La figura del pérfido apóstol Judas sobresale en la institución de la Santísima Eucaristía la noche del Jueves de Pasión: todas las narraciones comienzan con la traición de Judas como un hecho de primer orden. Como en la primera caída Judas Iscariote se convierte en instrumento del «padre de la mentira», Santo Tomás de Aquino señala que en ese momento Judas había entregado su alma definitivamente al Demonio.
I. Traición y castigo de los ángeles rebeldes
Hay quien peca y sigue pecando y se queda tan tieso y orgulloso como si no hubiera hecho nada malo. Ahí va paseando su palmito como un pavo real; pero ¡si pudiéramos ver la podredumbre de su alma! El primero que caería fulminado por la vergüenza sería él. Pero las consecuencias del pecado no son visibles a los ojos, por lo que muchos consideran exagerado el castigo que Dios aplicó a los ángeles rebeldes del paraíso celestial; fueron creados en inocencia, con cualidades y facultades extraordinarias; pero la ambición los llevó a declarar una rebelión contra Dios: querían ser tanto o más que su propio Creador. Quién los arrojó al lugar de la condenación, mudando su carácter, su dignidad, su grandeza.
«Pecar y echarlos al infierno fue todo uno. Porque el poder, la sabiduría y la hermosura más grandes de una criatura no son nada ante Dios cuando cae sobre ellas el pecado.
Pues si las cualidades de los ángeles no valen para detener un instante la justicia de las tuyas, ¿crees que valdrán tus supuestas cualidades?
Fue un castigo universal: Dios no perdonó ni a uno de los rebeldes. Míralos a todos caer en el infierno. Ni al que era todo luz y majestad, Lucifer, que brillaba como la estrella de la mañana. No tenía títulos a su favor; sí en su contra: el pecado.
Y tú, ¿qué títulos puedes presentar? A los Ángeles nos les dio un instante para su arrepentimiento, y, ¿crees que te lo dará a ti?
Fue un pecado de soberbia y mira que humillación tan grande. De aquella distancia a que se hallaban del hombre, mira a dónde vienen a caer. ¿Les hizo esclavos del hombre? No, más abajo, más esclavo que de los animales. Fueron esclavos del fuego.
¿Merece esta humillación un solo pecado? Dios no los castigó hasta que apareció el pecado, ya que Dios no creó a ninguno para la condenación sino para su salvación y su gloria.
Y, ¿para cuánto tiempo? Mientras Dios sea Dios».[1]
Los ángeles nos dan una lección: unos, fueron fieles a Dios, siguiendo al arcángel Miguel, que salió en defensa pública de la dignidad divina, y los premió con la permanencia en la gloria eterna, en disfrute de la maravilla de la Santísima Trinidad. Otros fueron infieles a Dios, se rebelaron contra su bondad y ellos mismos merecieron un castigo que ya habían previsto: Dios sólo les permitió que fueran al lugar que ellos mismos voluntariamente habían elegido: les permitió que usaran de su sabiduría y de su voluntad hasta el extremo.
De ordinario, el pecador no quiere pensar en esta dimensión del pecado en cuanto lo separa de Dios a quien él mismo ha insultado. Somos demasiado inconsecuentes ante las consecuencias siniestras del pecado: nos parece simplemente un descuido, una debilidad, un ímpetu de la naturaleza, pero no penetramos en las tragedias que verifica en el alma que ha pecado.
Quiso Dios que conociéramos la traición y el castigo de los ángeles perversos, para que aprendiéramos la lección, ya que algo similar podría darse en nosotros.
II. Espíritu del mundo
«Hay dos mundos», dice San Agustín: «uno creado por el Verbo y en el cual El apareció revestido de nuestra mortalidad; y otro regido por el Príncipe de las tinieblas, y que no reconoció a Jesús. “Et mundus eum non cognovit”. El primero, obra de Dios, no puede ser malo. El Génesis nos enseña que el Señor, al considerar las obras de sus manos, vio que eran excelentes: “Et vidit quod essent valde bona”. El segundo, que tiene a Satán por señor, no puede ser bueno, pues su príncipe, malvado desde el comienzo, inspira su malicia a todo lo que él domina».[2]
El Príncipe del mundo es el demonio. Tertuliano llama a Satán «simius Dei, el simio de Dios», puesto que de manera miserable trata de «simular» o imitar a Dios.
Quien rechaza el suave yugo de Jesús, se hace esclavo de Satán. El diablo tiene su evangelio, sus axiomas, sus máximas, sus doctrinas falaces y mentirosas, por las que, bajo máscara de verdad, trata de seducir a las almas. Tiene también sus partidarios y satélites. En cierto sentido le pertenecen todos los que viven en enemistad y aversión con Dios. Su iglesia se compone de todos los que aceptan su doctrina y comparten sus obras, la mentira y el pecado. A las inspiraciones e influencias de la gracia opone su acción tenebrosa en las almas, acción que trata de ejercer por toda clase de órganos en el mundo, la finanza, la política, el arte, la moda, la prensa, la radio, la televisión, etc.[3]
«Todo lo que hay en el mundo, nos dice San Juan, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de la vida, no viene del Padre» [4]. La sensualidad, la codicia y el orgullo son las características principales del mundo.
San Luis María de Montfort explicó claramente qué debe entenderse por la «superbia vitæ, el orgullo de la vida»: la llama «sabiduría diabólica». Antes había tratado de la «sabiduría terrena» y de la «sabiduría carnal» en referencia a la sensualidad y la codicia.
El orgullo de la vida consiste en buscar desordenadamente la estima y los honores. La soberbia de la vida es un vicio despreciable ante Dios y ante los hombres. Es un vicio diabólico porque el grito de Lucifer fue: Subiré, me levantaré sobre las nubes y seré semejante al Altísimo… No serviré.[5] El orgullo fue el pecado que despobló el cielo, abrió el infierno y trocó a los ángeles en demonios. Inyectó Satanás este vicio en nuestros primeros padres, después de haber arrastrado en su rebeldía a la tercera parte de los ángeles. Seréis como dioses… dijo el tentador a Eva.
Si en su afán de rebelarse contra Dios, quiso el demonio infundir este vicio en Jesucristo mismo, ¿qué no hará para infundirlo en nosotros?
«La sabiduría diabólica es el amor de la estima y de los honores. Los sabios según el mundo la profesan cuando aspiran, aunque secretamente, a las grandezas, honores, dignidades y cargos importantes; cuando buscan hacerse notar, estimar, alabar y aplaudir por los hombres; cuando en sus trabajos, afanes, palabras y acciones sólo ambicionan la estimación y alabanza de los hombres, al querer pasar por buenos cristianos, sabios eminentes, ilustres militares, expertos jurisconsultos, personas de mérito infinito y distinguido o de gran consideración; cuando no soportan que se los humille o reprenda; cuando ocultan sus propios defectos y alardean de lo bueno que poseen».[6]
El amor propio es una tendencia que siempre nos ronda, está tan unido a nosotros que no advertimos del daño que nos hace con tanta frecuencia. Es un veneno mortal para el alma, es tan grave, que San Agustín Padre y Doctor de la Iglesia nos dice que es la mayor peste para el alma porque le lleva al menosprecio de Dios. Cualquier cosa que se haga movida por el amor propio o autoestima, contamina todo lo que se hace y hasta puede pervertir la acción, si ésta, por un amor desordenado de sí mismo se realiza por amor propio.
De él los cuidados mordaces que roen y atormentan el corazón; de él las perturbaciones, las tristezas, los miedos, los gozos desatinados, las discordias, las contiendas, las guerras, las asechanzas, las iras, las enemistades, los engaños, la adulación, el hurto, la perfidia, la soberbia, la ambición, la envidia, los homicidios y parricidios; la crueldad, la tiranía, la maldad, la lujuria, la petulancia, la desvergüenza, las fornicaciones, los adulterios, los incestos, los estupros y los demás géneros o diferencias de vicios sensuales; los sacrilegios, las herejías y blasfemias; los perjurios, las opresiones de pobres, las calumnias de los inocentes, las calumnias de los inocentes, los pleitos en juicio; las prevaricaciones de las leyes todas, humanas y divinas; los testimonios falsos, los juicios perversos, las violencias y latrocinios y todo lo que de mal puede haber, aunque no se haya visto en el mundo ni venido en conocimiento de los hombres.[7]
El más leve atisbo de soberbia, egoísmo, autoestima, complacencia, respetos humanos, que contaminan y corrompen las obras buenas, es suficiente para impedir la verdadera santidad.
III. El buen ladrón
Hay páginas de arrebatadora belleza humana en los Evangelios, una de ellas es la descripción del perdón que Nuestro Señor Jesucristo concede en la Cruz a sus propios verdugos, entre los que me cuento. Y, sobre todo, a aquella mirada de bondad y de generosidad con el criminal en la Cruz:
«Uno de los malhechores crucificado, insultándolo, le dijo: ¿Así que tú eres el Cristo? Entonces sálvate tú y sálvanos también a nosotros.
Pero el otro ladrón le reprendió diciéndole: ¿No temes a Dios, tú que estás en el mismo suplicio? Nosotros lo tenemos merecido, por esto pagamos nuestros crímenes. Pero él no ha hecho nada malo. Respondió Jesús: Realmente te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.[8]
Este pasaje tiene una viveza deslumbrante. Quisiera ser el buen ladrón. Le he imitado en robar a Dios su gloria, en pisotear sus leyes, en abandonarlo en ocasiones, en herirle de frente con mis transgresiones. Y trato de imitar al Buen Ladrón –llamado Dimas por antigua tradición- en la defensa de la bondad de Jesús ante el mundo entero. Y en la absoluta confianza que deposita en el poder y en la bondad de Cristo.
No puedo evitar de sorprender a Jesús, en un momento cruel de su existencia olvidándose de su propia tortura, admirando la fe de un criminal, pensando en premiarle y concediendo el favor que quisiera para sí el hombre más poderoso del mundo: el Paraíso.
Sí que hay páginas arrebatadoras en los Evangelios. Muchas, y en ellas me solazo, y ellas me convierten en humano y en divino, encendiendo deseos de rectitud y de heroísmo.
El Buen Ladrón es uno de mis Santos preferidos. Porque, en unos momentos decisivos, volcó en Jesús la máxima confianza que pudiera una persona, defendió su honor de Salvador voluntario, y acudió a su regazo aun sabiendo que no podía pedirle nada por su anterior existencia.
No es un episodio para pasarlo con rapidez. Hay que hincar el diente de la consideración. Hay que comenzar por situarse en la misma perspectiva que el ladrón: Nosotros tenemos merecido este suplicio, sin olvidar que no merece lo que pide, y al mismo tiempo calibrar que sí lo merece si se observa su petición atrevida desde la perspectiva de la bondad de Jesús. Dimas espera contra toda esperanza.
Y fue ladrón hasta el fin, pero ahora de manera diversa, ya que logró robar para sí, para su propiedad, el Paraíso, según la seria promesa de Jesús.
[1] HERNÁNDEZ, Ejercicios espirituales, 115-116.
[2] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, El mundo y la salvación del alma, https://adelantelafe.com/mundo-la-salvacion-del-alma/
[3] Cf.: HUPPERTS, S.M.M., P. J. M°, Fundamentos y práctica de la vida mariana.
[4] I JUAN, 2, 16.
[5] ISAIAS 13, 14.
[6] MONTFORT, San LUIS M° de, Amor de la Sabiduría Eterna, nº 82.
[7] SAN AGUSTIN, De Genesi ad litteram, libro II.
[8] SAN LUCAS, 23, 39-43.