ruso, el padre Iván Gagarin (1814-1882), de la Compañía de Jesús, escribió que para llevar de vuelta a los ortodoxos a la unidad de la Iglesia era necesario ante todo combatir su concepto político-religioso, que se cimentaba sobre tres pilares: la religión ortodoxa, la autocracia y el principio nacionalista, bajo cuya bandera habían penetrado en Rusia las ideas de Hegel y otros filósofos alemanes (La Russie sera-t-elle catholique”, Charles Douniol, París 1856, p. 74).
La vida religiosa de Rusia conoció una decadencia cada vez mayor y se convirtió en un culto meramente formal y externo, mientras junto a la religión institucionalizada se desarrollaba la individualista y carismática de los staretz o starchi, monjes venerados como santos por sus cualidades taumatúrgicas. El llamado hesicasmo (por San Hesiquio, asceta del siglo VIII) o plegaría del corazón que practicaban deforma en realidad la tradición espiritual de los monjes del monte Athos. El propio fundador del monasterio de la Gran Laura del Monte Athos, San Atanasio, no permitía la práctica mística de la plegaria del corazón sino a cinco de los monjes más perfectos, de un total de 120. Gregorio Palamás (1296-1359) democratizó la mencionada práctica, introduciendo con ello graves errores doctrinales que la Iglesia Católica ha condenado en numerosos documentos (Martin Jugie, Dictionnaire de Théologie Catholique, vol. XI, coll. 1735-76). Los staretz se convirtieron en monjes errantes que seguían las huellas de antiguas sectas espiritualistas y tenían en algunos casos costumbres licenciosas. Tal fue sin duda el caso del startez Grigori Yefímovich Rasputín (1869-1916), que ejerció una nefasta influencia en la corte del emperador Nicolás II. La custodia de la liturgia, única catequesis de los fieles se sumaba a la corrupción e inmoralidad del clero ortodoxo. El sacerdocio llegó a ser una profesión hereditaria con una falta de formación que iba acompañada de un mínimo sentido del pecado y de la idea de que sólo mediante la experiencia del pecado se podía renacer espiritualmente.
El gran orientalista Aurelio Palmieri (1870-1926) denunció los males que aquejaban a la Iglesia rusa: la inmovilidad, el formalismo burocrático y el servilismo, y escribió en 1908: «La Iglesia rusa no existe desde los tiempos de Pedro el Grande. Está muerta, desprovista de guía y de un jefe. Se ha convertido en un departamento del Ministerio de Cultos, que gobierna por medio de documentos la ortodoxia rusa» (op. cit., p. 304). El derrumbe del Imperio de los zares estaba a las puertas. La época de caos que a partir de 1917 siguió a la Revolución de febrero de Kerenski y la de octubre de Lenin parecía brindar al Santo Sínodo una oportunidad de recuperar su independencia reintroduciendo la figura del Patriarca. Entre agosto y noviembre de dicho año se celebró en Moscú un concilio que aprobó el 28 de octubre (10 de noviembre en el calendario gregoriano), al cabo de dos siglos, la restauración del Patriarcado moscovita. Ticón (en el siglo Vasili Ivanovich Belavin, 1865-1925) fue elegido Patriarca de Moscú y de todas las Rusias. La ilusión de emanciparse del poder político fue efímera: el régimen bolchevique emprendió una sistemática persecución de toda religión. A pesar de haber reconocido al gobierno soviético, el patriarca Ticón fue encarcelado y murió el 7 de abril de 1925 murmurando: «La noche será muy larga y oscura». La Iglesia Ortodoxa rusa se verá sin patriarca hasta la Segunda Guerra Mundial.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)