El presente artículo es parte de un futuro aunque improbable libro que quisiera escribir, titulado La maldición del aggiornamento: Cómo el Concilio Vaticano II destruyó la cultura occidental e hizo más violento al mundo.
Antes que nada, conviene establecer algunas premisas básicas: entiendo por aggiornamento el proceso de secularización de la Iglesia Católica emprendido por las Jerarquías Eclesiásticas a partir de 1962. Para cualquier observador queda meridianamente claro que la Iglesia de 1962 no se parecía mucho a la de 1972, ni a la de 1982. Quizás, de no estar informado del Concilio y de otras determinaciones político-jurídicas de las autoridades, habría llegado a pensar que se trataba de religiones distintas. Por otro lado, el Concilio Vaticano II fue el principal instrumento del aggiornamento. Sea por su ambigüedad o por sus, por lo menos, malsonancias, acabó convertido en una excusa para casi cualquier cosa, con el aval de los Papas, incluso. Nuestra perspectiva corresponderá a la historia cultural, dejamos a los canonistas y a los teólogos la reflexión sobre su validez o grado de asentimiento exigido. Lo cierto es que ningún abogado o político eclesiástico, por más orwelliano que se ponga, puede borrar los datos duros de la realidad: el Concilio marca un antes y un después en la historia de la civilización occidental y de la Iglesia y sus frutos pastorales dejan mucho que desear. Aun si nos ponemos ingenuos y sostenemos que su objetivo era «hacer más accesibles los contenidos de la fe» al hombre moderno pues el resultado fue una crisis de identidad inédita en el clero, un desplome de la asistencia a la liturgia supuestamente «accesible» y un conjunto de galimatías absurdos convertidos en «nuevas teologías» y «nuevas espiritualidades». Con primaveras así quién necesita inviernos nucleares. O el Concilio provocó esas calamidades o no las supo evitar. En ambos casos sería un rotundo fracaso.
Es curioso que muchos intelectuales orgánicos de la galaxia neoconservadora, muy seguidores de Dawson y Toynbee y de su idea de la importancia fundamental de la religión como causa eficiente de la cultura, recularán ante la crisis cultural de los sesenta y la presentarán como un fenómeno totalmente extrínseco al ámbito eclesiástico, casi como un aerolito caído del cielo. Pero los que, sea en Hispanoamérica o España, tuvieron la ocasión de conocer de primera mano cómo tendencias revolucionarias de todo signo eran inoculadas en comunidades absolutamente tradicionales y católicas por obra de clérigos no podemos comulgar con tamaña rueda de molino. Esta realidad se explica con privilegio estudiando el fenómeno de la revolución sexual en Occidente y cómo el aggiornamento le prestó tanto directa como indirectamente grandes servicios.
Ya habían existido otros intentos de hacer socialmente aceptables visiones de la sexualidad condenadas moralmente por casi todas las tradiciones religiosas y filosóficas previas y difundir comportamientos en consecuencia. Tenemos, por ejemplo, experiencias semejantes en la república de Weimar en la década de 1920 y en Escandinavia en 1950. También el existencialismo y el movimiento beat en Francia y en Estados Unidos habían intentado «revisar» críticamente los roles y comportamientos sexuales establecidos. Sin embargo, todas esas experiencias acabaron fracasando o teniendo una influencia muy limitada. ¿Qué fue lo que hizo que la revolución sexual de la segunda mitad de la década de 1960 acabase teniendo efectos tan generalizados y universales?
El golpe de gracia en la batalla por el alma de las masas fue el rápido aggiornamento de la Iglesia Católica en la década de 1960, que desespiritualizó a Occidente y convirtió a muchos ámbitos eclesiásticos en cajas de resonancia para todas las doctrinas revolucionarias desde el jacobinismo al pansexualismo y en instrumentos incomparables de autodemolición espiritual. Fue el ocaso de ese impulso de lo alto que había vivificado a las sociedades y al orden político.
Existen bastantes casos muy elocuentes para ilustrar estos puntos, pero ninguno es tan dramático como el de Quebec, el «Tíbet católico» según Paul Claudel, quizá la región del hemisferio occidental –o quizá del mundo– con mayor práctica religiosa católica y alto número de vocaciones hasta antes del Concilio Vaticano II: «El cemento que había mantenido unida a la comunidad católica se desintegró con asombrosa rapidez. A lo largo de los años sesenta, la asistencia a misa en Quebec (Canadá) bajó del 80 al 20 por 100, y el tradicionalmente alto índice de natalidad francocanadiense cayó por debajo de la media de Canadá (Bernier y Boily, 1986)» (Hobsbawm, 2011, p.339).
Un descenso en la práctica religiosa, aunque no tan drástico, ocurrió incluso en Italia entre 1956 y 1968, la patria del Papado, gobernada por la Democracia Cristiana y hasta la década de 1950 crisol de toda clase de apostolados y de vocaciones sacerdotales y religiosas masivas (Judt, 2011, p. 548). En la hasta entonces «más misionera de las naciones», España, la cosa fue aun peor: «para entonces la religión misma estaba entrando en una etapa de prolongado declive: en un país que podía presumir de contar con más de ocho mil seminaristas a comienzos de los sesenta, doce años después no había siquiera dos mil. Entre 1966 y 1975 un tercio de los jesuitas españoles abandonó la orden» (Judt, 2011, p. 749).
A nivel universal, el colapso del estamento sacerdotal y religioso fue inédito y catastrófico: «Un altísimo personaje de la Curia Romana a quien correspondía por oficio habérselas con tales prácticas me confesaba como estas reducciones al estado laico, que entre 1964 y 1978 se hicieron anualmente por millares, eran en tiempos tan insólitas que muchos (incluso en el clero) ignoraban hasta la existencia de tal institución canónica. De la Tabularum statisticarum collectio de 1969 y del Annuarium statisticum Ecclesiae de 1976 editado por la Secretaría de Estado, se desprende que en esos siete años, en el orbe católico los sacerdotes descendieron desde cuatrocientos trece mil a trescientos cuarenta y tres mil, y los religiosos desde doscientos ocho mil a ciento sesenta y cinco mil» (Amerio, 2003, p. 137).
¿A qué se debió tal descalabro? ¿Será, como quieren hacer creer algunos, que lo que no pudieron hacer treinta, veinte o incluso diez años atrás el totalitarismo, las guerras mundiales y toda clase de presiones, hostilidades y persecuciones, a saber, el mayor y más rápido fenómeno de descomposición en la historia de la Iglesia Católica lo lograsen «los cambios culturales» de la década de 1960? Cabe recordar que para inicios de esta década, cuando se convocó el Concilio Vaticano II (1962-1965), aun en naciones donde el catolicismo era minoritario, como Gran Bretaña, todavía estaba vigente la censura estatal de libros inmorales (El Amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, por ejemplo) y que en Estados Unidos, la Catholic League of Decency era todavía capaz de llevar a la quiebra a estudios cinematográficos a través del boicot.
Los «cambios culturales» entre los católicos vinieron inmediatamente después del Concilio y fueron incluso incentivados por figuras eclesiásticas, tomando a este como pretexto. Cuesta hoy pensar que hasta 1965 la venta de anticonceptivos era ilegal en el estado de Nueva York, en gran medida debido a la presión de los católicos, y que sería recién a partir de ese año que, gracias a la demanda de la católica Estelle Griswold contra el estado de Connecticut ante la Corte Suprema –que curiosamente cinco años atrás había reafirmado la constitucionalidad de la prohibición los anticonceptivos en ese estado–, serían levantadas las prohibiciones y restricciones contra estos dispositivos (Allyn, 2016, pp. 37-40). Más aun, uno de los inventores de la píldora anticonceptiva, John Rock, católico practicante, publicó muy oportunamente en 1963 (al inicio del aggiornamento) su libro The Time Has Come: A Catholic Doctor’s Proposal to End the Battle over Birth Control, «calling on the Church to accept the pill as progress. The book set off a storm of controversy. One bishop denounced Rock as a “moral rapist, using his strength as a man of science to assault the faith of his fellow Catholics.” Others believed he imperiled the future of Catholicism» (Allyn, 2016, p. 109). Ante tamaña rebelión contra la enseñanza católica, hubo intentos de solicitar su excomunión –como se había hecho hasta hacía no mucho con los heterodoxos contumaces– pero fueron bloqueados por «his powerful ally, Cardinal Cushing of Boston» (p. 318). Por otra parte, un estudio titulado Family Planning, Sterility and Population Growth publicado en 1959 señalaba que solo el 30 por ciento de católicos casados en Estados Unidos hacía uso de prácticas anticonceptivas desaprobadas por la Iglesia (Allyn, 2016, p. 318). Pero para 1968 e incluso contra pronunciamientos papales explícitos, las disidencias de católicos como Griswold y Rock fueron secundadas por amplios sectores del clero e incluso por episcopados enteros y los sondeos de opinión demostraban un apoyo mayoritario a la anticoncepción por parte de la feligresía y de los matrimonios católicos, que terminaron así por seguir a sus pastores en su heterodoxia.
Tal descomposición hubiera sido imposible de no haber mediado el aggiornamento. La mayor iglesia cristiana del mundo ejercía una gran influencia en aquellos años no solo en la cultura de Occidente sino entre las demás confesiones cristianas del mundo, cuyos sectores conservadores la veían como un referente, especialmente en materias morales. El abandono de la autoridad, la proliferación irrestricta de la heterodoxia y de la heteropraxis, especialmente litúrgica, el derrumbe de la disciplina en el clero y la general pérdida de la identidad católica, tolerada o incluso fomentada por la Santa Sede de Pablo VI tendrían efectos muy grandes, que aun ahora se sienten y que se constituyeron en fenómenos inéditos en la historia de la Iglesia. No es que los quebequeses, los españoles o los católicos estadounidenses dejasen de ser «clericales» en tan poco tiempo. Lo siguieron siendo por un tiempo más; el asunto era que los clérigos ahora eran quienes los conducían a la apostasía. En un panorama más amplio, la secularización progresiva de la cultura e incluso de la misma Iglesia no ocurrió en aquellos años por ninguna agresión externa.
Como señaló el sociólogo francés François-André Isambert en su estudio Le sociologue, le prête et le fidèle de 1980: «1. Las transformaciones actuales de la Iglesia son el resultado de la acción de las minorías ilustradas o al menos que se consideran como tales (teólogos, liturgistas, capellanes, laicos formados por los movimientos de Acción Católica). 2. Las masas populares han reaccionado negativamente, unas veces alejándose del clero y desertando del culto, otras adhiriéndose a formas antiguas de ritos y creencia, e incluso adhiriéndose a un clero tradicionalista. 3. A su vez, las minorías ilustradas han condenado estas reacciones, y en particular la segunda, juzgándolas no cristianas e impidiendo al cristianismo de masas manifestarse en la forma que le conviene. Las masas no estarían descristianizadas, sino que habrían sido excristianizadas (o, como se dice, “excomulgadas”), es decir, rechazadas fuera del cristianismo» (citado en Dumont, Ayuso y Castellano, 2013, p. 2013). Esta «excristianización» de las masas de fieles por parte de la jerarquía -y la consecuente deshumanización de la cultura humana- es el fruto más duradero y esencial del aggiornamento.
Referencias:
Allyn, D. (2016). Make love, not war. The sexual revolution: an unfettered history. New York: Routledge.
Amerio, R. (2003). Iota Unum. Historia de las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX. Madrid: Criterio
Dumont, B., Ayuso, M. y Castellano, D. (2013). Iglesia y política. Cambiar de paradigma. Madrid: Itinerarios.
Hobsbawm, E. (2011). Historia del siglo XX. Barcelona: Crítica.
Judt, T. (2011). Posguerra. Una historia de Europa desde 1945. México: Taurus.