De libre vacuna a libre eutanasia. La deriva de los católicos contrarios a la vacunación

(Sandro Magister, L’Espresso –  ) En el mundo católico –y no solo–  crece el choque entre quienes reclaman la libertad de no ser vacunado y quienes en cambio, como el propio papa Francisco, equiparan la vacuna a un ineludible “cuidarnos unos a otros, especialmente a los más vulnerables”.

Settimo Cielo jugó un papel importantísimo en el estallido del choque, primero con una aguda intervención de Pietro De Marco contra el “libertarismo suicida” de los católicos hostiles a la vacuna y, más tarde, con su respuesta a la postura “Free-vax” [libres de vacuna] del teólogo Mauro Gagliardi:

> Apocalípticos y libertarios. La rebeldía suicida de los católicos contrarios a la vacunación (9.8.2021)

> Vacunas. Los pros y los contra de quién se niega a hacer de conejillo de Indias. Comparación de ambas posiciones 
(18.8.2021)

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que entre quienes se rebelan a la normativa de las vacunas también hay pensadores seculares y progresistas, como en Italia los filósofos Massimo Cacciari y Giorgio Agamben, y que entre los católicos conservadores también hay figuras destacadas que critican duramente las teorías que son contrarias a la vacuna: de Pietro De Marco al historiador de la Iglesia Roberto de Mattei, de Antonio Socci al culto y brillante polemista argentino, autor del blog “Caminante Wanderer”.

Entre los numerosos comentarios que siguieron al discurso de De Marco en Settimo Cielo, cabe destacar al menos dos, de ambos lados: el de Stefano Fontana en “La Nuova Bussola Quotidiana” y el de Gaetano Quagliariello en “l’Occidentale”.

Fontana es director del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân de la Doctrina social de la Iglesia y ha sido consejero del pontificio consejo por la justicia y la paz. Dirige el semanario de la diócesis de Trieste «Vita Nuova» y, junto con su obispo Giampaolo Crepaldi, ha publicado diferentes libros sobre la Doctrina social de la Iglesia.

Quagliariello, además de senador en las últimas cuatro legislaturas, es profesor de historia de los sistemas políticos europeos en la Libre Universidad Internacional de Estudios Sociales “Guido Carli” en Roma. Entre 2013 y 2014 fue ministro de las reformas constitucionales en el gobierno presidido por Enrico Letta del Partido Demócrata. Creó y preside la Fundación Carta Magna, uno de los “think tank” más representativos del pensamiento liberal anglosajón en Italia. A principios de la década de 2000 defendió activamente el “proyecto cultural” promovido en Italia por el cardenal Camillo Ruini.

A continuación los principales pasajes de los comentarios de Fontana y Quagliariello, ambos con referencias explícitas o implícitas a De Marco, pero en bandos decididamente opuestos, el primero en contra y el segundo a favor.

Pietro De Marco considera ilógica la posición, que no es solo católica, de quienes rechazan la vacuna en nombre de la libertad. En su opinión esta posición es “libertaria” y debilita la autoridad política que, así mermada, ya no puede realizar su propia acción de “kathécon”, de contención del mal.

Don Mauro Gagliardi, en cambio, especifica que la elección de no vacunarse, a menudo es tomada, no en nombre de un libertarismo sin fundamento, sino según la lógica de una conciencia prudencial que aplica la norma moral a la situación concreta. […]

Es imposible que estas dos posiciones lleguen a encontrarse, como confirma la respuesta de De Marco a las observaciones de sentido común de Gagliardi. Para zanjar la cuestión sería necesario retroceder al supuesto que mueve ambas críticas, a pesar de su diversidad, e incluso oposición, de énfasis y valoración. Me refiero a la verificación de si la pandemia de COVID-19 como peligro de vida o muerte, como emergencia de salud real y dramática, como cuestión que nos coloca a todos frente a un ultimátum moral absolutamente estricto entendido como responsabilidad concreta de elegir la vida frente a la muerte, sea real y creíble. […]

La pandemia actual no tiene las características que le atribuye De Marco. En primer lugar no las tiene por los datos que presenta, con un índice de mortalidad absolutamente irrelevante (siempre y cuando las causas de muerte por COVID lo sean realmente) y también con un índice de contagio muy bajo. […]

La discusión provocada por De Marco, por tanto, –pero esto le ocurre a otros muchos reconocidos intelectuales católicos– está basada en un supuesto que no existe. Se basa sobre una presunción, por lo cual es hipotética. Si la pandemia fuera realmente peligrosa, si la mortalidad fuera muy alta, si la infección fuera generalizada, si a pesar de la atención brindada por los médicos de familia, basada en protocolos ministeriales adecuados, los hospitales estuvieran colapsados, si las ambulancias tuvieran que correr para llevar a los pacientes graves al hospital, si el contagio fuera muy alto incluso entre jóvenes y niños … Pero no es así. Al revés, podemos incluso decir que en este momento el principal peligro son los vacunados y el hecho de que la vacunación parece que favorece la mutación del virus.

Con las anteriores consideraciones no se niega que el virus exista y que circule, a estas alturas ya se sabe con seguridad que es de origen sintético y no natural, pero no se puede negar. Solo se niega que constituya una epidemia tan altamente mortal como para fabricar la llamada vacuna (digo “llamada” no por ser contrario a las vacunas como tales, sino porque llaman inadecuadamente así a esta vacuna, y esto también es un elemento que la conciencia prudencial debe evaluar) “indispensable”, que la absolutiza y elimina cualquier otro camino.

De Marco está preocupado por el debilitamiento de la autoridad política tras el “anti-Estado apocalíptico” de las minorías católicas prudencialmente escépticas sobre la vacunación. Dado que cita a Carl Schmitt, autor que yo aprecio mucho, me tomo la libertad de afirmar que el poder político cumple su función de “kathécon” capaz de contener el mal solo si es correcto, y no simplemente porque es un poder.

Las medidas de incentivo a la campaña de vacunación se han topado con uno de los focos de oposición más feroces del mundo católico. Y esto en nombre de un principio de libertad entendido como absoluto.

De nada ha valido recordar la proposición, ya muy utilizada pero fundamento esencial de toda comunidad organizada en base a reglas, por la que “mi libertad termina donde comienza la de los demás”. De nada ha servido recordar que el hombre ha sido creado libre pero que a cada libre acción corresponde una consecuencia, y cuando esa consecuencia impacta en la esfera ajena las instituciones tienen el deber de equilibrar las necesidades, de lo contrario no tendrían razón de existir. De nada, sobre todo, ha valido señalar que la libertad en juego, en este caso, no es solo la de tener o no inoculado un producto farmacéutico y de sufrir o no restricciones en el acceso a determinadas actividades, sino que es también la de poder trabajar y estudiar sin tener que temer nuevos confinamientos. […]

A cualquier discurso, desde la más alta disertación filosófica hasta el razonamiento más pragmático de sostenibilidad económica, se ha contrapuesto el tótem de la “libertad”. Olvidando que es precisamente de la finitud de la libertad, de aquel límite que deriva de la relación con los demás y de la responsabilidad hacia nuestro prójimo, que nace la oposición “católica” tanto a la eutanasia como a otras derivas antropológicas marcadas por una suerte de totalitarismo individualista. Olvidando, sobre todo, que es precisamente sobre la línea fronteriza de la libertad donde se ha ido produciendo a lo largo de los siglos esa brecha dentro del mundo liberal entre el humanismo cristiano y el absolutismo ilustrado.

Y precisamente sobre esta línea fronteriza se juega la diferencia, decisiva, entre libertad y autodeterminación. En el tema de la pandemia, una parte del mundo católico, no sé con cuanta conciencia, se está deslizando por la pendiente que de la primera lleva a la segunda. Con argumentos –contra el “pasaporte COVID”, por ejemplo, pero también contra la propia campaña de vacunación y no solo– que se asemejan peligrosamente a los defendidos por los partidarios de la eutanasia. Y con regurgitaciones anticientíficas que parecen suprimir el hecho de que uno de los rasgos distintivos del cristianismo en comparación con otras religiones –el Islam, sobre todo– es la capacidad de reconocer en los frutos del intelecto humano la potenciación de esos talentos que el Creador ha confiado a las criaturas. Frutos evidentemente no deificados y siempre considerados como un medio y nunca como un fin, pero cuyo rechazo prejuicioso, a veces incluso supersticioso, entierra uno de los pilares que distinguen al Occidente cristiano de otras civilizaciones.

No es casualidad que el armamentario polémico en boga en las últimas semanas contra las medidas de incentivo a la campaña de vacunación, utilizado principalmente en ámbito católico, se alimente en gran medida por la reflexión de pensadores como Massimo Cacciari que, en el tema del fin de vida, se colocan del lado de la autodeterminación y no del de la libertad. En el frente de la muerte, no como una opción de libertad individual, sino como un derecho exigible que impone a la comunidad la obligación de garantizar su ejercicio.

Y aquí, queridos amigos provida, está la diferencia. Por consiguiente, está bien desconfiar del cientificismo como religión civil en la que basar el control social. Pero una cosa muy distinta es ser nosotros mismos los primeros en caer en la trampa del absolutismo individualista. Porque la libertad suavizada por la responsabilidad es lo que nos distingue de quienes reclaman el derecho a morir, el derecho a tener un hijo, el derecho a determinar cada aliento de la propia existencia sin valorar el significado que tiene para los demás.

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