¿Alguna vez ha asistido a una Misa donde la música parecía algo intermedio entre maullidos y alaridos de almas condenadas en el infierno, y le dio la impresión de que lo estaban martirizando por su fe? Seguramente hay muy pocos católicos sobre la faz de la Tierra que no hayan tenido una experiencia semejante, teniendo en cuenta la tendencia general de las últimas décadas a meterse en unos terrenos hasta ahora inimaginables de banalidad y falta de gusto.
Muchas veces he sostenido que cualquiera puede aguantar mucho durante un tiempo breve, pero que hay que hacer todo lo posible por evitar una dieta espiritual que a largo plazo te mate de hambre, o lo que es peor, atiborrada con un batiburrillo de ruidos vomitivos. Es decir, que si encontramos una parroquia o capilla donde se celebre una liturgia más digna, tenemos la obligación ante Dios, así como para con nuestra alma y desde luego nuestra familia, de encontrar ese templo y asistir a él. Aunque a la larga suponga mudarse de casa. Por duras que suenen estas palabras, es una conclusión inevitable si partimos de la premisa de que el culto público solemne a Dios de la liturgia es la fuente y culmen de la vida cristiana.
Sin embargo, encontramos factores que nos atan: las raíces y necesidades de nuestra familia; la estabilidad de nuestro empleo y nuestra situación económica; amistades de larga data, etc. Son muchas las ataduras que nos restringen en el espacio, aunque la Iglesia Católica de nuestra ciudad o diócesis se haya quedado detenida en el tiempo en algún momento de los años setenta y no haya sabido salir de entre los escombros.
Si ése es el caso del lector –alguna vez también me ha pasado a mí–, tenemos mucho que aprender del testimonio de los confesores y mártires de la Fe, que en muchos casos tuvieron que afrontar limitaciones mayores a su libertad que les impedían adorar al Señor con la debida reverencia y esplendor.
Por ejemplo, San Felipe Howard, uno de los cuarenta mártires de Inglaterra y Gales. Tras su conversión del anglicanismo a la Iglesia Católica (gracias a un debate público al que asistió entre San Edmundo Campion y los teólogos ingleses), fue detenido y encarcelado en la Torre de Londres por más de diez años. Durante ese tiempo tuvo prohibido recibir visitas, ni siquiera de su esposa y su hijo, el cual nació ¡después! de su encarcelamiento.
En todos aquellos años no tuvo el menor acceso a los sacramentos, la Misa ni la confesión; no tuvo ayuda externa alguna ni nadie que le infundiera aliento entre aquellas frías cuatro paredes de piedra. Pero Felipe nos dejó un hermoso recuerdo de lo que hizo durante aquel tiempo: después de su muerte, se descubrió que había grabado en la pared estas palabras: Quanto plus afflictiones pro Christo in hoc saeculo, tanto plus gloriae cum Christo in futuro: Cuanto más padezcamos por Cristo en este mundo, tanta más gloria alcanzaremos con Él en los tiempos venideros.
Los mártires saben ver las cosas en su debida perspectiva. La próxima vez que empiecen la Misa en su parroquia con uno de esos miserables cantos, acuérdese de San Felipe Howard y de que, por la gracia de Dios, convirtió una amarga mazmorra en fuente de santificación, en un introito para la Misa del Cielo. (Claro que, si encuentra una parroquia mejor, no me cabe duda de que San Felipe se la recomendaría; ¡él habría hecho lo mismo si no lo hubieran encerrado contra su voluntad!)
Durante mucho tiempo ha sido cómodo pensar: «Gracias a Dios que no vivimos bajo un régimen dictatorial como el de Isabel I de Inglaterra». Pero los recientes ataques violentos en la calle contra los pro vida deberían motivarnos a replanteárnoslo.
La humanidad no ha conocido el final de las persecuciones contra la Fe. Los príncipes y los vividores del mundo occidental del siglo XXI prefieren recurrir a métodos incruentos como burlas, ostracismo y litigios, pero sólo Dios sabe cuánto tardarán en volver a los métodos más directos de sus bárbaros antepasados, o de los estados comunistas y militaristas fascistas del siglo XX. Con toda razón se ha llamado a la pasada centuria el siglo de los mártires. En el curso de esos cien años murieron más por ser cristianos que en todos los siglos anteriores juntos.
¿Estamos listos para lo que se nos puede venir encima?
(Traducido por Bruno de la Inmacuada /Adelante la Fe. Artículo original)