El 14 de octubre, el papa Bergoglio, que ya ha autorizado que se administre la Comunión a notorios adúlteros y declarado inmoral la pena de muerte –contradiciendo totalmente con ello la bimilenaria doctrina y praxis en ambas cuestiones–, proclamó que Pablo VI y Oscar Romero son santos y que la Iglesia Universal debe venerarlos como tales. A pesar de ello, Pablo VI desencadenó una debacle litúrgica sin precedentes y la revolución postconciliar en general, y luego se pasó el resto de su vida lloriqueando y retorciéndose las manos por ambas cosas mientras la fe y la disciplina se desmoronaban a su alrededor. Por su parte, Romero, personaje complejo al que francamente no se puede calificar de marxista, no fue asesinado por odio a la Fe como tal, sino por la agitación pública que había desatado contra las autoridades de El Salvador, que en aquel momento estaban en plena guerra civil contra revolucionarios marxistas. Tampoco se ha determinado con certeza cuál de los dos bandos en conflicto lo asesinó; nadie ha sido juzgado por ello ni se ha identificado definitivamente a los culpables.
¿Qué pensar de estas canonizaciones –últimas producciones de lo que la prensa ha llamado jocosamente la fábrica de santos que inauguró Juan Pablo II? Al estudiar la cuestión, vendría bien concluir con una segunda parte la exposición que comencé aquí, aventurando la opinión de un laico que no ve que la infalibilidad de una canonización pueda depender de otra cosa que de la integridad del proceso de investigación previo al decreto pontificio correspondiente.
En la 1ª parte señalé el decisivo papel de testimonio divino que representan los milagros en los procesos de canonización. Cité al erudito católico Donald S. Prudlo, especialista en la historia de las canonizaciones, el cual razonó que «la canonización de personas indignas es un problema que se dio en varias ocasiones» en el caso de obispos de diócesis particulares. Una vez que Roma se hizo cargo de las canonizaciones a finales del siglo XIII, «el Papado instituyó toda una serie de controles para comprobar la veracidad y santidad de la persona, entre ellas una minuciosa investigación de su vida y milagros». A este respecto, Prudlo cita a Inocencio III (1198-1216), que declaró en la histórica bula por la que canonizó a San Homobono de Cremona que «en la Iglesia militante son necesarias dos cosas para que alguien sea venerado públicamente como santo: el poder de las señales durante su vida, es decir obras de piedad, y el signo de los milagros después de su muerte. Prudlo se desvive por señalar: «Si bien Inocencio afirma que sólo la perseverancia hasta el fin es imprescindible para la santidad en sí, sostiene que la veneración pública de la persona requiere testimonios divinos. Ambas cosas son necesarias para determinar la santidad, «porque no bastan las obras por sí solas, pero tampoco las señales»».
Vistas desde las perspectiva de los milagros de curación atribuidos a la intercesión de Pablo VI y de Romero –elemento indispensable en el proceso según se ha desarrollado éste bajo la autoridad pontificia–, salta a la vista que, si nos guiamos por la información disponible, ninguno de los dos cumple los requisitos tradicionales para autenticar un milagro como el sello divino de la santidad. Estos requisitos son: (1) que la curación sea (2) instantánea, (3) total, (4) duradera, y (5) que no tenga explicación científica: o sea, que no obedezca a un tratamiento o un proceso natural, sino a un suceso ajeno al orden sobrenatural. (Una vez verificado el milagro de sanación en base a estos requisitos, es necesario determinar además que la curación no se debió a otra cosa que la intervención del candidato a los altares, y no por una oración más general o por medio de otros intercesores.)
Tiene que estar más claro que el agua que ningún supuesto milagro en el que no se dé ni siquiera una de las cinco condiciones mencionadas puede considerarse desde el punto de vista racional una certificación divina de la santidad del candidato. Si no ha habido verdadera curación, no hay milagro ni nada. Si la curación es meramente parcial, no es milagrosa. Si no es instantánea, sino gradual, podría deberse a un proceso natural no milagroso o a un tratamiento médico. Y si es temporal y hay una recaída, es que no ha habido ningún milagro.
Echemos, pues, un vistazo a los milagros atribuidos a la intercesión de Pablo VI y de Oscar Romero. Por lo que se refiere a Montini, el primer milagro que presuntamente respalda su beatificación «fue el de un feto al que se le descubrió un grave problema de salud que podría suponer daño cerebral, pero la madre encomendó el embarazo a Pablo VI y el niño nació sano». El presunto milagro ha sido descrito en más detalle:
«El milagro que se le atribuye tiene que ver con un nasciturus de California al que en los años noventa se le descubrió un grave problema que conllevaba un elevado riesgo de daño cerebral. Tenía daños en la vejiga, y se observó que tenía ascitis (líquido en el peritoneo) y anhidramnios (falta de líquido en el saco amniótico). Los médicos aconsejaron abortar, pero la madre confió el embarazo a la intercesión de Pablo VI, que sucedió a Juan XXIII el 21 de junio de 1963 y reinó hasta su fallecimiento el 6 de agosto de 1978.
»La madre siguió el consejo de una monja amiga de la familia que había conocido personalmente al papa Montini. Así pues, imploró la intercesión de dicho pontífice con un pedazo de tela de la vestidura papal que le había entregado la monja.»
»Dos semanas más tarde, los resultados de las pruebas médicas indicaron que se había obrado una mejora considerable en la salud de la criatura, que nació por cesárea en la 39ª semana de embarazo. Ya ha llegado a la adolescencia y goza de buena salud. Se considera que la curación fue total.»
»El postulador italiano declaró que no se pueden dar más detalles en consideración a la intimidad de la familia y el chico en cuestión.»
¿Dónde estuvo exactamente la cura milagrosa? Lo que se describe como el buen resultado de un tratamiento agresivo habitual en tales casos, como por ejemplo éste, en el que la criatura corría un peligro mayor todavía, se trató en el vientre de la madre y el niño nació vivo. Más tarde se informó que «es un niño de 5 años que crece con normalidad pero sigue sometido a controles neurológicos, cardiológicos y oftalmológicos periódicos». Lo cierto es que el supuesto beneficiario de la intervención milagrosa de Pablo VI fue igualmente monitoreado, hasta que «ha llegado a la adolescencia y goza de buena salud». No hay la menor mención de curación instantánea en la ambigua explicación de la Santa Sede de «mejoras sustanciales» del estado del niño in utero ni de que se evitase el daño cerebral; no se habla de la cura del mismo.
El segundo milagro atribuido a la intervención de Pablo VI tiene que ver con otra crisis fetal ambiguamente descrita: «curación de una nascitura aquejado de una dolencia potencialmente mortal. Poco después de la beatificación de Montini, la madre de la niña se desplazó a Brescia, cuna del expontífice, para implorar por la curación. Al final la criatura nació sana». ¿En qué se diferencia este de los innumerables casos en que un nascituro cuya vida corre peligro nace saludable contra todo pronóstico a pesar de un pronóstico grave? La literatura médica y nuestra común experiencia están llenas de casos por el estilo. Volvemos a preguntar: ¿dónde está la cura milagrosa de una dolencia aparentemente incurable? En este caso también se daba una dolencia que podía ser mortal, otro riesgo superado, pero no la curación instantánea de una enfermedad que en caso contrario habría supuesto la muerte.
En ambos casos se tiene la sensación inequívoca de que se han dramatizado las circunstancias médicas con miras a obtener un resultado determinado: ¡milagro! ¡Que lo canonicen de inmediato! (Ni siquiera tenemos en cuenta otros requisitos indispensables como las virtudes heroicas. Baste señalar que el adjetivo heroico no le cuadra a un papa que se lamentaba a posteriori de las temerarias autorizaciones que daba para efectuar novedades inauditas en la Iglesia, y se empecinaba en no querer reconocer sus catastróficas metidas de pata.)
Por lo que se refiere al milagro atribuido a la intercesión de Oscar Romero –bastando con uno, dado que se lo había calificado de mártir–, nos encontramos curiosamente con otra urgencia médica ambigua relacionada con un embarazo. En este caso se nos informa que el supuesto milagro es que, después de dar a luz, una señora llamada Cecilia contrajo el síndrome de HELLP, variedad de preclampsia que cursa con hemolisis, elevación del nivel de enzimas hepáticas y trombocitopenia (falta de plaquetas). A fin de evitar insuficiencia hepática y otras complicaciones que se dan en los casos más graves de la dolencia, se la puso en estado de coma inducido; a veces se ha dicho que entró en coma, para dramatizar más el asunto. Se afirma que después de rezarle a Romero la mujer experimentó una espectacular recuperación en el plazo de 72 horas y se le dio el alta a los pocos días, totalmente recobrada de los efectos del mencionado síndrome.
Ahora bien, recuperarse del síndrome de HELLP tras un coma inducido, el cual supone un tratamiento agresivo, es precisamente lo que ha sucedido en otros casos semejantes, como hemos visto aquí y aquí. Un resultado excelente de un tratamiento muy eficaz no tiene nada de milagroso. En el caso del segundo enlace, el marido declaró: «Qué milagro. Pensaba que iba a perder a los dos». No hay el menor indicio de que Oscar Romero ni ningún otro santo católico tuviera nada que ver con el feliz resultado. De hecho, la tasa de mortalidad general del síndrome de HELLP apenas oscila entre 1,1 y 3,4% con un buen tratamiento, y sólo es de 25% en total, contando muchos casos a los que no se aplica el menor tratamiento. Es más, la tasa de mortalidad fetal del síndrome de HELLP es mucho más elevada que la tasa de mortalidad maternal, pero el niño del caso de Romero ya había nacido con toda normalidad sin la supuesta intercesión. ¿Fue un milagro aquel parto natural en el que había muchas más dificultades para sobrevivir?
Para certificar médicamente un milagro con vistas a una beatificación o canonización se exigen los siguientes requisitos: «1. Dolencia o estado de salud grave. 2. Que no haya probabilidad de que el mal remita por sí solo. 3. Curación instantánea. 4. Curación permanente. 5. Curación total. 6. Que el mal no haya remitido a causa de otra dolencia o incidente. 7. Que la curación no responda a ningún tratamiento médico.»
Esta enumeración se ha tomado de un artículo sobre los dos milagros atribuidos a la intercesión de los pastorcillos de Fátima Jacinta y Francisco con vistas a su beatificación por Juan Pablo II y su canonización por Francisco. El primer milagro tuvo que ver con la recuperación de una persona parapléjica que pudo volver a caminar con normalidad, y el segundo con la recuperación de un niño había sufrido un daño cerebral tras caer de cabeza de una altura de 6 metros, a consecuencia de lo cual se fracturó el cráneo y perdió tejido cerebral, y aun así salió del hospital por su propio pie gracias a la intercesión de los niños de Fátima, sin síntomas de daño cerebral ni menoscabo de sus funciones físicas o mentales. Es decir, que en ambos casos se trató de la sanación de cosas incurables, no de la evitación de un riesgo de daño ni de una recuperación tras un tratamiento agresivo.
Con toda razón la Iglesia postridentina institucionalizó la estricta verificación de los milagros de curación en la medida en que avanzan los conocimientos científicos. Urbano VIII (1623-1644) y posteriormente Prospero Lambertini, que reinó como Benedicto XIV (1740-1758) sentaron las bases de lo que mediante la función del abogado del Diablo (promotor fidei) ya había ejercido Lambertini antes de su pontificado, y la Iglesia «se inclinó a refutar los milagros por medio de explicaciones naturales» [1]. De conformidad con ello, «sobre todo desde las reformas introducidas por Urbano VIII en la primera mitad del siglo XVII, la pericia médica ha desempeñado un papel cada vez mayor en la evaluación de posibles milagros». Pero ya en el siglo XIII –el mismo siglo en que estaba más encendido el debate sobre la infalibilidad de las canonizaciones– «una de las principales manifestaciones de dicho escepticismo ha sido la consulta con médicos para que evalúen los milagros propuestos para ver si podían deberse a causas naturales» [2].
Hay explicaciones naturales bastante claras de los milagros atribuidos a Pablo VI y Oscar Romero, ninguno de los cuales, para empezar, tiene que ver con curaciones totales e instantáneas sino al contrario, con la evitación de riesgos médicos, por graves que fueran, y de lograr buenos resultados gracias a tratamientos agresivos de vanguardia.
Se ve, pues, que estas inminentes canonizaciones son otro producto manufacturado aprisa y corriendo por la línea de montaje de alta velocidad de la fábrica de santos que fundó Juan Pablo II. Este papa no se limitó a reducir de cuatro a dos la cantidad de milagros exigidos (dos para la beatificación y otros dos para la canonizacións), sino que la misión tradicional del promotor fidei seha eliminado a todos los efectos, con lo que ya no hay un proceso con dos partes verdaderamente enfrentadas en la Congregación para las Causas de los Santos con un contradictorium institucionalizado por parte de un funcionario al que se conoce como abogado del Diablo. Un especialista en el tema lo describe así:
«Se han eliminado las observaciones del promotor de la Fe y las respuestas del abogado, ya que el promotor no recibe la causa para estudiar hasta después de haberse terminado la positio [documento que defeinde la santidad de la persona]. Según la legislación vigente, el promotor de la fe no participa en un contradictorium formal con una parte contraria. Se limita a exponer su parecer con respecto a la causa cuando ésta es evaluada por los teólogos. Mientras se estudia el caso en Roma, hay que tener en cuenta si el promotor ejerce siquiera un papel oficioso en el contradictorium (.. .).
»A partir de estas observaciones se puede concluir que la legislación actualmente vigente no hay un contradictorium claro, dado que la parte que la parte opositora no tiene mucha relevancia».
Una defensora de la versión moderna del proceso afirma en relación con esta eliminación en la práctica del abogado del Diablo:
«Juan Pablo II cambió en cierta medida esa función (…). Pero al contrario de lo que se suele creer (…) no la suprimió. (…) Su autoridad para vetar o anular una causa ha desaparecido. No proporciona una lista de objeciones y quejas, sino un informe de lo que se ha averiguado, pero ese informe no exige una respuesta satisfactoria a cada objeción. Gracias a Juan Pablo II, los procesos de canonización han pasado de ser un minucioso y riguroso escrutinio, a ser simplemente la reunión de un comité o de la junta de una empresa».
Dicho de otra manera: el abogado del Diablo ha sido suprimido en la práctica. No sólo por lo que respecta a su decisivo poder de veto, sino también a su propia función. Como mucho, se ha convertido en un miembro más de un comité que se ocupa esencialmente de fabricar santos a pedido proporcionando las averiguaciones pertinentes, entre ellas descubrir que son milagrosas curaciones que se pueden explicar fácilmente por causas naturales, y que desde luego se observan con frecuencia sin que medie invocación a santo alguno.
En la primera parte de este trabajo expuse las siguientes dudas, teniendo en cuenta que la infalibilidad de las canonizaciones sigue siendo una mera opinión teológica probable y no un artículo de fe:
– ¿Podría dudarse de la validez de una canonización, aunque no se la pueda considerar errónea como tal, si pudiera demostrarse que la investigación del candidato se vio comprometida por errores humanos, sesgos o falta de horadez?
– ¿Un acto papal de canonización a través de la recitación de la fórmula de canonización en el rito de canonización sería infalible ex sese (en sí mismo) aunque no hubiera una investigación previa del candidato?
– Si el acto papal de canonización fuese infalible ex sese, ¿es necesario el proceso investigativo previo a la canonización—desarrollado por los propios Papas para proveer medidas para salvaguardar y asegurar la veracidad de los milagros y la santidad de un candidato?; y en caso de ser necesario, ¿por qué es necesario?
– Si un acto papal de canonización no es infalible ex sese, entonces ¿no es esencial la integridad del proceso investigativo que lo precede, para afirmar la infalibilidad?, y en caso de no serlo, ¿por qué no?
Señalé que estas preguntas «no pueden responderse definitivamente mediante el Magisterio». La Iglesia jamás ha declarado que no puedan ser objeto de debate. Todo lo contrario, nunca han dejado de ser un tema controvertido. De donde se desprende otro dubium, sugerido por esta segunda parte:
«Si la integridad del proceso de investigación es esencial para que la canonización sea infalible, y si el proceso evalúa supuestos milagros de curación, ¿acaso no es también un elemento esencial la validez de las pruebas para respaldar los milagros, de modo que milagros claramente dudosos que se pueden explicar por causar naturales, como tratamientos médicos agresivos, tiendan a socavar la confianza en la validez de la canonización y dar motivos razonables para dudar de ella?»
Pablo VI celebra la primera Misa Novus Ordo, destruye prácticamente el Rito Romano y se convierte en el catalizador pontificio de la deserción y la apostasía masivas
No puedo menos que estar de acuerdo con lo que dijo ayer Peter Kwasniewski: «Entre el creciente número de canonizaciones, la reducción a la mitad en la cantidad de milagros exigidos (exigencia que a veces incluso se anula), la falta de rigor en la labor de abogado del Diablo y, en ocasiones, la precipitación con que se estudia la documentación (o incluso se omite su estudio, como ha pasado al parecer en el caso de Pablo VI), no sólo me parece que se ha vuelto imposible afirmar que las canonizaciones actuales exijan siempre que las aceptemos, sino que también puede haber algunas con las que estaríamos obligados a disentir.»
Lo que quiere decir el Dr. Kwasniewki es que parece que en las últimas décadas se ha transformado tanto la naturaleza misma de las canonizaciones que es muy posible que ya no se trate de lo mismo que nos dio un San Pío X, y que traicionaríamos la conciencia si aceptáramos ciegamente todos los resultados de los procesos actuales. Diríase que el sumamente riguroso procedimiento tradicional ha sido sustituido por una especie de honores otorgados por una comisión predipuesta a adjudicarlos sin mucha oposición.
En resumidas cuentas, que ya no se entiende razonablemente de que es una determinación irrefutable e infalible de que todo candidato que haya obtenido la aprobación de la fábrica de santos ha alcanzado la bienaventuranza, sino que es un modelo de virtudes para la Iglesia universal al que los fieles deben obligatoriamente venerar por su magnífico ejemplo de conformidad a la voluntad de Dios. ¿Alguien puede decir objetivamente eso de Pablo VI? El Dr. Kwasniewski señala:
«Pablo VI no contempló indefenso la autodemolición de la Iglesia (palabra que él mismo acuñó para referirse al colapso postconciliar); no se limitó a presidir la mayor deserción hasta la fecha de laicos, clero y religiosos desde la rebelión protestante. Más bien fue cómplice de la devastación interna con sus propias acciones. (…)
»Muchos católicos están lógicamente preocupados con el papa Francisco. Pero se puede decir que lo que éste ha hecho en los últimos cinco años no es nada comparado con lo que tuvo la osadía de hacer Pablo VI: sustituir por una nueva liturgia la antigua Misa romana y los ritos de los sacramentos, causando con ello la mayor ruptura que ha sufrido la Iglesia Católica en toda su historia.»
»Es como si hubiera arrojado una bomba atómica sobre el pueblo de Dios que hubiera aniquilado su fe o les hubiera producido cáncer con las radiaciones. Fue la negación misma de la paternidad, de la función paternal del Papado en la conservación y transmisión del legado familiar. Cuanto ha sucedido de Pablo VI para acá no es más que un eco de su profanación del templo sagrado. Una vez profanado lo más santo, nada queda a salvo; todo es inseguro.»
Por último, y para concluir este trabajo, no puedo menos que hacer mía la conclusión restringida de John Lamont que se publicó el pasado mes de agosto: «Tampoco podemos excluir a todas las canonizaciones del carisma de la infalibilidad; podemos seguir afirmando que las que fueron fruto de los minuciosos procedimientos que se seguían en siglos anteriores se beneficiaron de ese carisma.(…) Volver a los métodos anteriores de canonización significaría recuperar la guía del Espíritu Santo en un terreno importantísimo para la Iglesia».
Es posible que esta conclusión sea errónea. Pero que sea el Magisterio quien nos lo diga pronunciándose de forma categórica y vinculante. Es decir, que declare que toda canonización proclamada por un pontífice es infalible ex sese aunque la investigación previa sea obviamente defectuosa o fruto de motivaciones corruptas, lo cual significaría que en resumidas cuentas la investigación estaba de más. Hasta ese momento, ni Pablo VI ni Oscar Romero tendrán lugar en las invocaciones del pobre católico que redacta estas líneas. Me reservo en conciencia el derecho, no a negar, sino a dudar hasta donde se permita dudar, antes que hacer violencia a la propia razón.
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[1] Fernando Vidal, Miracles, Science and Testimony in Post-Tridentine Saint-Making, 20 Science in Context 481 (2007).
[2] Íbid. en 482, 485.
[3] Jason A. Gray, The Evolution of the Promoter of the Faith in Causes of Beatification and Canonization: a Study of the Law of 1917 and 1983, Pontificial Universidad Laterana (2015) (tesis doctoral tesis en derecho canónico); vista en http: //www. jgray.org/ docs/ Promotor_Fidei_lulu.pdf
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)