Contemplemos al Corazón Inmaculado de María como “Llena de gracia”.
“El conjunto de todas las aguas se llaman mares, y el conjunto de todas las gracias se llaman María”, como dijo San Bernardo. Ese es su nombre propio. Así la saluda el Ángel Gabriel en su Anunciación. Ella es la nueva Eva, la verdadera Madre de todos los vivientes, no como la primera, que los engendraba con el pecado original, para la muerte; sino que los predispone para la salvación, que viene de Jesucristo.
Está tan llena de gracia que “en ella actuaba el Espíritu de una manera incomprensible” (San Ambrosio). Como dice San Bernardo: “Salve María, llena de gracia. Verdaderamente llena, pues, colma de gozo a Dios, a los ángeles y a los hombres. A los hombres por su fecundidad, a los ángeles por su virginidad y a Dios por su humildad”. El abismo llama a otro abismo. La humildad de la Esclava del Señor atrajo la caridad del Altísimo. De esta manera “la Virgen es la casa dedicada a Dios, consagrada con la unción del Espíritu Santo”, como dice San Antonio de Padua. Dice San Epifanio: “¿Qué diré? ¿Cómo hablaré de la ilustre y santa Virgen? Ya que, exceptuando solo a Dios, Ella es superior a todos. (…) Nube luminosa, que ha recibido del Cielo, para iluminar a la tierra, su sol más brillante: Cristo”. Por ello dice Santo Tomás que el Señor no puede hacer algo más grande que Ella, “porque no hay nada más grande que Dios”. “Elevada hasta las confines de la Divinidad”, como expreso el Cardenal Cayetano, Ella se ha convertido en Sagrario Viviente, pero antes en su Corazón que en su propio seno, como dice San Agustín: “porque es más excelente lo que está en la mente que en el seno”. Por eso, si Santa Teresita pudo escribir: “Dios quiere convertir el Corazón de la Virgen en un pequeño tabernáculo donde Él pueda refugiarse”, entonces también quiere ser modelo de gracia y caridad para todos nosotros.
Al habitar el mismo Dios, Ella es modelo de todas las virtudes. Como dice San Bernardo: “De esta Sabiduría que procedía de Dios y era Dios, vino del seno del Padre hasta nosotros y se construyó una casa, su propia Madre la Virgen María, y en ella ha labrado siete columnas. ¿Qué otra cosa simbolizan estas columnas, sino que se preparó en Ella una digna morada por la fe y las obras? A la Fe le corresponden tres de ellas por su relación con la Santa Trinidad, y a las otras cuatro a la vida moral por las cuatro virtudes principales. En María estuvo presente la Santísima Trinidad por su majestad y solamente el Hijo por asumir su humanidad”. Dios vive en su Corazón como en un Templo. Dice San Ambrosio, comentando la ida presurosa de la Virgen a auxiliar a su prima Santa Isabel: “Llena ya totalmente de Dios, ¿a dónde podía dirigirse María con prisa sino hacia las alturas? En efecto, la gracia del Espíritu Santo ignora la lentitud”.
Como escribió el padre Carlos Biestro: “Cuando el Señor entra al mundo por la Puerta del Cielo, se produce una fusión de Dios y la Virgen –fusión, no confusión, pues permanece la diferencia entre Creador y criatura- incomparablemente superior a la que tiene lugar en el corazón de los más grandes santos. Cada uno posee al otro, y así la que se rinde al Señor puede comunicar a sus hijos la vida divina.”
Por ello todos nosotros debemos ser, como dice San Luis María Grignion de Montfort, de los verdaderos hijos de la Santísima Virgen que imitan a su único Hijo. Coloquémonos en su molde viviente para llegar más rápidamente a la perfección. Viviremos de este modo siempre en gracia de Dios, protegidos en su Seno Virginal de los engaños y argucias de Satanás. Prefiramos la muerte antes que ofender al Señor. Vivamos meditando los divinos misterios a ejemplo de Aquella que guardaba todos los sucesos de Cristo en su Corazón. Como escribió San Ambrosio: “Que en todos nosotros resida el alma de María para glorificar al Señor, que resida el espíritu de María para exultar en Dios. Pues si Ella fue corporalmente la Madre de Cristo, por la fe Cristo es el fruto de todos: porque toda alma recibe el Verbo de Dios a condición que, sin tacha, se vea preservada de todos los vicios, y guarde la castidad en una pureza sin tacha. Toda alma, entonces, que llegue a este estado magnificará al Señor, como el alma de María ha alabado al Señor y como su espíritu ha exultado en Dios, su Salvador”.
Los verdaderos devotos de la Santísima Virgen son los que aplastan la cabeza de Satanás, venciendo el pecado mortal y venial, apartándose de toda imperfección, y los que “caminan de altura en altura, hasta ver a Dios en Sión”, como dice el salmo, es decir, que van avanzando en la perfección espiritual, sin que los detengan ni los temores a los que matan el cuerpo o a los que placeres de la carne, o, como dice San Juan de la Cruz: “ni cogeré las flores ni temeré las fieras”; porque, en definitiva, “ninguna otra criatura podrá apartarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Salvador”, hecho carne en las purísimas entrañas de la Madre Inmaculada. Su Corazón, entonces, será nuestro seguro refugio para llegar al Cielo y a la perfección. Viviendo en gracia creceremos en la piedad filial hacia Dios por medio de Ella. Allí no llegan los engaños del Malvado enemigo de las almas.
Supliquémosle, entonces, a nuestra Madre, que nos proteja en su regazo, como a sus hijos más pequeños.