Cristo Rey

El 11 de diciembre de 1925, por su Encíclica Quas primas (QP), el papa Pío XI instituyó la nueva festividad litúrgica de Cristo Rey, fijada en el último domingo del mes de octubre, es decir, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos:

«Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos» (QP, 31).

La “peste funesta” del laicismo

La idea de Cristo Rey no es algo nuevo en la Iglesia; es tan antigua como lo es el cristianismo. La encontramos en las páginas de la Sagrada Escritura; forma parte del símbolo de la fe («Y su reino no tendrá fin») y del Padre Nuestro («Venga a nosotros tu reino») y se reitera en la Liturgia:

«De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa» (QA, 10).

¿Por qué, entonces no se establece hasta el siglo XX una fiesta especial, y es entonces cuando recibe la doctrina de Cristo Rey una mayor precisión teológica y adquiere unos contornos más definidos hasta el punto de que el grito de Viva Cristo Rey marcó toda una época en la espiritualidad martirial de Méjico y España? ¿Hay alguna particular afinidad entre esta fiesta y el mundo actual?

La Realeza de Cristo es inmutable. Los derechos de Cristo Rey han sido, son y serán en todos los tiempos los mismos. Recordemos al respecto los Salmos 2 y 109 que expresan la doctrina mesiánica de modo sumamente preciso. Pero el contenido una idea, sin variar en sí mismo, puede recibir una peculiar determinación y la idea de Cristo Rey, del Reinado de Jesucristo fue propuesta por Pío XI al mundo como remedio del laicismo

Consiste éste en la negación de los derechos de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo sobre toda la sociedad humana, tanto en la vida privada y familiar, como en la vida social y política. Es lo que podríamos llamar la apostasía en su dimensión social (de «pública apostasía», habla la Encíclica que venimos citando). Las palabras de Pío XI son terminantes:

«Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos» (QA, 23).

Frente al laicismo se propone la afirmación de la realeza de Cristo y sus consecuencias: «si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia» (QA, 17).

Los signos de los tiempos

Han pasado casi cien años desde que Pío XI promulgó la fiesta de Cristo Rey. En 1925 hablaba de «Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo» (QA, 24). ¿Qué diría hoy?

Basta mirar a nuestro alrededor, al mundo, a nuestra Patria, a la Iglesia… No es necesario detenerse en una enumeración de calamidades: los frutos amargos de aquella apostasía individual y social han sido abundantes y persistentes. La sociedad, por su rebelión contra Dios, contra su Hijo Jesucristo y contra la Iglesia por Él fundada, está amenazada con una ruina humanamente irremediable. Y esa situación afecta a la propia Iglesia envuelta en una crisis sin precedentes y que sufre el impacto del mismo proceso revolucionario que el mundo.

Es inexcusable la pregunta ¿Fracasó el intento del Papa? ¿Tenían razón los arbitristas de la reforma litúrgica al suprimir esta fiesta y reemplazarla por otra de contenido completamente distinto[1]? ¿Tiene sentido seguir celebrando hoy la fiesta de Cristo Rey o podemos hacerlo con el mismo estado de alma que si estuviéramos en la Edad Media o en el pontificado de Pío XI?

«Acercáronse los fariseos y saduceos y, para ponerlo a prueba le pidieron que les hiciese ver alguna señal del cielo. Mas Él les respondió y dijo: “Cuando ha llegado la tarde, decís: Buen tiempo, porque el cielo está rojo”, y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío”. Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no las señales de los tiempos» (Mt 16, 1-3).

En tiempos de Jesús se daban unas circunstancias históricas concretas: ya no estaba el cetro en manos de Judá, la expectación mesiánica era universal, el Bautista anunciaba tras él al Mesías, los milagros acompañaban a Cristo… Pero el Señor echa en cara a los judíos que saben distinguir el aspecto del cielo pero no disciernen “los signos de los tiempos” mesiánicos.

También a nosotros se nos puede reprender por no saber distinguir el tiempo que vivimos, no saber reconocer los signos de los tiempos… Ante la realidad de la situación debemos preguntarnos ¿dónde está, entonces, la Realeza de Cristo?

Podemos sintetizar las respuestas predominantes entre aquellos que no rechazan explícitamente a Cristo Rey, es decir, en el ámbito de lo religioso, no ya de la apostasía social:

  1. La ideología revolucionaria en sus diversos proyectos: todos aquellos que van de Lammenais a Maritain, en expresión del padre Menvielle, desde la nueva cristiandad, la civilización del amor, la laicidad positiva… a las formas más radicales del populismo eclesiástico. Todas ellas tienen en común el naturalismo político y el rechazo a la Cristiandad histórica[2]. Está ausente el deseo y la esperanza de una integración del orden temporal bajo el signo de la fe y de la gracia optando por un horizonte exclusivamente terreno y mundano.
  2. Las esperanzas de una restauración de la Cristiandad muchas veces basadas en un puro voluntarismo, en revelaciones privadas o en una lectura parcial de las parábolas, como la del grano de mostaza, olvidando otras.

Si la primera respuesta es nefasta, la segunda es ingenua y, por irrealizable, produce el efecto de enervar la obra de la verdadera y necesaria resistencia, convirtiendo la proclamación de la realeza de Cristo en mera declaración verbal de intenciones que se desinflan una y otra vez ante la confrontación con la realidad.

¿Dónde encontraremos, pues, la respuesta? Hagamos nuestras las palabras del padre Leonardo Castellani: «Engañado por las mentiras de teólogos, filósofos, políticos y economistas, el hombre moderno busca una luz que lo oriente. Y no podrá hallarla sino en la Tradición Católica y en las Profecías»

¿Qué nos dicen, por tanto, al respecto del reinado de Cristo las profecías y la tradición católica, la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia? En resumen: que la situación seguirá deteriorándose hasta llegar a su paroxismo, que la falsificación afecta no solamente a lo sociopolítico sino a lo religioso y que la restauración final tendrá lugar por Jesucristo. Es la misma enseñanza que puede resumirse en la respuesta de Jesús a Pilato que recoge el Evangelio de la Fiesta:

«Replicó Jesús: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores combatirían a fin de que Yo no fuese entregado a los judíos. Mas ahora mi reino no es de aquí”. Díjole, pues, Pilato: “¿Conque Tú eres rey?” Contesto Jesús: “Tú lo dices: Yo soy rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio a la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”» (Jn 18, 36-37).

Por tanto, el Reino no viene de este mundo, ni es el fruto de las realizaciones de este mundo sino que es Cristo el que viene a este mundo a reinar.

Y recurro, para probar aquellas tres afirmaciones a un texto nada sospechoso de complacencia con las tesis que aquí sostenemos, el llamado Catecismo de la Iglesia Católica que en este punto se distancia sorprendentemente del optimismo propio de la iglesia conciliar[3]:

1). La situación seguirá deteriorándose hasta llegar a su paroxismo y 2) la falsificación afectará no solamente a lo político sino a lo religioso

«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22)» (CATIC, nº 675).

3) La restauración final tendrá lugar en y por Jesucristo:

«La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13)» (Ibíd., nº 677).

Por tanto es reconociendo estos “signos de los tiempos” como los cristianos de comienzos del siglo XXI tenemos que vivir la realeza de Cristo. Sin esperar, al modo de Lammenais, una Iglesia reconciliada con los principios de la libertad moderna ni ensoñar con una “democracia con valores”. Pero sin esterilizar tampoco la propia acción religiosa y social con el anhelo de una imposible restauración.

El enfriamiento de la caridad y la creciente apostasía son las señales que nos avisan de que tenemos que levantar la cabeza y avivar nuestra esperanza en la pronta intervención de Cristo (Lc 21, 28). No caigamos pues, en falsos mesianismos –ni progresistas ni conservadores- que no son sino una sucesiva reedición del mesianismo temporal o secularizado[4], de origen judaico, tantas veces reaparecido a lo largo de la historia en bajo diversas formas.

Carece de sentido el reproche de que esta actitud equivale a a cruzarse de brazos en una espera estéril de la Venida del Señor. Castellani pone una pregunta en la boca de los cristianos que viven desde estas convicciones: «¿Qué podemos hacer nosotros, si todo esto depende de una serie de destrucciones sucesivas y forma parte de una destrucción que avanza». Y responde:

«“Conserva las cosas que han quedado, las cuales son perecederas”, le manda decir Jesucristo al Ángel de la Iglesia de Sardes, la quinta Iglesia del Apocalipsis; lo cual quiere decir “atente a la tradición”.

Tenemos que luchar hasta el último reducto por todas las cosas buenas que han quedado, prescindiendo de si esas cosas serán todas “integradas de nuevo en Cristo”, como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo. “La Verdad es eterna, y ha de prevalecer, sea que yo la haga prevalecer o no”»

Cita a continuación el padre, algunos ejemplos, nosotros podríamos completar la enumeración con tantas otras realidades por las que hay que seguir resistiendo:

«Por eso debemos oponernos a la ley del divorcio, debemos oponernos a la nueva esclavitud y a la guerra social, y debemos oponernos a la filosofía idealista, y eso sin saber si vamos a vencer o no. “Dios no nos dice que venzamos, Dios nos pide que no seamos vencidos”

En suma, hay que desarrollar e irradiar la propia actividad beneficiosa de tal modo que el mal que nos infieren, en vez de sofocarnos, quede como sofocado o, al menos, amortiguado en la correntada segura y pacifica de nuestro propio raudal de vida”» [5].

Todo lo que ocurre, pues, se ordena al cumplimiento de la instauración de todas las cosas en Cristo. Terminamos por ello recordando unas palabras de san Luis María Grignion de Monfort:

«Así como por María, vino Dios al mundo la vez primera en humildad y anonadamiento, ¿no podría también decirse que por María vendrá la segunda vez, como toda la Iglesia le espera, para reinar en todas partes y juzgar a los vivos y a los muertos? ¿Cómo y cuándo?, ¿quién lo sabe? Pero yo bien sé que Dios, cuyos pensamientos se apartan de los nuestros más que el cielo de la tierra, vendrá en el tiempo y en el modo menos esperado de los hombres, aun de los más sabios y entendidos en la Escritura Santa, que está en este punto muy oscura.

Pero todavía debe creerse que al fin de los tiempos, y tal vez más pronto de lo que se piensa, suscitará Dios grandes hombres llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María por los cuales esta Divina Soberana hará grandes maravillas en la tierra para destruir en ella el pecado y establecer el reinado de Jesucristo su Hijo sobre el corrompido mundo» (Tratado de la Verdadera Devoción, 58-59).

ADVENIAT REGNUM TUUM…

Venga a nosotros tu reino,

venga por maría,

venga en nuestros días

_____

[1] En el artículo Cristo, Rey de las Naciones y del Universo mostramos las diferencias entre la fiesta establecida por Pío XI y la liturgia reformada de Pablo VI,.

[2] Baste una cita como muestra: «Para algunos, la libertad civil y política, en su día conquistada por el derrocamiento del antiguo orden fundado sobre la fe religiosa, se concibe aún unida a la marginación, es decir, a la supresión de la religión, en la cual se tiende a ver un sistema de alineación. Para ciertos creyentes, en sentido inverso, una vida conforme a la fe no sería posible más que por un retorno a este antiguo orden, además a menudo idealizado. Estas dos actitudes antagónicas no aportan una solución compatible con el mensaje cristiano y el genio de Europa. Puesto que, cuando reina la libertad civil y se encuentra plenamente garantizada la libertad religiosa, la fe no puede más que ganar en vigor superando el desafió que le dirige la no creencia, y el ateismo no puede más que medir sus límites ante el desafío que le dirige la fe. Ante esta diversidad de puntos de vista, la función más alta de la ley es la de garantizar igualmente a todos los ciudadanos el derecho de vivir de acuerdo con su conciencia y de no contradecir las normas del orden moral natural reconocidas por la razón. A este punto, me parece importante recordar que es del humus del cristianismo del que la Europa moderna ha extraído el principio —con frecuencia perdido de vista durante los siglos de «cristiandad»—, que gobierna fundamentalmente su vida pública: quiero decir el principio, proclamado por primera vez por Cristo, de la distinción entre «lo que es del Cesar» y «lo que es de ios» (cf. Mt 22, 21) […] La cristiandad latina medieval —para no mencionar nada más que a esta—, si bien elaboró teóricamente, volviendo a tomar la gran tradición de Aristóteles, la concepción natural del Estado, no escapó siempre a la tentación integrista de excluir de la comunidad temporal a aquellos que no profesaban la verdadera fe. El integrismo religioso, sin distinción entre la esfera de la fe y la de la vida civil, aún hoy practicado bajo otros cielos, parece incompatible con el genio propio de Europa tal como la configuró el mensaje cristiano» (Discurso de Juan Pablo II a los miembros del Parlamento Europeo, 11-octubre-1988).

[3] Quizá por eso, todas estas referencias han sido omitidas en el Compendio de dicho Catecismo y nos tememos que acaben siendo objeto de alguna de las periódicas purgas a las que es sometido el texto del Catecismo posconciliar.

[4] Preferimos definir este error con este término que con el de milenarismo aplicado por el Catecismo de la Iglesia Católica. La razón es que «el término “milenarismo” adquirió una ambigüedad y equivocidad en que se confundían doctrinas totalmente ajenas a la fe cristiana, con otras plenamente ortodoxas, fieles a la verdad de los oráculos proféticos y del Apocalipsis de San Juan» (Francisco CANALS VIDAL, Mundo histórico y reino de Dios, Barcelona: Scire, 2005, 245. El mismo Catecismo habla de mesianismo secularizado intrínsecamente perverso en relación con una de las formas históricas de esta desviación: el comunismo y remite a la Divini Redemptoris cuando habla de «una aparente redención» y de «un cierto misticismo falso» (nº 8).

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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