Ha ocurrido un hecho inédito en la historia. Un resto fiel entre los católicos se siente escandalizado ante la desaparición de la Misa y el abandono de sus jerarcas. Algunos sacerdotes se encuentran en medio de terribles dilemas de conciencia: deben elegir entre obedecer a las autoridades eclesiásticas o hacer lo que hasta hace poco consideraban como su deber fundamental: alimentar a su grey con los sacramentos, para cuya celebración fueron ordenados.
Muchos fieles, por otra parte, empiezan a pensar que una situación tal revela en verdad que la Misa no era tan importante y que su valor puede ser puesto entre paréntesis y que un amplio sector del clero –particularmente el alto- lo sabe. Como sabe también que la Iglesia es un servicio no esencial. Porque no parecen ser más que una burocracia de la filantropía conformada por funcionarios que no quieren ser molestados y que otrora, para mantener contenta a la gente, impartían desde los púlpitos una serie de nobles mentiras que, ahora que ya no es necesario creerlas para hacer carrera, es muy fácil resemantizar y flexibilizar hasta la contradicción. Queda clarísimo que estos fieles, por causa de tal disonancia cognitiva, no volverán ya a la práctica religiosa y apostatarán, ruidosa o silenciosamente, como lo hacen también muchos sacerdotes en este momento.
Mientras tanto, el Papado, ocupado por un revolucionario de personalidad atormentada, se ha convertido en una mezcla paradójica de tiranía y anarquía. Abusos de poder y autoritarismos inéditos conviven con la incuria generalizada y la desistencia sistemática en el uso de la autoridad, especialmente en materias doctrinales.
Pero el resto fiel guarda la esperanza de apelar a la paternal y cristiana autoridad de sus jerarcas, implorándoles con piedad filial: ¡Devuélvannos la misa! Se mandan mensajes, se recolectan firmas, se intentan contactos personales ¿Y cuál fue la respuesta? Insultos y juicios temerarios que los acusan de rígidos, ultraconservadores, ladradores, burgueses, fanáticos, enfermos psiquiátricos, maleducados y, cómo no, de fabricantes irresponsables de insultos y de juicios temerarios contra la muy sufrida jerarquía, que se desvela por el bien de su grey, de su despreciable y malagradecida grey. Incluso algunos obispos y teólogos, considerados como bastiones del «conservadurismo» hasta el momento, reaccionaron agriamente, uniéndose a la crucifixión de los fieles, quizá con más saña que los progresistas, porque querían acallar su conciencia. Tan grave situación hace pensar en que se acerca la supresión del sacrificio, anunciada para los tiempos de la gran tribulación por el profeta Daniel. El mundo, mientras tanto, se hunde en la inmoralidad y en el miedo a una hecatombe.
Por cierto, el proceso que acabo de describir ocurrió hace exactamente 50 años, en 1970, cuando la liturgia romana tradicional fue reemplazada, manu militari, por el Novus Ordo, esa liturgia ersatz, que, en palabras de los cardenales Ottaviani y Bacci, «renuncia de hecho a ser la expresión de la doctrina que definió el Concilio de Trento como de fe divina y católica, aunque la conciencia católica permanece vinculada para siempre a esta doctrina. Resulta de ello que la promulgación del nuevo Ordo Missae pone a cada católico ante la trágica necesidad de escoger»[1].
Marx decía que la historia se repite primero como una tragedia y luego como una farsa.[2] Y sin querer soltar un maradoniano decime qué se siente, podemos pensar en cómo muchos laicos ahora se confrontan con una experiencia semejante a la de algunos de sus ancestros hace cincuenta años: repentinamente, su mundo religioso sucumbe, destruido por sus propios líderes religiosos. Claro está que lo que ocurrió en 1970 fue muchísimo peor que lo que ocurre en 2020. Tarde o temprano, cuando Nuestro Padre Estado y sus mayordomos episcopales decidan, nuestros queridos correligionarios –al presente bastante insultados y humillados – podrán recuperar intactas sus liturgias.
Pero para el católico perplejo de 1970, en cambio, no había garantía de que alguna vez en su vida terrenal pudiera volver a siquiera ver la Misa a la que sus padres y abuelos lo habían llevado desde niño, en la que había hecho la primera comunión, a la que había asistido desde siempre, la que había acompañado los funerales y sufragios por sus difuntos y en la que se había casado. ¿Y por qué había sido reemplazada? Por un ordo de dudosa legalidad pero de más dudosa doctrina, cuya imposición estuvo llena de contrabandos y jugarretas.
No pretendo, como es obvio, juzgar moralmente a los sacerdotes que celebran el Novus Ordo ni mucho menos a los fieles que, sea por desconocimiento, hábito o formación, prefieren asistir a él y lo consideran impecable e incluso beneficioso. Más aún, hice mi primera comunión en el Novus Ordo y practiqué el catolicismo exclusivamente en la así llamada «forma ordinaria» durante la mayor parte de mi vida. Y sé bien que hay entre ellos –tanto laicos como sacerdotes- personas cuya práctica de las virtudes morales es verdaderamente edificante y que se esfuerzan por hacer y creer lo que ellos consideran que es lo que la Iglesia cree y manda. Que Dios los bendiga y santifique.
Creo que muchos de los laicos de España y Argentina[3] que participaron en los recientes vídeos de Devuélvannos la Misa pertenecían a ese tipo de buen fiel, que quiere, en la medida de lo posible, continuar con la práctica normal de su religión como antes. Como antes de la cuarentena, es decir, como hace mes y medio. Pero lamentablemente, después de 1958, de 1962, de 1965 y de 1969 nada es normal en la Iglesia Católica. Quizá lo único bueno de la reacción tan grosera y violenta de muchos obispos y sacerdotes a estos vídeos es que les hará ver un poco esta situación. Los modernistas hodiernos con mitras no tienen ni el valor ni la claridad lógica ni la honestidad de un Loisy, de un Jan Hus o siquiera de un Lutero, no se atreven a negar directamente la Verdad, sino que, en su hegelianismo tropical, simplemente la relativizan, poniéndola en un quinto lugar, después de la «dignidad humana», la «obediencia absoluta a los gobiernos de centro y de izquierda globalista», el «lavado de manos» (rito tradicional aún más importante que el lavado de pies de Jueves Santo, inaugurado por San Poncio Pilatos mucho antes del coronavirus, pero que ahora se revela como profético) y la «ecología». Así, en la Iglesia de Francisco la Verdad tiene un lugar, en alguna parte cerca a la salida de emergencia, pero sí tiene un lugar, junto con todas las mentiras antiguas y modernas, desde el panteísmo hasta el marxismo. Y la Verdad, en esas condiciones, es esclava del error, lo que acaba a la larga por ser mucho peor para las almas que un sistema puramente erróneo.
Así que pediré también: ¡devuélvannos la Misa! Pero la Misa de siempre, de origen apostólico, con la que fueron evangelizados nuestros ancestros, por la que murieron los santos mártires, la que enriquecieron los santos teólogos, la que alimentó la piedad de las santas vírgenes y de los santos confesores y que, aun en estos tiempos de confusión y después de haber sido combatida de todas las maneras posibles, todavía manifiesta su condición de baluarte de la fe, mientras la nueva liturgia la diluye.
Y no solo eso, pido también: ¡devuélvannos la Iglesia! Devuélvannos la Iglesia de nuestros padres y quédense con todo lo demás: con el IOR, con las universidades pontificias, con los museos del Vaticano, con el estado vaticano mismo, con los nuevos movimientos y sus millones de dólares, con los lobbies inefables, con las estatuas de la Pachamama, con los pseudosantos de los últimos tiempos y con todas sus obras y sus pompas.
Pero devuélvannoslas.
[1] Cardenales Alfredo OTTAVIANI y Antonio BACCI, Breve examen crítico de la Nueva Misa 1969, traducción realizada y revisada por el padre Jesús Mestre Roc, Voz en el Desierto, Santiago de Querétaro, 2017, VI, p. 39.
[2] Son las palabras iniciales de El 18 de Brumario de Luis Napoleón, una de las mejores muestras de su prosa luminosa y venenosa: «Hegel bemerkte irgendwo, daß alle großen weltgeschichtlichen Tatsachen und Personen sich sozusagen zweimal ereignen. Er hat vergessen, hinzuzufügen: das eine Mal als Tragödie, das andere Mal als Farce». (Karl Marx, Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, (http://www.mlwerke.de/me/me08/me08_115.htm )
[3] No en el Perú, donde los laicos «comprometidos» parecen estar bastante tranquilos con la estrictísima cuarentena y la aún más estricta restricción religiosa, incomparablemente peor que la española o la argentina. Quizá lo único bueno de esta tranquilidad sea que nos privaron de una adaptación nacional del vídeo que hubiera tenido muy probablemente grandes momentos de humor involuntario. Porque uno de los reparos formales que se puede hacer al vídeo es que exhibe demasiado el deseo –común entre los llamados católicos neoconservadores– de parecer no solo «gente normal» sino nice, para nada fanáticos o frikis. Y la normalidad, en el mundo de ciertos espejismos contemporáneos, es parecer «gente de clase media-alta», joven, bien-parecida y «moderna». Es decir la «gente decente» que según Oscar Wilde plagaba la Iglesia Anglicana en el siglo XIX. Nada de los santos y pecadores, de las despreciadas ancianas piadosas, de los mendigos ingratos, loquitos y pobres de Jesucristo que, no en pocos números, son los que todavía van a la Iglesia en busca de algo más que practicar una buena costumbre o un meet-and-greet con la «gente del movimiento». Y muchas de las reacciones adversas se cebaron en eso: se les consideró pijos o chetos y con cierto aire de impostura. Acá, quizá muy poca «gente decente»habría participado en el vídeo –porque primero habrían consultado con el padre X, el catequista Y o el laico consagrado Z que les aconsejarían «prudencia» -, pero el resto de miméticos hasta habría acabado hablando como chapetón o porteño..