Domine, ut videam! Lc XVIII, 41
El ciego que nunca ha visto la luz no sabe qué son los colores, así como el sordo que nunca ha escuchado un sonido no tiene idea de lo que sea la música o la voz de un ser querido. Pero incluso aquel que ve no sabe lo que significa estar condenados a la ceguera, privados de la visión de una puesta de sol o de la posibilidad de mirar a los ojos a quien se ama; y aquel que escucha no imagina el vacío de la ausencia de una melodía, del canto de los pájaros, del flujo del agua en un arroyo. Y a menudo sucede que dos personas no alcanzan a comunicarse porque aquel que ve intenta en vano explicar al ciego las tonalidades que inflaman las hojas de los árboles en otoño, o al sordo cuánto sean capaces despertar de sentimientos indescriptibles los maravillosos acordes de una sinfonía.
Del mismo modo, aquel que no tiene la gracia de la Fe no puede entender la luz resplandeciente que ésta proyecta en el alma, ni la sublime armonía que une admirablemente todas las verdades católicas. Pero incluso aquel que posee la Fe difícilmente alcanza a concebir las tinieblas en las que camina a tientas el incrédulo, el silencio de muerte que lo circunda. Incluso en esto puede haber incomunicabilidad, cuando aquel que considera a la Fe como algo que no requiere explicación intenta persuadir al amigo de que su ceguera espiritual y su sordera moral no tienen motivo y pueden superarse con un simple razonamiento, casi con un vistazo del alma sobre la realidad.
Sin embargo. Sin embargo, aquel que ve puede perder la vista en un accidente, aquel que oye puede quedar sordo y descubrir lo doloroso que es verse privado de estos sentidos que se tenían por descontados, normales y obvios. Todos los hechos cotidianos se convierten en acciones complejas, algunos resultan impedidos, otros necesitan de la ayuda de otros. No hay más colores en nuestra vida, no hay más autonomía en el obrar, todo es oscuridad y silencio. Nos damos cuenta de lo que hemos perdido sólo cuando ya no lo tenemos. Y pensamos con pesar que ese amanecer, aquel sonido de campanas, esa voz amiga permanecen como un recuerdo destinado a difuminarse con el tiempo, y que quizás podríamos haber utilizado mejor nuestros días saboreando con avidez los claroscuros de una pintura, los rasgos faciales de nuestra madre, la voz de la niña que juega en el patio, el ladrido lejano de un perro.
Incluso aquel que asiste al inexorable enceguecimiento del mundo que lo rodea, a la sordera espiritual de la humanidad, termina lamentando muchos gestos pequeños y simples que hasta entonces tenía por obvios, cosas en las que ni siquiera había necesidad de detenerse porque se daban por sentado. Pienso en cuando, de niño, mi madre solía enjugar mis ojos al sonido de las campanas el Sábado Santo -entonces el Exsultet resonaba durante el día-, o cuando se recibía en casa al cura para la bendición pascual y se le ofrecía un pequeño refrigerio; cuando se instalaba el pesebre en el escaparate de la panadería, o cuando para Epifanía, los niños esperábamos no encontrar trozos de carbón en el calcetín, y nos contentábamos con un par de caramelos, con un pequeño coche de hojalata, con un trompo. Pienso en cuando se saludaba por la calle a las monjas o los clérigos con ese alabado sea Jesucristo que distinguía a los católicos de los comunistas y los liberales; cuando mi padre se arrodillaba descubriendo su cabeza si nos encontrábamos con un sacerdote que llevaba el Viático a un moribundo. Pienso en el velo que mi madre y mi hermana se ponían para entrar a la iglesia, aunque solo fuera para decir un Ave María mientras se iba de compras o a colocar una flor en el altar de Santa Rita. Pienso en el silencio austero de la radio el Viernes Santo, en las rosas recogidas del jardín para arrojar los pétalos al paso del Santísimo el jueves de Corpus Domini, en las telas y las alfombras puestas para decorar los balcones cuando el Señor pasaba por la avenida de la iglesia. Pienso en los paseos en bicicleta para ir a servir a las Vísperas los domingos: aquellas Vísperas de las cuales, aun de niño, conocía todos los Salmos de memoria, y el turíbulo que de jovencito le extendía al párroco en el Tantum ergo. Y la cola en el confesionario el sábado y los días previos a las fiestas. Pienso en la voz solemne de Pío XII, en su mirada hierática y serena, en su dignidad no afectada, en su dulzura con los hijos del Cardenal Ottaviani. Pienso en los cantos lejanos de las monjas detrás de las rejas, en el aroma a cera de los bancos de la sacristía, en las palabras de la Súplica a Nuestra Señora de Pompeya que mi abuela recitaba para sí. En este día sumamente solemne de la fiesta de vuestros triunfos… Pienso en la imagen de san Antonio Abad en el negocio del carnicero, con su vela encendida, o en el cuadro de la Virgen de Fátima en la sala de la modista a la que acompañaba a mi madre. Pienso en el vestido blanco de la Confirmación, en el lazo atado en la frente, en las estampas de la Comunión de mis compañeros, en el folleto del Precepto Pascual. Pienso en las monjas sombreronas en los hospitales, en los frailes con sandalias incluso en invierno, con la alforja llena de pan viejo que el panadero guardaba aparte para ellos. En las Misas de las seis de la mañana, casi siempre de Requiem, a las que asistían alumnos y estudiantes, dependientes y damas, en silencio, con el Rosario en la mano. Pienso en mi tonsura –Dominus pars haereditatis meae– y en el rito con el que recibí las Órdenes Menores, en el sacerdote asistente en pluvial: Eminentissime Pater, postulat Sancta Mater Ecclesia… En la mesa sobre la que se ordenaba silentium, en las Preces dicendae y en la meditación diaria en el silencio de la capilla, en el canto de Completas, en la oración a Nuestra Señora de la Confianza.
Y me veo ciego, o temo convertirme en uno tal, porque ya no veo a las monjas con la toca, siempre de a dos y con la mirada baja, ni al monseñor con medias rojas que bajaba, rodeado de clérigos en saturno, la escalera del Seminario. En su lugar, mujeres con los cabellos tratados con permanente y homúnculos con la cruz escondida en el bolsillo. No veo aquellos ojos serenos, esas sonrisas espontáneas, esa compostura educada, aquella despreocupación del repartidor que cantaba mientras iba a hacer las entregas, del albañil en el andamio, del zapatero en su tienda.
Me siento sordo, o al menos no encuentro ya más todos aquellos sonidos queridos, aquellas voces amadas, esas melodías tan sublimes como normales para nosotros en aquellos tiempos. Música alegre, sonidos familiares, una costumbre con lo sagrado que estaba tan íntimamente ligada a nuestra vida cotidiana como para no despertar ni asombro ni vergüenza. Y también el herrero socialista, el librero judío, el médico masón respetaban y se adaptaban voluntariamente a un orden social que hacía que nuestros días fueran serenos a pesar de fatigosos, nuestra mesa feliz aunque sobria. Porque todo giraba en torno a Cristo.
Han pasado tantos años desde aquel tiempo, que hoy parece que estemos viviendo en otro mundo. No nos dimos cuenta. No nos percatamos de que alguien había decidido trocar una civilización milenaria por los cigarrillos estadounidenses y las radios de transistores, por las minifaldas y los jeans, y luego por el referéndum sobre el divorcio, por los ataques de las Brigadas Rojas, por la ley sobre el aborto. Pero este grotesco trueque era mundano, era profano, no había tocado el alma de la Iglesia ni mucho menos la de los fieles. La verdadera venta de liquidación la hemos visto con el Concilio, con los birretes sacerdotales arrojados al Tíber, y con todo este frenesí de complacer al mundo, de mostrarse modernos, de no suscitar la impresión de quedarse atrás. Fuera con todo, y todavía no era nada: aún debía llegar Bergoglio.
Como señaló sagazmente monseñor Viganò en su última intervención (aquí), todo sucedió «sin que la mayoría repare en ello. Sí, porque el Concilio Vaticano II abrió algo peor que la Caja de Pandora: la Ventana de Overton, de un modo tan gradual que nadie se ha dado cuenta de la alteración que se ha llevado a cabo, de la auténtica naturaleza de las reformas, de sus dramáticas consecuencias, y ni siquiera se ha llegado a sospechar quién manejaba realmente los hilos de esta gigantesca operación subversiva».
El mundo –nuestro mundo, nuestra Patria, Italia, que se enorgullecía de ser católica, apostólica y romana- se está volviendo ciego y sordo. Ya no quiere ver ni escuchar más a Dios. Y quizás Dios no quiere ver el abismo en el que se hunde en violación de Su ley, no quiere escuchar sus blasfemias. Y hay quien espera que ese mundo finalmente resulte destruido, esfumado, extinto. Es más: se alegraría de ello, porque la mera presencia de un Crucifijo o de un Niño en el pesebre provoca escándalo, ofende a los que no creen, viola la libertad de religión. Esa libertad aclamada desgraciadamente por el Concilio, y de la cual hoy vemos los frutos amargos, con las estatuas de Lucifer erigidas en las plazas y los niños inmolados al Moloch pro-choice.
Pero en este mundo de imágenes y fantasmas, de estrépito y rumor, de obscenidades y herejías, hay ciegos y sordos que comienzan a entender qué es lo que han perdido, al igual que aquel que ha sido privado de la vista o del oído después de haber visto y oído. Hay quien entiende que es ciego y sordo, mientras que antes no entendía acerca del ver y del oír, o tal vez no quería hacerlo. Hay sacerdotes que, enfrentados con la sordidez calvinista de la liturgia reformada, no acertaban a tomar una decisión que hoy resulta inevitable, y vuelven -o comienzan ex novo- a celebrar los ritos antiguos y venerandos. Hay monjas que, ante la persecución de figuras como Braz de Aviz, redescubren el espíritu de la Regla y se inmolan por la Iglesia. Hay frailes que se dejan crucificar por sus Superiores, tal como Cristo se dejó prender por los Sumos Sacerdotes del templo. Hay fieles que descubren la vida cristiana precisamente cuando desde el Solio se los incita al adulterio en nombre del discernimiento. Hay pecadores que comprenden el heroísmo del arrepentimiento y de la virtud precisamente cuando los Pastores legitiman el concubinato y la sodomía. Hay Católicos tibios que se encuentran defendiendo el honor de Dios ante los eclesiásticos que vilipendian a la Virgen y adoran a los ídolos. Profesores mudos y teólogos hasta aquí silenciosos que denuncian públicamente las desviaciones doctrinales del Clero, periodistas moderados que escriben artículos en defensa de la moral tradicional, mientras que horrendos jesuitas alaban la herejía y arguyen en pro de la inmoralidad. Hay jóvenes que descubren la Sagrada Escritura y los tesoros invaluables de los Santos Padres, mientras los Obispos falsifican el Antiguo y el Nuevo Testamento. Hay políticos que aprenden a defender a la Nación y su Fe mientras desde Santa Marta se repite ad nauseam el mantra de la acogida.
La Gracia nos toca cuando menos lo esperamos, como le sucedió al ciego al paso de Nuestro Señor.
Los últimos tiempos que estamos viviendo nos muestran que en las buenas almas la Verdad brota límpida y cristalina y que en las almas corruptas el engaño, el fraude, la mentira que propagan es la misma que sugirió la Serpiente antigua desde su Non serviam. y desde la caída de Adán y Eva: seréis como dioses. Pero el pecado no es, en el sentido de que al no remitir a la Verdad que es Dios, no posee en sí mismo el ser, no puede ni debe existir, y como tal está destinado a desaparecer cuando la Providencia nos haya hecho comprender nuestra ceguera y nuestra sordera. Cuando nos demos cuenta de cuán verdaderas son las palabras del Salvador: «Sine me nihil potestis facere”. Por esta razón, tanto al ciego del Evangelio como a cada uno de nosotros, Él pregunta: «¿Quid vis tu faciam tibi?», porque quiere que reconozcamos nuestra enfermedad y que Lo reconozcamos como nuestro único Médico.
En estos tiempos de tribulación vemos al Mal por lo que es, en su fealdad, en su insoportable arrogancia, en su violencia verbal y física, en su inevitable carga subversiva y revolucionaria; pero precisamente por esto -a diferencia de otras épocas en que la cizaña infestaba el campo de Dios pero aún no había sofocado la mies como lo hace hoy- es la ostentación del Mal lo que ha abierto los ojos de muchos fieles, haciéndolos comprender el engaño al que habían estado sujetos.
Pensemos en mons. Viganò: sus palabras de fuego contra la apostasía de la secta bergogliana nunca se hubieran podido oír hace sólo diez años, aun cuando todas las premisas de esta crisis habían sido ya puestas, y de hecho remitían a una conspiración de más de cincuenta años de vigencia. Y dan ganas de decir: Viganò habla como Lefebvre. «Hago y digo lo que me han enseñado”, dice el cardenal Burke. Palabras que hacen eco al Tradidi quod et accepti de San Pablo. Es cierto: son las mismas palabras de los Apóstoles, de los Santos Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Papas de los siglos pasados. Debido a que la fuente de la que provienen es siempre la misma, la Verdad que los ilumina es siempre idéntica, como siempre el mismo es Dios, inmutable en el tiempo. E incluso aquellos que hasta ahora no habían entendido, hoy tienen la gracia de poder recuperar la vista.
A los mismos errores malditos de Satanás diseminados a lo largo de los siglos, opongamos con orgullo la misma y bendita Verdad de Dios, quien nos prometió la victoria final. Pero antes de que podamos saludar ese día glorioso, todos nosotros -todos: Prelados, clérigos, fieles- clamemos al cielo: «¡Domine, ut videam!», para que finalmente caiga el velo que oscurece nuestra visión espiritual. «Domine, ut audiam!», para que nuestros oídos se abran a la voz de Cristo.
Cesare Baronio
(Traducción: Flavio Infante. Artículo original)