El logotipo del viaje del papa Francisco a los Emiratos Árabes es una paloma con una rama olivo. Según explica el Pontífice, «Es una imagen que recuerda la historia del diluvio universal, presente en diferentes tradiciones religiosas. De acuerdo con la narración bíblica, para preservar a la humanidad de la destrucción, Dios le pide a Noé que entre en el arca con su familia. También hoy, en nombre de Dios, para salvaguardar la paz, necesitamos entrar juntos como una misma familia en un arca que pueda navegar por los mares tormentosos del mundo: el arca de la fraternidad».
Entendida de esta forma, el Arca de Noé es un arca de fraternidad en la que conviven hombres de religiones diversas porque el propio Dios ha querido que haya pluralismo religioso. De hecho, el Papa agregó: «El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos».
Esta interpretación parece invertir la doctrina del Evangelio. En realidad, el Arca que construyó Noé antes del Diluvio por mandato de Dios como refugio para él, su familia y toda especie de animales (Gn. 6, 13-22) la presenta San Pablo como refugio de salvación para los creyentes y señal de perdición para el mundo (Hb.11,7).
Por eso, la Tradición católica siempre ha visto en el Arca de Noé un símbolo de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación (cf. San Ambrosio, De Noe et Arca, 6,9 en Migne, Patrología latina, vol. 14, coll. 368-374, y Hugo von Hurter, De Arca Noe Ecclesiae typo Patrum sententiae, en Sanctorum Patrum opuscula selecta, III, Insbruck 1868, pp. 217-233). Por este motivo, la Iglesia tiene la misión de conservar y defender la Fe católica.
Es más, Nuestro Señor dijo a los Apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará» (Mr. 16,15-16). Y el Apóstol de los Gentiles, lo corrobora: «Sólo [hay] un Señor, una Fe, un bautismo» (Ef.4,5).
Es dogma de fe proclamado por el IV Concilio de Letrán bajo Inocencio III que «una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva».
El principio nulla salus extra Ecclesiam no excluye de la salvación a quienes están fuera de ella por ignorancia invencible, pero están ordenados a ella al menos por un deseo implícito. Eso sí, están privados de la garantía de la salvación y de los medios para alcanzarla.
Esta verdad de fue confirmada, entre otros, por Gregorio XVI (Mirari vos del 15 de agosto de 1832); Pío IX (Singulari quidem del 17 de marzo de 1856 a los obispos de Austria) y León XIII (Satis cognitum del 29 de junio de 1896). En la encíclica Mortalium animus del 6 de enero de 1928, Pío XI explica a su vez que en el terreno de la Fe no se puede alcanzar la unidad fraterna del mismo modo que en el terreno político.
Subordinar la verdad de la Fe a la fraternidad equivale a profesar el indiferentismo en materia de religión, constantemente condenado por el Magisterio universal de la Iglesia.
En cambio, la fraternidad asociada a la libertad y la igualdad es uno de los principios fundantes de la Revolución Francesa. El trilema revolucionario se reduce a un sistema de relaciones en el que no existe un principio trascendente como referencia, en tanto que esos tres valores supremos, considerados individualmente como absolutos, entran forzosamente en conflicto entre sí.
Al faltar un fin superior, la fraternidad, lejos de constituir un elemento aglutinante de la sociedad se convierte en la causa de su disgregación. Si en nombre de la fraternidad los hombres son obligados a convivir sin un fin que dé sentido a su sentimiento de afinidad, el Arca se convierte en cárcel y la fraternidad, verbalmente impuesta, está destinada a invertirse transformándose en una fuerza centrífuga abocada a la fragmentación y el caos.
La mera afirmación de la convivencia fraterna no es suficiente para justificar el sacrificio, que es la más alta expresión de amor al prójimo. Esto obedece a que el sacrificio supone renunciar a un bien real en aras de bienes más elevados, mientras que la fraternidad no propone bien superior alguno que sea digno de sacrificio más allá de la convivencia, que no es un valor sino un hecho carente de significado. Tras el mito de la fraternidad se oculta en realidad el más hondo egoísmo social, y supone la antítesis de la caridad cristiana, único cimiento verdadero de las relaciones sociales entre los hombres.
Por otra parte, la fraternidad es un dogma de la Masonería, cuya ideología y ritos son una parodia de la doctrina y liturgia cristianas. No es casual que la Gran Logia de España diera las gracias con el siguiente tweet al papa Francisco por su mensaje del pasado 25 de diciembre: «Todos los masones del mundo se unen a la petición del Papa por «la fraternidad entre personas de diversas religiones»».
«En su mensaje de Navidad desde la Logia central del Vaticano –prosigue el comunicado de los masones españoles–, el Papa Francisco ha pedido el triunfo de la fraternidad universal entre todos los seres humanos.Fraternidad entre personas de toda nación y cultura. Fraternidad entre personas con ideas diferentes, pero capaces de respetarse y de escuchar al otro. Fraternidad entre personas de diversas religiones (…) Las palabras del Papa muestran la lejanía actual de la Iglesia del contenido de Humanum genus, la última gran condena católica a la Masonería».
Lo cierto es que la Masonería sigue bajo la condena de la Iglesia, aunque en los puestos más altos de la jerarquía haya quienes al parecer abrazan sus ideas. Pero la enseñanza del Divino Maestro sigue resonando en los corazones fieles: el amor al prójimo no puede cimentarse sino en el amor a Dios. Y sin referencia al Dios verdadero, al que sólo es posible amar dentro del Arca de Salvación de la Iglesia, la fraternidad no es más que una palabra hueca tras la que se ocultan el odio a Dios y a nuestro prójimo.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)