La nota, publicada en italiano el año pasado en Roma, fue traducida por Donna F. Bethell, presidenta de la junta directiva del Colegio de Cristiandad, en Front Royal, Virginia. Su traducción fue aprobada por el obispo y entregada a Rorate a beneficio de sus lectores, mientras la Iglesia Universal celebra la institución de la Eucaristía en la misa de hoy. Rogamos que compartas el contenido a modo de meditación acerca de la sagrada comunión, mencionando el traductor y la fuente.
Que tanto tú como tus parroquias y seres queridos tengáis un bendito Triduo.
El tesoro del altar: la inefable Majestad de la Sagrada Comunión
Mons. Rev. Athanasius Scheneider, O.C.R., obispo auxiliar de Astana.
4ª reunión de motu proprio con el Sumo Pontífice Su Santidad Benedicto XVI
Un tesoro para toda la Iglesia
Roma, Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino (Angelicum)
13-14 de junio de 2015
- La Santa Comunión es el tesoro del altar
El Concilio de Trento nos enseña: «Nuestro Señor Jesucristo, proclamándose sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Sal. 109:4; Heb. 5:6), ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y bajo los mismos símbolos dados a los apóstoles… Él celebró, de hecho, la antigua Pascua e instituyó la nueva, él mismo, que debe ser ofrecido por la Iglesia a través de sus sacerdotes bajo signos visibles» Y San Pablo dice (1 Cor. 10:21) que «aquellos que se contaminen participando en la mesa de los demonios no pueden asistir a la mesa del Señor; significando la mesa en ambos casos el altar» (Ses. XXII, pág. 1).
Cristo anticipó, sacramentalmente, la ofrenda del sacrificio de la Cruz en el altar de la Última Cena. El altar visible de la iglesia, el altar católico, representa, por tanto, la mesa de la Última Cena. Sin embargo, el altar católico en sentido propio hace referencia la Cruz y al monte del Calvario, porque el sacrificio eucarístico no es propiamente la actualización de la representación sacramental de la Última Cena, sino la del sacrificio de la Cruz siendo, por tanto, el “sacramento del sacrificio de la Cruz”.
Para San Agustín, las expresiones «altar de Dios» y «mesa de Dios» son sinónimos (Cf. Serm. 310, 2). En un sermón, el santo obispo de Hipona, explicando el martirio de San Cipriano, enfatizó que la mesa litúrgica era el lugar donde el sacrificio es ofrecido a Dios: «Tú que conoces Cartago, sabes que en el mismo lugar del martirio de San Cipriano fue erigida una mesa a Dios, llamada entonces mesa de San Cipriano, no porque Cipriano comiese allí, sino porque fue muerto allí. Así, él preparó esta mesa con su propio sacrificio, no porque coma o nos dé de comer a nosotros allí, sino porque allí ofrecemos el sacrificio (eucarístico) a Dios, a Quien San Cipriano se ofreció él mismo en sacrificio» (Ser. 310, 2, 2). Cristo ha redimido al mundo no con la celebración de la Última Cena, sino con la ofrenda de Su sacrificio sangriento en la Cruz. De no haber sido así, Él podría haber ascendido al cielo tras la celebración de la Última Cena. Efrén dijo que, la mesa de la Última Cena, era ya un altar para Cristo (Cf. Serm. de hebd. sancta, 2, 8). En los Himnos de la Crucifixión, «el arpa del Espíritu Santo», como le llamó el Papa Benedicto XV, nos habló así: «Ipse (Christus) altare et agnus, victima et sacrificator, sacerdos et esca» (3, 2). ([Cristo] es Él mismo el altar y el cordero, la víctima y el oferente, el sacerdote y la ofrenda).
Durante la edad de oro de los padres de la Iglesia, encontramos la expresión «sacramento del altar» para designar a la Santa Comunión, especialmente en los escritos de San Agustín (Cf. Serm. 59, 3, 6). Para dar énfasis a la verdad de que la Santa Comunión es el fruto del verdadero sacrificio que tiene lugar sobre el altar, San Agustín dijo en uno de sus sermones: «Nos de cruce Domini pascimur, quia corpus Ipsius manducamus» (Serm. 9, 10, 14): «Somos alimentados de la cruz del Señor, porque comemos Su cuerpo». Invitando a los neófitos a acercarse al altar con temor y temblor para recibir la Santa Comunión, el santo obispo de Hipona recordaba que estaban recibiendo el alimento sagrado desde la Cruz: «Hoc agnoscite in pane, quod pependit in cruce; hoc in calice, quod manavit ex latere» (Sancti Augustini sermones post Maurinos reperti: Miscellanea Augostiniana I, 19): «Reconoced en el pan a quien colgaba de la Cruz, y en el cáliz, lo que goteaba de su costado». San Basilio de Cesarea designaba la distribución de la Santa Comunión con la expresión “dar el sacrificio” y a recibir la Santa Comunión como “recibir el sacrificio” (Cf. pág. 93).
Recibir la Santa Comunión es confesar la verdad del sacrificio de la Cruz. Así enseñaba el Concilio de Trento: «Nuestro Señor… dejando memoria de Sus maravillas (Sal. 110:4), nos mandó, cuando le recibimos, honrar Su memoria y proclamar Su muerte hasta que Él vuelva» (Ses. XIII, Sec. 2).
Es el misterio de la transubstanciación, el que hace posible la unión con el sacrificio de Cristo, no solo por medio de la fe y del amor, sino también a través del sacrificio de la víctima presente bajo los signos sacramentales (Cf. Journet, Ch., Le Mystère de l’eucharistie, Paris 1981, pág. 57). En el momento de la Santa Comunión, el resplandor de la Cruz ensangrentada está entre nosotros, aunque envuelta en la dulzura del rito litúrgico (Cf., Ibid.). El cardenal Journet resume admirablemente esta verdad diciendo: “Todo el drama de la Cruz y de la redención sangrienta del mundo son transmitidos en el inefable silencio, en la dulzura, en la paz del sacrificio no sangriento” (Ibid., pág. 71).
En sus meditaciones sobre el Evangelio, Bossuet describió con estas palabras de elevado misticismo la íntima conexión entre el sacrificio de la Cruz y la Santa Comunión: «¡Tú eres mi víctima, Salvador mío! Pero si yo fuera a limitarme a contemplar tu altar y tu Cruz, no me convencería que tú te ofreces por mí y para mí. Pero ahora que como, que conozco, que siento, por así decirlo, que es a mí a quien te ofreces… Si te has ofrecido a mí, es un signo de que me amas, porque ¿quién da su vida por nadie sino por sus amigos? Yo te como en unión con tu sacrificio; consecuentemente, con tu amor: Gozo de todo tu amor y de toda su inmensidad; lo percibo como es y estoy penetrado de él. Tú vienes a poner este fuego en las entrañas para que te ame con un amor como el tuyo. ¡Ah!, ahora veo y conozco que has tomado esta carne humana por mí; que has soportado sus enfermedades por mí; que por mí la ofreciste; que es mía. Solo tengo que tomarla, comerla, poseerla, unirme a ella. Te encarnaste en el vientre de la Santísima Virgen, pero no tomaste una carne individual: ahora tomas la carne de todos nosotros, la mía en particular: la tomas para ti, es tuya: la haces por contacto y aplicación de la tuya: primero toda pura, santa y sin mancha; después, inmortal, gloriosa: Recibiré el carácter de tu resurrección, en tanto tenga el coraje de recibir el de tu muerte». (Meditazioni sul Vangelo. La Cena, 23, citado en: Esposizione del dogma cattolico. Conferenze. Vol. XII. Eucaristia, Turín-Roma 1950, 176, nº. 10).
- La Santa Comunión y la Divina Majestad
El Concilio de Trento nos enseña: «El sacramento de la Eucaristía no es menos merecedor de adoración ya que fue instituido por Cristo el Señor para ser tomado como alimento. Creemos que es el mismo Dios, de quien el Padre eterno, presentándose en el mundo, dijo: “Adoradle todos los ángeles de Dios” (Heb 1: 6)» (Ses. XIII, Cap. 5). El mismo concilio alertó (Cf. Ses. XIII, Cap. 8) que todos los fieles debían tener siempre en mente a tan gran majestad y al incomparable amor de Cristo, quien nos dio su vida en precio por nuestra salvación y Su carne como alimento: «memores tantae Maiestatis et tam eximii amoris Iesu Christi Domini nostri» (el memorial de tan gran dignidad y tan exquisito amor de nuestro Señor Jesucristo).
El famoso predicador dominico francés G. Monsabré pronunció estas emocionantes palabras acerca de la majestad de Cristo en la Santa Comunión: «Es ciertamente un honor para nosotros recibir tan gran huésped, y no es demasiado recabar todas nuestras fuerzas y nuestra virtud en celebración y adoración cuando, bajo el humilde ropaje que cubre su majestad, él envía sus ángeles a llamar a las puertas de nuestra alma. “Attolite portas! ¡Abrid vuestras puertas!” dicen, y el Rey de la Gloria entrará: Et introibit rex gloriae (Sal. 23: 9). Las puertas se abren y nuestra pequeña naturaleza se transforma, mediante la comunión, en el palacio del Rey de la gloria eterna: “Puedes arrodillarte ante un comulgatorio lo mismo que ante un tabernáculo”» (Esposizione del dogma cattolico. Conferenze. Vol. XII. Eucaristia, Turin-Rome 1950, 174-175).
En su encíclica y testamento Ecclesia de Eucharistia, San Juan Pablo II enfatizaba el adorable aspecto, inherentemente sacrificial y altamente sagrado, del banquete eucarístico que es la Santa Comunión: «Si la idea de “banquete” inspira familiaridad, la Iglesia nunca ha sucumbido a la tentación de trivializar esta “intimidad” con su Esposo, olvidando que Él es también su Señor y que el “banquete” siempre será un banquete sacrificial marcado por el derramamiento de sangre en el Gólgota. El Banquete Eucarístico es verdaderamente un banquete “sagrado”, en el que la simplicidad de los signos encierra la insondable santidad de Dios: “O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur!” El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nosotros como a peregrinos que viajan a lo largo de los caminos del mundo, es panis angelorum, el pan de ángeles, al que no es posible acercarse sin la humildad del centurión en el Evangelio: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo” (Mt. 8:8; Lc. 7:6). Con éste elevado sentido del misterio, se comprende cómo la fe de la iglesia en el misterio de la Eucaristía ha encontrado expresión histórica, no solo en la demanda hacia una disposición interior de devoción, sino también a través de una serie de formas externas que pretenden evocar y enfatizar la grandeza del evento celebrado» (Nos. 48-49).
La inefable majestad de la Santa Comunión es una majestad infinita, ya que el cuerpo sacramental y la sangre de Cristo están unidos hipostáticamente a la segunda Persona Divina. El misterio de la Eucaristía, particularmente la Santa Comunión, es frecuentemente designada en los escritos patrísticos bajo los términos sacramenta Caelestia (sacramento celestial) y mensa mystica (mesa mística). Con los términos Caelestia y Mystica, los Padres de la Iglesia querían hacer referencia a la majestad inefable y Divina inherente al cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, especialmente en la recepción de la Santa Comunión. Las expresiones “dones celestiales” o “dones místicos” eran sinónimos de la Santa Comunión.
Esta Divina majestad presente en el misterio de la Santísima Eucaristía, sin embargo, es una majestad escondida. Bajo las especies eucarísticas se encuentra Deus maiestate absconditus (la majestad del Dios escondido). San Pedro Julián Eymard, un moderno apóstol de la Eucaristía, habló de manera notable acerca de la verdad escondida de Cristo en el misterio eucarístico. Nos dejó admirables reflexiones como la siguiente: «Jesús cubre su poder bajo un velo porque, en caso contrario, me asustaría. Él cubre bajo un velo su santidad, cuya sublimidad desalentaría nuestras escasas virtudes. Una madre habla a su hijo con un lenguaje sencillo apropiado a su edad. Del mismo modo, Jesús se empequeñece con el pequeño para elevarlo hacia Él. Jesús esconde su amor y calidez. Su ardor es tal que nos consumiría si nos expusiéramos directamente a sus llamas. Ignis consumens est. El fuego consume. Dios es un fuego que consume. De esta forma, el Jesús escondido nos fortalece contra nuestra debilidad… Esta oscuridad (de la majestad escondida) exige de nosotros un sacrificio muy meritorio, el sacrificio de nuestro intelecto. Tenemos que creer incluso contra el testimonio de nuestros sentidos, contra las leyes ordinarias de la naturaleza, contra nuestra propia experiencia. Tenemos que creer solo en la palabra de Jesucristo. Solo hay una pregunta: “¿Quién está ahí?” “Soy Yo”, responde Jesucristo. ¡Arrodíllate y adórale! En lugar de una prueba, este velo se transforma en un incentivo, un grito de ánimo para tener una fe humilde y sincera. El hombre desea penetrar en una verdad velada, descubrir un tesoro escondido, vencer una dificultad. Del mismo modo, el alma creyente busca al Señor tras el velo eucarístico como Magdalena le buscó en el sepulcro. La Eucaristía es al alma lo que Dios es a los bienaventurados en el cielo: una verdad y una belleza siempre antiguas y siempre nuevas que el hombre nunca se cansa de explorar y contemplar. Del mismo modo que en este mundo el amor vive de felicidad y deseos, así el alma es feliz y desea la felicidad en la Eucaristía; el alma se nutre y permanece hambrienta. Solo la sabiduría y la bondad de Nuestro Señor pudieron crear el velo Eucarístico» (The Real Presence. Eucharistic Meditations, New York 1938, 92-94).
- El culto al Tesoro del altar y a la majestad de la Eucaristía
Cuando recibes un tesoro, solo lo haces con las manos limpias y, a menudo, con las manos cubiertas con un velo o con guantes. Si esto es así en lo que se refiere a un tesoro material, ¿no debería aplicarse con mayor razón al mayor tesoro que existe en este mundo, que es el tesoro del altar, el cuerpo y la sangre de Cristo en las especies eucarísticas? No hay otro modo de acercarse a la majestad divina sino con el alma pura, humilde y amante. La liturgia eucarística y, especialmente, el momento de la recepción de la Santa Comunión, por tanto, requieren simultáneamente una reverente adoración exterior, una pureza interior conocida como estado de gracia, y una actitud psicológica de atenta y exquisita delicadeza.
Nuestra época se caracteriza por una crisis litúrgica y eucarística generalizada y sin precedentes, debida al olvido práctico de la verdad de que la Eucaristía, que es la Santa Comunión, es el tesoro del altar de la Cruz y de la inefable majestad. Por tanto, las siguientes amonestaciones de Trento siguen siendo relevantes hoy más que nunca: «Ninguna otra acción realizada por los fieles cristianos es tan santa y tan divina como este tremendo misterio, en el cual cada día este huésped dador de vida, por el cual fuimos reconciliados con Dios Padre, es sacrificado por los sacerdotes a Dios sobre el altar, y es igualmente claro que se debe aplicar todo esfuerzo y diligencia para celebrarlo con la mayor pureza y transparencia interior, y una actitud exterior de devoción y piedad» (Ses. XXII , Decretum de observandis et vitandis). El Concilio lamenta la introducción de muchos elementos extraños a la dignidad del sacramento, y con el propósito de restaurar el honor y la adoración debidos, ordena que los obispos se encarguen de que toda irreverencia introducida que sea apenas distinguible de la impiedad sea prohibida y eliminada. Esta apelación del Concilio de Trento sigue siendo relevante todavía hoy, cuando la irreverencia litúrgica y eucarística ha alcanzado proporciones temibles.
El teólogo dominico A.G. Sertillanges manifestó que la centralidad del misterio eucarístico debía reflejarse inequívocamente en la arquitectura y en el rito: «Toda la Iglesia cristiana se orienta al tabernáculo: las naves nos conducen al tabernáculo, y los ábsides lo coronan, las cúpulas lo cubren… El plano del edificio forma una cruz para recordar el lugar donde se realiza el sacrificio» (L’Eglise, Paris, 1931, I, 267-268). La misma idea ha sido formulada concisa y admirablemente por el famoso teólogo de la Eucaristía M. De La Taille: «Sicut igitur Ecclesiarum nostrarum aedes in orientem solem spectant ita et Sacramentorum nostrorum agmen Totus tutusque Cultus christianus atque ecclesiastica disciplina respicit ad Eucharistiam, in qua visitavit nos Oriens ex alto» (Por tanto, como los edificios de nuestras iglesias miran hacia el sol en el este, así la práctica de nuestros sacramentos, el culto cristiano y la disciplina eclesiástica completos y seguros miran hacia la Eucaristía, en donde el Oriente de lo alto nos ha visitado. [Mysterium Fidei, Paris 1931, 575]).
Para enfatizar la verdad de que la Eucaristía es el verdadero tesoro del altar, la imagen de la Crucifixión debe también combinarse con éste, constituyéndose en rasgo saliente y dominante. La imagen de la Crucifixión no debe situarse entre el sacerdote y los fieles; en caso contrario, la figura y el rostro del sacerdote se convierten inevitablemente en el foco de atención. Los ojos del sacerdote y los de los fieles están de este modo orientados en la misma dirección, hacia la imagen dominante de la Crucifixión. Y esto ayuda, porque con la mirada interior, todos los presentes son más conscientes de que están celebrando el sacrificio de la Cruz, de donde reciben el verdadero tesoro que es el cuerpo de Cristo en la Sagrada Comunión.
Para destacar la inefable majestad de la Santa Comunión, debemos cuando sea posible reintroducir las gradas de altar, las cuales constituyen en sí mismas una silenciosa llamada a todos los comulgantes a saludar y recibir a la divina majestad escondida en el momento de la Santa Comunión, con el gesto espontáneo de arrodillarse, signo visible de humildad corporal.
San Pedro Julian Eymard dijo: «En la adoración a Dios todo es grande, todo es divino… La santa liturgia romana es, por tanto, supremamente augusta y auténtica. Viene de Pedro, cabeza de los apóstoles. Todos los papas la guardaron y transmitieron respetuosamente a los siglos siguientes, sabiendo añadir nuevas fórmulas, oficios y ritos sagrados en conformidad con las necesidades de la fe, la piedad y la gratitud… Los fieles que saben respetar el espíritu de la liturgia y de sus ceremonias, continuarán viviendo las virtudes y el amor de aquellos que, durante la vida mortal del Salvador, fueron sus primeros adoradores. La adoración litúrgica es el ejercicio por excelencia de toda religión» (Direttorio degli aggregati del Santissimo Sacramento, Cap. II, art. V, nº. 1).
En toda época, la auténtica renovación de la iglesia se basa en una correcta y completa fe en la Eucaristía y, consecuentemente, en el correcto y completo rito eucarístico. Las siguientes solemnes palabras del beato Pablo VI siguen teniendo actualidad en nuestra época: «Los sagrados signos de la Eucaristía… indican que Cristo está presente tal y como vive en la gloria eterna, pero representado aquí en el acto de su sacrificio, para mostrar que el sacramento incruento de la Eucaristía refleja el sacrificio cruento de Cristo en la cruz, y convierte a aquellos que se alimentan dignamente del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, velados bajo los signos del pan y el vino, en participantes del beneficio de la redención. Así es. Así es… Manifestamos esto también para disipar algunas incertidumbres que han surgido en años recientes al tratar de dar interpretaciones elusivas a la doctrina tradicional y autorizada de la Iglesia en materia de tanta importancia. Por tanto, decimos esto ahora para invitaros a todos a fijar vuestra atención en este antiguo y siempre nuevo mensaje que la Iglesia todavía proclama: Cristo, vivo y escondido en el signo sacramental que nos ofrece, está realmente presente… La Eucaristía es mysterium fidei, el misterio de la fe. Luz sumamente vívida, sumamente dulce, sumamente cierta para aquellos que creen; rito opaco para el no creyente. ¡Oh! ¡Cuán decisiva es la doctrina eucarística cuando alcanza este punto decisivo! Aquellos que la aceptan, eligen. Eligen con la vigorosa conclusión de Pedro: “Señor, ¿adónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6,68) (Homilía en el Congreso Eucarístico de Pisa, 10 de junio de 1965).
La fe en el tesoro del altar y en la inefable majestad de la Eucaristía no debe permanecer solo en el reino de la teoría, sino que debe ser reflejada e incardinada en gestos y elementos de arquitectura litúrgica que no lleven a error. La siguiente plegaria litúrgica del rito copto puede reforzarnos en esta verdad: «Amén. Amén. Amén. Creo, creo, creo. Hasta el último suspiro de mi vida confesaré que este es el Cuerpo de Tu Hijo único, dador de vida, nuestro Señor y nuestro Dios, nuestro Jesucristo. Tomó su cuerpo de nuestra Señora y Reina, la purísima Madre de Dios. Lo ha unido a su divinidad. Creo que su divinidad nunca, siquiera por un momento, fue separada de su humanidad. ¡Él ha sido dado para la remisión de los pecados, vida y salvación eterna! ¡Creo, creo, creo que todo es así!» (Citado en: Journet, Le mystère de l’Eucharistie, op. cit, 54).
[Traducción de Mónica Rodríguez. Artículo original]