Profundizando en la fe – Capítulo 3
“Unidad y Trinidad en Dios”
El misterio de la Santísima Trinidad fue revelado directamente por Jesucristo. En el Antiguo Testamento encontramos lo que se ha quedado en llamar “sombras trinitarias”; pero si no hubiera sido por la revelación de Jesucristo, nunca se habría llegado al descubrimiento del misterio trinitario[1]; de hecho, al haber negado el pueblo judío a Jesucristo como Mesías, también negaron el contenido del misterio de la Santísima Trinidad, incluso después de haber sido revelado por Jesucristo.
Las sombras trinitarias en el Antiguo Testamento
A la luz del Nuevo Testamento[2] se quieren ver ciertas sombras del misterio trinitario, pero que por sí mismas traen poca luz. Veamos algunos de los numerosos ejemplos: el uso del plural en “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen 1:26); hablar del Espíritu de Dios en, “El espíritu de Dios se cernía sobre las aguas” (Gen 1: 1ss.), o el espíritu de Dios abre las aguas del Mar Rojo (Ex 14:21); nombrar a Dios tres veces santo en Isaías (6:3) “Santo, Santo, Santo es el Señor…”; en los textos donde aparece Dios como creador se suele referir a Él como “Padre”, pero nunca se refiere a que tenga un “Hijo” sino en el sentido de que de Él procede todo y cuida de todos los hombres como un padre (Gen 14: 19-22; Sal 90:2).
Las evidencias del Antiguo Testamento no son claras ni completamente conclusivas, con todo sí son significativas. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto. Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.”[3]
La revelación de la Trinidad en el Nuevo Testamento
- Las tres divinas Personas aparecen nombradas a la vez en los evangelios en varias ocasiones: En la anunciación a María (Lc 1:35), durante el bautismo de Jesús en el Jordán (Mt 3: 16ss), en la transfiguración de Jesucristo en el monte Tabor (Mt 17: 1-13), durante el discurso de despedida en la Última Cena (Jn 14:26) y cuando el Señor les manda a sus discípulos que bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28:19). En las cartas del Nuevo Testamento también aparece en multitud de ocasiones (1 Pe 1:2; 2 Cor 13:13; 1 Cor 12: 4ss; 2 Tes 2: 13-14; Ef 4: 4-6; Gal 4:6 y muchísimos más).
- Jesucristo (Segunda Persona de la Trinidad encarnada) llama a Dios “su” Padre en un sentido único y exclusivo; habla de “mi” Padre y “vuestro” Padre, nunca de “nuestro” Padre (Jn 20:17). Las afirmaciones de Cristo que dan testimonio de su identidad de esencia con el Padre han de ser entendidas en sentido ontológico (naturaleza): identidad de conocimiento (Mt 11:27); unidad con el Padre (Jn 10:30); unidad de vida (Jn 5:26); Hijo unigénito del Padre (Jn 1: 14.18; 3: 16.18; 1 Jn 4:9; Rom 8:32); igualdad con Dios (Jn 5:18). Jesucristo también nos dice que el Hijo pre-existía desde el principio (Jn 1ss.) que “nadie ha visto al Padre sino el que ha venido del Padre” (Jn 1: 1.18), “antes de que Abraham existiera, era yo” (Jn 8:58), “glorifícame con la gloria que tenía antes” (Jn 17:5). Jesucristo es la Palabra del Padre (Jn 1); es distinto de la persona del Padre (Jn 1:14). Él mismo nos dice que es “Hijo de Dios (Jn 20:31), es Dios (“Yo soy”, Jn 8:58), es imagen perfecta del Padre (Heb 1:3).
- Y respecto al Espíritu Santo, Aunque la palabra “espíritu” en algunos pasajes individuales de la Biblia significa la naturaleza espiritual de Dios, sin embargo se ve por otros muchos pasajes que se considera al Espíritu Santo como Persona Divina diferente de la del Padre y la del Hijo. Y lo vemos claramente en: sus actividades, pues son propias de un ser personal: enseña la verdad (Jn 14:17), da testimonio de Cristo (Jn 15:26), tiene conocimiento de los misterios de Dios (1 Cor 2:10), somos bautizados también en su nombre junto con el Padre y el Hijo (Mt 28:19). Al mismo tiempo es Dios pues tiene atributos divinos: “enseña toda la verdad” (Jn 16:13), “cubre con su sombra a María” (Lc 1:35), da la gracia del bautismo (Jn 3:5), perdona los pecados (Jn 20:22).
- Ese Dios que es trino en Personas es único en Naturaleza: “No hay ningún Dios fuera del Dios único” (1 Cor 8:4); “Un solo Señor, una sola fe… un solo Dios y Padre” (Ef 4: 5-6); “Hay un solo Dios y un solo mediador”(1 Tim 2:5); “El Padre y yo somos uno” (Jn 10:30).
Significado de este Misterio
Definimos el misterio de la Santísima Trinidad como nuestra fe en la existencia de un solo Dios en tres divinas Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios nos reveló en qué consistía el misterio pero no el misterio en sí mismo. En otras palabras, sabemos que hay un solo Dios en tres Personas, pero no entendemos cómo puede ser posible. Es por esa razón que le seguimos llamando “misterio”. Tendremos que esperar al cielo para conocer algo más sobre él; aquí en la tierra lo único que podemos hacer es intentar aproximarnos con la luz que nos dan la revelación, la teología y la gracia a este misterio insondable.
Una “aproximación” al Misterio Trinitario
Decimos que la Segunda Persona, el Hijo, procede del Padre, según una operación del entendimiento. Y que la Tercera Persona, el Espíritu Santo, procede del Padre y del Hijo, según una operación de la voluntad. Así pues hablamos de dos “procesiones divinas”[4].
Ahora bien, es necesario hacer las siguientes aclaraciones: En primer lugar que el Hijo y el Espíritu Santo no son respectivamente ni la intelección ni la volición formales divinas, ya que éstas son algo esencial en Dios, y por tanto, común a las tres divinas Personas. Por tanto, el Hijo y el Espíritu Santo son más bien el término producido por la intelección y por la volición divinas. Con todo, conviene recordar que la intelección y la volición divinas se distinguen en Dios con distinción de razón y eso es base suficiente para que puedan darse en Dios procesiones distintas bajo aspectos formales diversos, ya que en la procesión del Hijo se comunica la esencia divina en cuanto que es intelección, y en la del Espíritu Santo en cuanto que es volición.
La generación del Hijo: Decimos que el Hijo procede del Padre por vía de generación. En la carta a los Hebreos (Heb 1:3) se nos dice que Cristo es la imagen perfecta del Padre. Esa imagen es engendrada por el Padre cuando se contempla a Sí mismo. Ahora bien, esa imagen no sería perfecta si no tuviera una perfección esencial en Dios: la existencia (“Yo soy el que es” Ex 3:14). Por lo que ya tenemos al Padre, y a una segunda Persona que es distinta del Padre, pero con las mismas perfecciones -pues es su imagen perfecta-, y que es el Hijo[5].
Por eso nos dice el Credo que el Hijo es engendrado por el Padre, no creado; y además tiene la misma y única naturaleza del Padre. Ahora bien, como en Dios no hay tiempo, no podemos decir que primero es el Padre y luego el Hijo, sino que desde toda la eternidad se produce esa generación del Padre. Y no sólo no tiene principio, sino que tampoco tiene final, pues el Hijo sigue siendo engendrado por el Padre. Desgraciadamente aquí tenemos que jugar con algo que a nosotros se nos escapa, ya que en Dios no hay tiempo. En cualquier actividad humana hay siempre un antes y un después, pero no en Dios que es un continuo presente. Por eso la Sagrada Escritura nos dice “yo lo he engendrado hoy” (Sal 2: 7; Heb 1:5).
La espiración del Espíritu Santo: Decimos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, como de un solo principio, no por generación sino por una única espiración. La Sagrada Escritura habla de que el Espíritu Santo procede del Padre y es enviado por Cristo de parte del Padre (Jn 15:26); y en otros lugares nos dice que es el Espíritu de su Hijo (Gal 4:6; Rom 8:9; Hech 16: 6-7).
Se dice que el Espíritu Santo es el “nexus duorum” (amor) del Padre y del Hijo. El amor se estructura según un yo (Padre) y un tú (Hijo) y el nexo que los une (Espíritu Santo). Ese nexo que une al Padre y al Hijo es también una Persona Divina: el Espíritu Santo. Por eso San Juan nos dice que Dios es “Amor” (1 Jn 4:8). Y así lo entendió y proclamó la Iglesia desde un principio (DS 75, 150, 168). Y del mismo modo que decíamos que no podíamos hablar de que el Hijo fuera “posterior” al Padre, también lo decimos del Espíritu Santo. Así pues, tanto la generación como la espiración en Dios, son actos que nunca tuvieron comienzo y que nunca tendrán fin, sino que se están realizando continuamente en el eterno presente de Dios.
La Santísima Trinidad y la Virgen María
La maternidad divina de María le ha vinculado estrechamente a ella con la Santísima Trinidad. María, como madre del Hijo, se relaciona con el Padre y con el Espíritu Santo. Tal como lo reza la jaculatoria que hacemos en el Santo Rosario, “María, Hija de Dios Padre, María, Madre de Dios Hijo, María, Esposa de Dios Espíritu Santo”, reconocemos en la oración las íntimas relaciones entre la siempre virgen María y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Dios Padre eligió a María para ser la Madre de su Hijo Unigénito. El Hijo de María es el Hijo de Dios encarnado. San Anselmo de un modo un tanto atrevido dice: “El Padre y la Virgen tuvieron naturalmente un Hijo común”. Jesucristo es nacido de Dios y de María. Por tanto decir que María es Madre de Dios, es reconocer el misterio de la encarnación de Dios hecho hombre.
El Concilio de Éfeso (año 431) definió, no que María fuera madre del hombre Jesús, sino que es Madre de Dios: «Porque no nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo; sino que unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne. De esta manera, los santos padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen». (DS 251).
La relación de María con su Hijo, fue en todo momento muy íntima: Ella “dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2:7.12.16). Como madre, se preocupaba por su hijo que «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2:52). Es la misma preocupación que relata el evangelio después de encontrarlo en el templo a los doce años: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (2:41-50). Por tanto, está claramente manifiesta que las relaciones maternales eran tan palpables, que el evangelista san Marcos lo expresa escuetamente como «el hijo de María» (Mc 6,3). Los sucesos de Caná y el de la Madre al pie de la cruz son una prueba más de ello.
San Francisco de Asís entendió muy bien la relación que existía entre la Trinidad Santa y María: «Santa María Virgen, no hay mujer alguna, nacida en el mundo, que te iguale, hija y sierva del Altísimo Rey, el Padre celestial, madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo…, ruega por nosotros a tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro”.
Los santos Padres atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María. Ella fue convertida en nueva creatura por Él. Y reflexionando sobre los textos evangélicos, revelaron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y la transformó en Tabernáculo del Señor. El relato de la Anunciación, nos muestra cómo María acoge con humildad al Hijo del Padre por obra y gracia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, es esposo de María. Ella es parte de la relación de amor que une al Padre con el Hijo, encarnado en su seno. El Espíritu Santo es también el vínculo de la alianza entre Dios y los hombres en la Iglesia. María, arca de la alianza, esposa de las bodas escatológicas entre Dios y su pueblo. María, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo, derramado sobre ella para hacer efectiva la nueva alianza sellada en la sangre de Cristo. En el Espíritu Santo, María se une con el Padre y con el Hijo. En el Espíritu Santo, María participa de la fecundidad del Padre y de la filiación del Hijo. Esposa en el Espíritu, vínculo de unidad, sello del amor divino en su vida trinitaria y en su actuación salvadora. Madre del Hijo de Dios, hija predilecta del Padre, María es templo del Espíritu Santo. El Espíritu es el que hace de María la Esposa, haciéndola Virgen Madre del Hijo y de los hijos de la nueva alianza.
La Santísima Trinidad en la vida del cristiano
La espiritualidad del cristiano es eminentemente trinitaria, pues somos bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28:19); nos santiguamos en el nombre de la Santísima Trinidad; rezamos a Dios Padre (“Padrenuestro que estás en el cielo… Mt 6: 9-13) tal como nos enseñó Jesucristo; estamos unidos a Cristo como los sarmientos a la vid (Jn 15: 1-7) de quien recibimos la vida sobrenatural (Jn 14:6; Fil 1:21) y también la vida eterna (Jn 6:51); sabemos que sin Él no podemos hacer nada (Jn 15:5); Cristo es nuestra cabeza y nosotros somos miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (1 Cor 12:27); es en Cristo como llegamos al Padre (Jn 14:6); en con Cristo, por Él y con Él como damos gloria a Dios Padre (doxologías de la Santa Misa); de tal modo que ya no somos siervos sino amigos de Cristo (Jn 15:15) e hijos de Dios en Cristo Jesús (Gal 3:26; 4: 6-7).
El cristiano es incorporado a Cristo y con Él, unido a la Trinidad, de donde recibimos la fuerza y la vida. Por el bautismo somos incorporados a Cristo (Rom 6: 3-11) y recibimos mediante el Espíritu Santo la nueva vida (Jn 3:5), del tal modo que nos transformamos en nuevas criaturas (2 Cor 5:17) y recibimos la fuerza para que nuestra oración llegue al cielo (Rom 8:26) ya que es el mismo Espíritu quien ora en nosotros. Es por la gracia santificante como nos transformamos en templos de Dios (1 Cor 3:16) y el Espíritu Santo habita en nosotros (1 Cor 3:16; 6:19). Ese Espíritu nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1:4), la cual nos capacita para amar como Dios ama (Jn 13:34). Es el mismo Espíritu quien nos enseña la verdad completa (Jn 14:26), nos da sus siete dones que a su tiempo producirán en nosotros los frutos de la nueva vida (Gal 5:22).
Padre Lucas Prados
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[1] Cfr. Vaticano I: DS 3015.
[2] Para comprender mejor el Antiguo Testamento sirve de gran ayuda valerse de la luz que nos trae el Nuevo Testamento. Es en el Nuevo Testamento donde se cumplen muchas de las profecías del Antiguo Testamento; y es por ello que es más fácil interpretar el Antiguo Testamento con la información extra que nos da en Nuevo Testamento. Ejemplo: Las profecías del Siervo de Yahweh (Is 52: 13-53; 53: 1-12; 42: 1-13; 49: 1-9; 50: 4-11)
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 237.
[4] Para todo aquél que desee conocer más, puede ver ampliamente desarrollado todo esto en: Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, q.27. a. 1ss.
[5] Ambos son Dios, pero no dos dioses, pues la naturaleza divina sólo puede ser única por definición (si hubiera dos dioses ninguno de los dos sería Dios, pues uno no tendría lo que tiene el otro)