Intervención del profesor Roberto de Mattei en la presentación del libro de monseñor Schneider Christus Vincit.
15 de octubre de 2019
Ayer 14 de octubre tuvo lugar en el Palacio Cesi de Roma, a pasos del Vaticano, la presentación del libro de monseñor Schneider titulado Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age (Cristo vence: el triunfo de Cristo sobre las tinieblas de la época), publicado por la editorial estadounidense Angelico Press. Se trata de una larga entrevista con la periodista Diane Montagna. El libro fue presentado por el cardenal Raymond Leo Burke y el profesor Roberto de Mattei, presidente de la Fundación Lepanto, en presencia de los autores, que han intervenido al final. El acto fue moderado por el P. Gerald Murray, canonista de la arquidiócesis de Nueva York. En la sala se encontraban numerosísimos sacerdotes, y personalidades como los cardenales Francis Arinze y Gerhard Ludwig Müller. Seguidamente reproducimos la intervención del profesor De Mattei.
Palacio Cardenal Cesi, Roma
14 de octubre de 2019
Tengo el inmenso honor de participar junto al cardenal Burke y a monseñor Schneider en la presentación de este libro-entrevista de Diane Montagna al mencionado monseñor Athanasius Schneider, titulado Cristo vence: el triunfo de Cristo sobre las tinieblas de la época.
La entrevista a monseñor Schneider es magnífica. No me limitaré a felicitar por ella al obispo, sino también a la periodista. Se puede decir que abarca todos los temas del debate religioso contemporáneo. Con todo, no quisiera privarlos del placer de la lectura contándoles lo que dice. Creo que la mejor forma de presentarlo sería situarlo en el horizonte histórico en que se ha escrito y publicado: precisamente mientras se celebra un sínodo que se presenta como uno de los acontecimientos de más impacto en la Iglesia en los últimos siglos.
El cardenal Burke y monseñor Schneider han hecho un llamamiento a rezar y ayunar para que el Sínodo sobre la Amazonia no aprueba los errores y herejías contenidos en el Instrumentum laboris. Les damos las gracias por ello. Se cuentan entre los escasos pastores de la Iglesia que han roto el silencio que sofoca al episcopado mundial ante la presente crisis. Al hacerlo han cumplido con su deber como sucesores de los Apóstoles. Dice San Agustín que quien no hace profesión pública de lo que cree sólo es fiel a medias: Non enim perfecte credunt, qui quod credunt loqui nolunt. No sólo traiciona a la verdad quien la abandona para abrazar el error, sino también quien no la confiesa públicamente cuando es necesario. A los pastores que guardan silencio en tiempos tan tenebrosos como éstos que vivimos les recordamos las palabras del profeta Isaías: «Vae mihi, quia tacui» (ay de mí, porque he callado; Is.6,5 , Vulgata).
Como él mismo cuenta en el libro, la Divina Providencia dio a monseñor Schneider a través de sus superiores en la orden el nombre de Anastasio, y Anastasio es ciertamente como nombre un modelo para él.
San Atanasio fue un implacable defensor de la fe católica contra los arrianos y semiarrianos en la terrible crisis religiosa del siglo IV. Cuando en mayo del año 325 se inauguró en la ciudad de Nicea el primer concilio ecuménico de la Iglesia, convocado por el emperador Constantino, entre los aproximadamente trescientos padres conciliares circulaban numerosos errores y herejías con relación a las tres personas de la Santísima Trinidad. Hefele, el gran historiador de los concilios, explica que estaban en la minoría los prelados ortodoxos que junto con los amigos de Anastasio constituían la que se podría llamar derecha, y aun extrema derecha. Arrio y sus partidarios formaban la izquierda, en tanto que en el centroizquierda se alineaba Eusebio de Nicomedia y en el centro derecha Eusebio de Cesarea.
De todas estas posturas, sólo una era la correcta: la de San Atanasio. Pero Atanasio, a quien San Hilario atribuye la mayor influencia en la redacción del Credo de Nicea, no era en aquel entonces ni obispo, ni sacerdote ni un célebre teólogo, sino apenas un joven diácono de veintitantos años que ayudaba a Alejandro, obispo de Alejandría. Atanasio no se limitó a rezar; organizó entre bastidores la resistencia episcopal al arrianismo. Gracias a él, se formuló el Credo de Nicea, que constituyó un baluarte inexpugnable contra el arrianismo. Vemos en ello una prueba del accionar del Espíritu Santo en la Iglesia.
La Iglesia Católica es un organismo misterioso, y es importante esforzarse por conocer su fisiología. La práctica totalidad de los medios informativos actuales son de ideología secular y no entienden la naturaleza sobrenatural de la Iglesia. Las diversas posturas teológicas se reducen a posturas políticas, y a su vez la política se reduce a un choque de intereses económicos.
La Iglesia tiene un cuerpo visible. Es una sociedad integrada por hombres vivos y dotada de estructura jurídica. Dicha sociedad congrega a todos los que han recibido el Bautismo, profesan la fe que enseñó Jesucristo, participan de los sacramentos y obedecen a la autoridad establecida por el propio Jesús. Ahora bien, la Iglesia no es una sociedad como las demás. Su estructura no se puede equiparar a la de una empresa, ni a un régimen político, ya sea democrático o dictatorial. La Iglesia Católica es un Cuerpo Místico, cuya cabeza es Cristo, los fieles son los miembros y el Espíritu Santo el alma. León XIII (Satis Cognitum) e Pío XII (Mystici Corporis), y también Benedicto XVI (Ángelus del 31 de mayo de 2009), han calificado al Espíritu Santo de Alma de la Iglesia. En toda alma en gracia hay una presencia del Espíritu Santo, pero Él también está presente sin falta hasta la consumación de los siglos en todo el cuerpo de la Iglesia como Espíritu de Verdad y de sabiduría.
Negar el elemento humano y visible de la Iglesia supone caer en el protestantismo, pero negar su aspecto divino e invisible significa equipararla a cualquier otra sociedad humana. Privar a la Iglesia de uno de estos elementos, el divino o el humano, significa destruirla.
Quien desconoce la acción del Espíritu Santo en la Iglesia no podrá entender jamás la realidad. Con frecuencia oímos decir, entre otras cosas, que el Espíritu Santo asiste a los pontífices, y es cierto. Pero también todos los cristianos, aunque sea de otras maneras, cuentan con la asistencia del Espíritu Santo. Con el Bautismo reciben el don del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo.
El Espíritu Santo no sólo asiste a la jerarquía de la Iglesia, sino a todos los bautizados. El último de los indios amazónicos que recibe el Bautismo se incorpora a la Iglesia de Cristo y es asistido por el Espíritu Santo. Por eso, no entendemos a quienes, como monseñor Erwin Kräuter, obispo emérito de Xingú (Brasil), se jacta de no haber bautizado jamás a un indio.
El sacramento de la Confirmación perfecciona el Bautismo y hace del cristiano un auténtico soldado de Cristo, como se decía antes: un hijo de la Iglesia militante que combate valerosamente la carne, el demonio y el espíritu del mundo. Con el Bautismo y la Confirmación el cristiano recibe también una luz sobrenatural que los teólogos denominan sentido común católico o sensus fidei, es decir, la capacidad para adherirse por instinto sobrenatural a la verdad de la fe antes que por razonamiento teológico. Enseña Santo Tomás que la Iglesia Universal es gobernada por el Espíritu Santo, el cual, como prometió Jesucristo, la «conducirá a toda la verdad» (Jn.16,13). La capacidad sobrenatural del creyente para captar y aplicar a su vida la verdad revelada proviene del Espíritu Santo.
En 2014, la Comisión Teológica Internacional, presidida por el cardenal Gerhard Ludwig Müller, actual prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicó un estudio titulado El sensus fidei en la vida de la Iglesia, en el que explica que el sensus fidei no es un conocimiento reflexivo de los misterios de la fe, como los adquiridos por el estudio de la teología, sino una intuición espontánea por la cual el creyente se adhiere a la verdadera Fe y rechaza lo que es contrario a ella. La fe de los fieles, como la doctrina de los pastores, recibe el influjo del Espíritu Santo. Y los fieles, mediante el sentido cristiano y la profesión de fe, contribuyen a exponer, manifestar y atestiguar la verdad cristiana.
Todo fiel bautizado tiene el sensus fidei, y dicho sensus fidei tiene un fundamento racional, ya que por su propia naturaleza el acto de fe es un acto de la facultad intelectiva. Hoy en día se ha perdido la verdadera noción de fe, porque se la reduce a una experiencia sentimental, olvidando que es un acto de la razón, la cual tiene por objeto la verdad. El fideísmo fue condenado por la Iglesia, que en el Concilio Vaticano I definió por el contrario dogmáticamente la armonía entre la fe y la razón.
Cuanto se muestra irracional y contradictorio repugna a la verdadera fe. Por eso, cuando el sensus fidei manifiesta una contradicción entre algunas afirmaciones de las autoridades eclesiásticas y la Tradición de la Iglesia el creyente debe recurrir al buen uso de la lógica iluminada por la gracia. En esos casos el creyente debe rechazar toda ambigüedad y falsificación de la verdad apoyándose en la Tradición inmutable de la Iglesia, que no se opone al Magisterio sino que lo incluye.
La Comisión Teológica del Vaticano ha afirmado: «Advertidos por su sensus fidei, los creyentes individuales pueden llegar a rechazar una enseñanza de sus pastores legítimos si no reconocen en esa enseñanza la voz de Cristo, el Buen Pastor». Por esta razón, en algunos casos el sensus fidei puede impulsar a los fieles a no aceptarciertos documentos eclesiásticos y enfrentarse a la autoridad suprema en una situación de resistencia o aparente desobediencia. La desobediencia es aparente y no real porque en estos casos de legítima resistencia se aplica el principio evangélico que manda obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch.5,29).
Ante una propuesta que contradiga la fe o la moral, tenemos la obligación moral de hacer caso a nuestra conciencia que se opone, porque, como dijo en santo cardenal Newman, «la conciencia es el vicario original de Cristo».
Hoy en día, quienes apoyados en su propia conciencia resisten las palabras o acciones de autoridades eclesiásticas que no se ajustan a la Tradición de la Iglesia son acusados en algunos casos de ser enemigos del Papa o incluso cismáticos. Pero es preciso sopesar las palabras. Para un católico, las culpas más graves son oponerse a la doctrina de Cristo, y separar a la Iglesia de Cristo. En el primer caso se es hereje, y en el segundo cismático.
No somos herejes, porque la herejía nos repugna: creemos firmemente en el Papado, representado en la actualidad por el papa Francisco, a quien reconocemos como autoridad suprema. Pero si Francisco o cualquier otro pontífice expresa palabras o realiza actos que se muestran desviados de la doctrina y costumbres de la Iglesia, tenemos derecho a distanciarnos de esas palabras y actos. La nuestra no es una separación jurídica, sino moral; no es separación de la cátedra de San Pedro, que es de servicio a la Iglesia, sino un apartamiento del mal servicio a la Iglesia por parte de quien ocupa dicha cátedra.
Reconocemos el primado de jurisdicción del Papa sobre todos los obispos del mundo, pero sufrimos cuando vemos que en nombre de la sinodalidad el Papa apoya reivindicaciones de conferencias episcopales que pretenden señalarle un camino sinodal herético o heretizante.
Reconocemos el más alto carisma que atribuye la Iglesia al Papa, el de la infalibilidad, y quisiéramos que el sumo Pontífice lo ejercitase en toda su amplitud para definir la verdad y condenar los errores. Y por el contrario sufrimos cuando el Papa renuncia a ejercer dicho carisma y se expresa de modo extravagante en entrevistas, cartas y hasta conversaciones telefónicas.
Nos arrodillamos ante el Papa porque reconocemos en él al Vicario de Cristo, pero sufrimos cuando vemos que no se arrodilla ante el Santísimo Sacramento, que es el propio Cristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad.
No sentimos sólo sufrimiento, sino también indignación cuando vemos que se realizan ceremonias paganas en presencia del Sumo Pontífice en los jardines vaticanos. La misma indignación que sentimos al ver la Basílica de San Pedro profanada con al proyección de imágenes sobre su fachada el 8 de diciembre de 2015.
Nos acusan de ser enemigos del papa Francisco, pero esa acusación carece de sentido. No somos ni enemigos ni amigos del papa Francisco, pero sí somos, queremos ser, amigos de la verdad y del bien y enemigos del error y del mal; amigos de los amigos de la Iglesia y enemigos de sus enemigos.
Nos acusan de querer romper la unidad de la Iglesia, pero sin verdad no puede haber unidad. La Iglesia es una porque es única, a imagen de Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por la eternidad. A semejanza de Él, la naturaleza de la Iglesia debe permanecer idéntica hasta el fin del mundo porque, como dice San Pablo, «uno [es] el Señor, una la fe, uno el bautismo, 6 uno el Dios y Padre de todos» (Ef4, 5).
Hablo como laico en nombre de muchos laicos. Los laicos no tienen autoridad para enseñar a nadie la doctrina de la Iglesia, porque no pertenecen a la Iglesia docente. Pero sí tienen el deber, que les reconoce el derecho canónico, de conservar, transmitir y defender la fe que recibieron con el Bautismo.
Como simple laico, espiritualmente unido a los sucesores de los Apóstoles aquí presentes, creo que puedo afirmar: somos actualmente la voz de la Tradición, que pide al Papa ser escuchada. Una voz, la nuestra, que transmite una enseñanza que viene de lejos y solicita al Santo Padre una atención no menor que la que reserva a la supuesta sabiduría ancestral de los pueblos indígenas. Nosotros también nos hacemos eco de una sabiduría ancestral. Una sabiduría tan antigua que se remonta a Jesucristo, Sabiduría encarnada.
Una sabiduría –escribe San Luis María Griñón de Monfort en su inspirado libro El amor de la sabiduría eterna– que se resume en estas palabras: «Verbum caro factum est: el Verbo se ha hecho carne, la Sabiduría se ha encarnado, Dios se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios. Y este Hombre-Dios se llama Jesucristo, que quiere decir Salvador». ¡Qué actuales son estas palabras del gran santo francés!
Tengamos gran gratitud para con aquellos eclesiásticos como el cardenal Burke y monseñor Schneider que con su voz dan testimonio de dicha Sabiduría encarnada. Cada vez que rompen el silencio aumenta nuestra gratitud hacia ellos y la esperanza sobrenatural de que no tarden en unírseles otros cardenales y obispos. La entrevista a monseñor Schneider es un medio valiosísimo para mantener la esperanza , y también el equilibrio en estos tiempos recios.
En su libro, monseñor Schneider cita una hermosa frase de San Hilario, el Atanasio de Occidente: «En esto consiste la naturaleza singular de la Iglesia: en que triunfa cuando conoce la derrota, en que se la entiende mejor cuando es objeto de ataques, en que vuelve a levantarse cuando la abandonan sus miembros infieles». Y, podríamos agregar, vence cuando sus miembros fieles combaten en su defensa.
Gracias, cardenal Burke ; gracias, monseñor Schneider, y doy las gracias también a Diane Montagna, que ha dado voz a monseñor Schneider con este libro.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)