León XIII (1878-1903) ha sido sin duda alguna uno de los papas más importantes de los tiempos modernos, no sólo por la duración de su pontificado –superada sólo por la del Beato Pio IX–, sino sobre todo por la amplitud y riqueza de su magisterio. Este comprende encíclicas fundamentales como Aeterni Patris (1879) sobre la restauración tomista de la filosofía, Arcanum (1880) sobre la indisolubilidad del matrimonio, Humanum genus (1884) contra la masonería, Immortale Dei (1885) sobre la constitución cristiana de los estados, y Rerum Novarum (1891) sobre la cuestión obrera y social.
El magisterio del papa Gioacchino Pecci se nos presenta como un corpus orgánico, en continuidad con las enseñanzas de su predecesor Pío IX y su sucesor Pío X. La verdadera originalidad y novedad del pontificado leonino tiene que ver por el contrario con la política eclesiástica y con la actitud pastoral frente a la modernidad. El reinado de León XIII se caracterizó en efecto por el ambicioso proyecto de reafirmar el primado de la Sede Apostólica mediante una redefinición de sus relaciones con los estados europeos y la reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno. Dicho proyecto giró en torno a la política de ralliement, o sea, de acercamiento a la Tercera República francesa, de carácter masónico y laicista.
La Tercera República conducía a una violenta campaña de descristianización, sobre todo en el ámbito de la enseñanza escolar. Para León XIII, la responsabilidad de semejante anticlericalismo correspondía a los monárquicos que combatían a la República en nombre de su fe católica. De esa manera suscitaban el odio de los republicanos al catolicismo. Para desarmar a los republicanos, era preciso convencerles de que la Iglesia no era adversa a la República, sino tan sólo al laicismo. Y para convencerlos, no debía haber otro medio que apoyar las instituciones republicanas.
En realidad, la Tercera República no era una república abstracta, sino la república centralizada y jacobina hija de la Revolución Francesa, y el programa de laicización de Francia no era un elemento accesorio, sino la propia razón de ser del régimen republicano. Eran republicanos porque eran anticatólicos. En la monarquía odiaban a la Iglesia, del mismo modo que los monárquicos eran antirrepublicanos porque eran católicos y en la monarquía amaban a la Iglesia.
La encíclica Au milieu des sollicitudes, de 1891, con la que León XIII introdujo el ralliement, no pedía a los católicos que se hicieran republicanos, pero las instrucciones de la Santa Sede al nuncio y a los obispos, provenientes del Pontífice mismo, interpretaban la encíclica en este sentido. Se ejerció sobre los fieles una presión sin precedentes, hasta el punto de hacerles creer que quien seguía sosteniendo públicamente la monarquía cometía un pecado grave. Los católicos se dividieron en dos corrientes: la de los ralliés y la de los refractarios, como ya había sucedido en 1791 con la Constitución Civil del Clero. Los que se adhirieron al ralliement acogieron de buen grado las indicaciones pastorales del Papa porque le atribuían infalibilidad en todos los ámbitos, incluso en el terreno político y el pastoral. Los refractarios, que eran católicos con más formación teológica y espiritual, opusieron por el contrario resistencia a la política de ralliement, sosteniendo que por ser un acto pastoral no podía considerarse infalible, y podía tratarse por tanto de una política errónea. Jean Madiran, que ha desarrollado una lúcida crítica del ralliement (en Les deux démocraties, NEL, Paris 1977), ha observado que León XIII exigía a los monárquicos que abandonasen la monarquía en nombre de la religión a fin de librar con más eficacia la batalla en defensa de la fe. Pero lejos de librar dicha batalla, llevó a cabo con el ralliement una ruinosa política de distensión con los enemigos de la Iglesia.
A pesar del empeño de León XIII y de su Secretario de Estado Mariano Rampolla del Tindaro, esta política de diálogo fracasó estrepitosamente, no logró los objetivos que se proponía. La actitud anticristiana de la Tercera República se volvió más vehemente, culminando en la Ley de Separación de Iglesia y Estado del 9 de diciembre de 1905, conocida como Ley Combes, la cual suprimió toda financiación y reconocimiento públicos de la Iglesia; consideraba a la religión apenas en su dimensión privada y no en la social; y declaraba la incautación de los bienes eclesiásticos por parte del Estado, mientras los edificios de culto eran transferidos gratuitamente a «asociaciones de culto» elegidas por los fieles sin aprobación de la Iglesia. El Concordato de 1801, que había regulado durante un siglo las relaciones entre Francia y la Santa Sede, y que León XIII había querido preservar a toda costa, se hacía miserablemente pedazos.
A la batalla republicana contra la Iglesia le salió al paso, sin embargo, el nuevo papa Pío X, elegido al solio pontificio el 4 de agosto de 1903. Con las encíclicas Vehementer nos del 11 de febrero de 1906, Gravissimo officii del 10 de agosto del mismo año y Une fois encore del 6 de enero de 1907, Pío X, ayudado por su Secretario de Estado Rafael Merry del Val, protestó enérgicamente contra las leyes laicistas y exhortó a los católicos a oponerse por todos los medios legales a fin de preservar la tradición y los valores de la Francia cristiana. Ante esta firmeza, la Tercera República no se atrevió a llevar a cabo la persecución con todas sus consecuencias, a fin de evitar mártires, y renunció a cerrar las iglesias y encarcelar a los sacerdotes. La política sin concesiones de Pío X resultó prudente y sagaz. La ley de separación no se aplicó jamás con rigor, y la exhortación papal contribuyó a un gran renacimiento del catolicismo en Francia en vísperas de la Primera Guerra Mundial. La política eclesiástica de san Pío X, contraria a la de su predecesor, supone una condena histórica e inapelable al ralliement.
León XIII no profesó jamás los errores liberales. Al contrario, los condenó explícitamente. No obstante, el historiador no puede dejar de ver una contradicción entre el Magisterio del papa Pecci y su actitud política y pastoral. En las encíclicas Diuturnum illud, Immortale Dei y Libertas, reitera y desarrolla la doctrina política de Gregorio XVI y Pío IX, pero la política del ralliement contradecía sus premisas doctrinales. Más alla de cuáles fueran sus intenciones, León XIII alentó en la práctica las mismas ideas y tendencias que condenaba en el plano doctrinal. Si al discurso liberal atribuimos el significado de una actitud espiritual, de una tendencia política a las concesiones y avenencias, llegaríamos a la conclusión de que León XIII tenía espíritu liberal. Ese espíritu liberal se manifestaba sobre todo en el intento de resolver con las armas de la negociación diplomática y las concesiones los problemas que planteaba la modernidad, en vez de mantenerse firme en los principios y librar la batalla política y cultural. En este sentido, como he demostrado en en mi reciente libro Il ralliement di Leone XIII. Il fallimento di un progetto pastorale (Le Lettere, Firenze 2014), las consecuencias principales del ralliement fueron, más que de orden político, de orden psicológico y cultural. Esta estrategia fue la que adoptó el Tercer Partido eclesiástico que a lo largo del siglo XIX trató de asumir una postura intermedia en la contienda entre modernistas y antimodernistas.
El espíritu de ralliement o adhesión al mundo moderno persistió durante más de un siglo, y sigue constituyendo la gran tentación a la que está expuesta la Iglesia. En este aspecto, un Papa de sana doctrina como León XIII cometió un grave error de estrategia pastoral. La fuerza profética de san Pío X se mantiene, por el contrario, dentro de la estrecha coherencia de su pontificado entre la Verdad evangélica y la vida experimentada por la Iglesia en el mundo, entre teoría y práctica, entre doctrina y pastoral, sin ninguna concesión a las lisonjas de la modernidad.
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F para Adelante la Fe]