Cosas que aman los verdaderos hombres de Dios y los verdaderos pastores que aman a la Iglesia (cuidado con los demagogos que humillan continuamente para promocionarse)
¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo.
¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de Él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!
¡Qué poco respetamos el sacramento de la reconciliación, en el cual Él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf Mt 8,25).
Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo.
Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros quienes te traicionamos, a pesar de los gestos ampulosos y las palabras altisonantes.
Ten piedad de tu Iglesia: también en ella Adán, el hombre, cae una y otra vez. Al caer, quedamos en tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca más podremos levantarnos; espera que Tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes abatido para siempre.
Pero Tú te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos.
Joseph Ratzinger – Benedicto XVI (Marzo 2015)
Sería bueno empezar esta reflexión trazando una línea recta para evitar eventuales y pequeñas desviaciones. La primera desviación es la de creer que el Concilio ha abierto una era completamente nueva que autoriza una devaluación, un registro, una intolerancia en contra de la tradición de la Iglesia.
Existe en muchos un estado de ánimo de radical impaciencia con los del ¨ayer¨ de la Iglesia: hombres, instituciones, trajes, doctrinas, todo es dejado de lado definitivamente, si lleva la impronta del pasado.
Es como un espíritu crítico, una impecable condena en estos momentos de la innovación del »sistema» eclesiástico del ayer: eso no puede ser más que golpes y defectos, inhabilidades e indiferencias en la expresión de la vida católica de los años siguientes; por consiguiente, con las consecuencias que prestarían muchas y graves consideraciones, y que ocultando el sentido histórico de la vida de la Iglesia, son una preciosa característica de nuestra historia.
Eso es sustituido por una fácil simpatía a todo que hay fuera de la Iglesia; el opositor parece simpático y ejemplar, el amigo en cambio antipático e intolerable.
Este proceso no es moderado, da lugar a la convicción de que es permisible considerar la hipótesis de una Iglesia del todo diversa a la de hoy y a la nuestra; una Iglesia inventada, se dice, por el nuevo tiempo, donde se ha abolido hoy el vinculo de obediencia molesta, toda la libertad personal, toda forma del reto de la sacralidad.
Esta desviación es posible; pero es de esperar que se denuncie el error: no es cierta esta desintegración de la realidad histórica, institucional y tiene el objetivo de la actualización de la prueba, esta es la renovación de la iglesia, patrocinada por el Concilio
Pablo VI (Enero 1970)
[Tradución por Gabriello Sabbatelli Artículo original]