¿Cuestionar Amoris Laetitia nos convierte en protestantes?

Spencer Hall | One Peter Five

Algunas veces, los católicos “conservadores” objetan las críticas de los tradicionalistas sobre Amoris Laetitia diciendo que los católicos que critican el documento están haciendo un juicio personal contra el magisterio, tal como lo hicieron los revolucionarios protestantes, con la diferencia de que los protestantes apelaron únicamente a las escrituras, mientras que los católicos tradicionalistas apelan sólo a la tradición. Sostienen que la solución es confiar en que, más allá de cómo se vaya a realizar la reconciliación entre ambas, podemos estar seguros de que no existe contradicción entre la enseñanza del papa Francisco sobre los divorciados vueltos a casar y la tradición de la Iglesia.

El problema con esta línea de pensamiento es similar a la equivocada objeción que realizan con frecuencia los ateos respecto a las diversas formas del argumento cosmológico: “Si todo tiene una causa, ¿Qué causó a Dios?” A quienes están familiarizados con las clásicas pruebas teístas, es obvio por qué falla esta objeción: porque ningún filósofo serio planteó jamás un argumento cosmológico bajo la premisa de que todo tiene una causa. Es una deformación del verdadero formato de esa familia de argumentos que es que todo aquello que posee alguna característica relevante – una contingencia, un comienzo temporal de la existencia, una composición, etc. – debe tener una causa.

Del mismo modo, el principio católico de que no es legítimo enfrentar el juicio personal de las escrituras contra la enseñanza de la Iglesia, no se basa en que todo lo que no diga el Papa actual es ambiguo y está abierto prácticamente a cualquier interpretación, un caos que solo puede ser resuelto si el Papa impone orden con un decreto magisterial. Se basa en dos principios aceptados por santos católicos y doctores desde el principio de la Iglesia.

Primero, las escrituras solas carecen de claridad suficiente como única guía para la fe, y por lo tanto necesita ser interpretada y complementada por la tradición. Al hacer esto, la normativa completa de la fe, que incluye tanto a las escrituras como a la tradición, es una declaración clara e inmutable de la enseñanza universal de la Iglesia.

Segundo, lo que sea que la Iglesia proclame como dogma divinamente revelado, que todos estamos obligados a creer como parte del depósito de la fe, debe ser verdad. Por lo tanto, apelar a cualquier fuente en contra de una definición dogmática es, en primer lugar, ilegítimo.

Apliquemos esto a la revolución protestante; los protestantes fueron condenados por apelar a su interpretación personal de las escrituras en contra de las enseñanzas claras y establecidas planteadas como obligatorias para todos los católicos so pena de anatema. Cuando Juan Calvino negó las doctrinas de la transubstanciación y el purgatorio, no estaba desafiando algo que simplemente había sido propuesto por expertos teólogos. Discutir los argumentos de antiguos santos e incluso de doctores de la Iglesia no era nada nuevo; el beato John Duns refutó a Santo Tomás de Aquino en varias cuestiones y terminó siendo defendido por la Iglesia en uno de ellos (la Inmaculada Concepción). Tampoco fue culpable por negar lo que los obispos y Papas de su tiempo habían insinuado, o sugerido, como si el papa San Pío V hubiera insinuado que el purgatorio podía no existir o permitió a algunos obispos enseñar que existía y a otros que no existía. Calvino fue condenado porque negó doctrinas que ya habían sido presentadas explícitamente a toda la Iglesia como dogma divinamente revelado.

El relacionar simplemente estos hechos casi alcanza como solución frente a la objeción mencionada al comienzo del artículo. El problema con el uso del juicio personal de los protestantes no es que nosotros creamos en alguna afirmación solo si una autoridad infalible nos la explica – porque esto nos expondría a la burla que los protestantes hacen de los católicos, de necesitar una cadena infinita de intérpretes infalibles donde el segundo intérprete interpreta lo que dijo el primero, el tercero interpreta lo que dijo el segundo, etc. – sino que la ambigüedad de la escritura permite múltiples interpretaciones incluso en cuestiones importantes de la fe. La tradición es más clara que las escrituras y no puede adaptarse a diferentes interpretaciones – es por eso que existe en primer lugar. Es leyendo la escritura a la luz de la tradición que podemos estar seguros de su significado.

En este caso, debiera ser obvio qué es lo que está mal en la objeción de una “interpretación personal de la tradición”. La tradición posee una cualidad que la escritura carece: es tan clara en tantas doctrinas en las que la escritura no es clara, que es imposible que personas racionales actuando de buena fe estén en desacuerdo sobre lo que significa. Por ejemplo, las personas racionales pueden no estar de acuerdo, y de hecho no lo están, en que el Nuevo Testamento enseña que los niños deben ser bautizados. Los expertos toman posiciones diferentes sobre el asunto, y hay muchísimos libros escritos defendiendo tanto un caso como el otro. Pero las personas racionales no pueden estar en desacuerdo, y de hecho no lo están, en que la Iglesia Católica enseña que los niños deben ser bautizados, porque la tradición es absolutamente clara al respecto. Si alguno afirmara que la Iglesia Católica solo enseña el bautismo para los adultos, podría corregírselo con una frase del Catecismo y una referencia al hecho de que el bautismo de los niños es, y siempre ha sido, una práctica de la Iglesia. Si continuara sosteniendo que la Iglesia niega el bautismo de los niños, estaría actuando manifiestamente de mala fe, cosa que no le sucedería a un bautista sincero que cree que el Nuevo Testamento enseña el bautismo solo para los que hacen una profesión de fe.

A veces pasa que algunos aspectos de la tradición no son claros para un número suficientemente grande de católicos y necesitan ser afirmados más claramente a través de concilios ecuménicos o decretos papales. Esto constituye el verdadero desarrollo de la doctrina del cual habló Newman, no la evolución del dogma que condenó el papa San Pío X y que es promovida usualmente por los modernistas de la jerarquía bajo una máscara de “desarrollo”. Sin embargo, partes de la tradición que ya se han aclarado con repetidas declaraciones autorizadas del magisterio y el consentimiento de los santos y los doctores no puede de golpe tornarse poco clara otra vez. Decir que sí sería negar en esencia el principio fundacional de que la fe no cambia. Si bien un dogma previamente definido podría necesitar ser más específico para responder a nuevas herejías, no puede tornarse poco claro respecto a lo que ya había definido.

Por ejemplo, la cristología ortodoxa debió ser defendida contra el Nestorianismo, el cual afirmaba que Cristo estaba constituido por dos personas, una divina y una humana, definiendo en el Concilio de Éfeso del año 431 que Cristo era una persona, tanto divina como humana. Cuando la herejía del Monofisitismo utilizó a Éfeso como pretexto para declarar el extremo opuesto, que Cristo era una persona con una única naturaleza realizada por la fusión de la divinidad y la humanidad, la Iglesia aclaró su cristología aún más, definiendo a Cristo como una persona con dos naturalezas diferentes pero eternamente unidas, la divina y la humana. Este es un caso en el que la Iglesia debió aclarar aún más una definición dogmática que ya en sí era una aclaración. El punto central es que la Iglesia estaba definiendo un aspecto de su tradición que no había sido establecido claramente aún en la definición previa. No le agregó nada nuevo a su enseñanza sobre la persona única de Cristo, porque eso ya había sido establecido. Volver a cuestionar nuevamente si Cristo era una sola persona habría sido negar implícitamente la cuestión establecida en Éfeso.

Por lo tanto, cuando se trata de dogmas ya afirmados explícitamente por la tradición, el afirmarlos no es un ejercicio del juicio personal en el sentido protestante, porque ya han sido aclarados y considerados como tales por toda la Iglesia durante siglos. Y sin duda, las enseñanzas que afirman que es pecado mortal recibir la comunión con la consciencia de estar en pecado mortal, que hay normas morales absolutas, que Dios no nos exige cosas que no podamos cumplir por medio de Su ayuda y Su gracia, que el matrimonio es indisoluble y que el adulterio es pecado mortal, son cosas que han quedado claras y afirmadas repetidamente por la Iglesia a lo largo de los siglos. El consentimiento universal de las mismas refuta la creencia de que afirmarlas es un ejercicio del juicio personal.

Como experimento para quien afirma que los católicos tradicionales hacen un juicio personal incorrecto en contra de Amoris Laetitia, podríamos preguntarle si sabe que la Iglesia enseña la existencia de los ángeles como seres personales y no como símbolos del bien y del mal, si bien no han sido nunca sujeto de una definición dogmática independiente. Si tiene mínimas pretensiones de ortodoxia, dirá que sí, por supuesto, sobre la base de que la Iglesia se ha referido innumerables veces a su existencia (incluyendo en misa), que los santos y los doctores de la Iglesia afirmaron repetidamente su existencia, y que hay pasajes de las escrituras que siempre se refirieron a los ángeles como seres literales en lugar de metáforas.

Ahora bien, supongamos que un futuro Papa – llamémoslo hipotéticamente Francisco II – comenzara a asesorarse con prelados que afirman abiertamente que los ángeles no existen, y emitiera una exhortación apostólica o incluso una encíclica el respecto. ¿El que objeta a los tradicionalistas comenzará a dudar si la Iglesia enseñó siempre la existencia de los ángeles? Supongamos que los obispos de toda la Iglesia comenzaran a tomar este documento papal como una “enseñanza papal autorizada” de que los ángeles no existen, y a acosar a los sacerdotes que insisten en predicar que no es así, y que el papa Francisco II, frente a pedidos para que aclare si quiso negar la existencia literal de los ángeles, respondiera con un silencio sepulcral y se negara a frenar a los obispos que predican contra la existencia de los ángeles. El que objeta, ¿diría que los católicos que continúan defendiendo la existencia de los ángeles se basan en su propia interpretación de la tradición en lugar de someterse al magisterio?

Si en verdad lo hiciera, se habría rendido ante los protestantes y los ateos que afirman que la tradición católica es una licencia de la Iglesia para predicar novedades, y que las antiguas declaraciones de que estábamos en guerra con Estasia deben interpretarse en realidad como que jamás estuvimos en guerra con Estasia*. Más aún, habría socavado su propia pretensión de asegurar que la Iglesia enseña la existencia de los ángeles, o de sostener con certeza cualquier enseñanza de la Iglesia – dado que si el significado de las doctrinas más claras de la Iglesia fuera a ser cuestionado por declaraciones papales ambiguas, ¿cómo puede saber lo que la Iglesia enseña verdaderamente?

Por otro lado, si el que objeta contestara que está mal dudar de la existencia de los ángeles porque al hacerlo se enfrentarían las ambigüedades de un Papa contra la enseñanza clara e inmutable de la tradición de la Iglesia, entonces debería dejar de decir que los católicos tradicionalistas son cripto-protestantes sobre los divorciados vueltos a casar, porque esto es lo que nosotros estamos haciendo con Amoris Laetitia. El dilema que enfrentan quienes objetan que los tradicionalistas se basan en su juicio personal para comprender la tradición es duro: o niegan que es posible conocer lo que la Iglesia enseña verdaderamente, debido a que “verdaderamente” algo puede terminar siendo muy distinto de lo que antes se creía, o admiten que hoy la Iglesia se encuentra en una de las crisis más graves de su historia, dado que el vicario de Cristo continúa socavando la fe de los católicos con su ambigüedad persistente y su negativa a aclarar a la luz de la tradición sus declaraciones sobre los divorciados vueltos a casar.

(Traducido por Marilina Manteiga/Adelante la Fe)

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