
La Orden de Predicadores, fundada por Santo Domingo de Guzmán, ha tenido la tarea y el privilegio de la predicación del Rosario de María Santísima: hecho que llena una de las páginas más hermosas, la más fragante, de la historia del santo Fundador. Pero el Rosario se convirtió muy pronto en patrimonio de toda la Iglesia y del pueblo cristiano como escuela de fe, de oración y de contemplación, pista estupenda de camino espiritual, de unión con Jesús y con su y nuestra Madre.
Oración de todo tiempo
El Rosario ha sido la oración de generaciones y generaciones de creyentes, de religiosos, de almas buenas. Ha sido la oración de los pobres, de los pequeños, de los mansos y de los humildes de corazón: de los que han acogido el mensaje evangélico de la infancia espiritual (Mc 18, 3; Mc 10, 15), para ser admitidos a la revelación de los secretos del Padre (Mt 11, 25), al conocimiento del Reino de Dios (Lc 8, 12), como recuerda el Evangelio que se lee en la Misa votiva en honor de la Virgen del Rosario: “A vosotros os es concedido conocer los misterios del Reino de Dios…”.
Hoy pronunciamos tantos discursos difíciles y complicados sobre cómo dar testimonio, anunciar, vivir el Evangelio de Jesucristo. A menudo demostramos desinterés o desprecio hacia las formas más antiguas y alabadas. Y así no se piensa – o se niega – que quien reza con el Rosario, en realidad proclama todo el Credo católico entero. Los “misterios fundamentales, principales” de nuestra Fe, “Unidad y Trinidad de Dios” y “Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”, en el Rosario son proclamados, contemplados, transformados en oración simple y grande, en los “misterios gozosos, dolorosos y gloriosos” del Rosario.
El Rosario es el compendio de toda nuestra Fe, de todo el Misterio de Jesucristo: conocido, profesado, orado, y después realizado en la vida cotidiana.
El Rosario de los humildes
Cuando se comprende el Rosario, esto es señal de que en nuestra vida se ha producido una gran conquista: la del valor de las cosas pequeñas, que de hecho son las más grandes.
Dios, que es infinito y eterno, elige las cosas pequeñas para revelarse al hombre, nuestras mismas humildes palabras. Elige las realidades pequeñas para venir en medio de nosotros: la humanidad del Niño Jesús de Belén, del Divino Niño de Nazaret, del Crucificado del Calvario, el Pan y el Vino de la Eucaristía transubstanciados en su Cuerpo y su Sangre, las estructuras visibles de la Iglesia. Dios nos muestra el camino de las cosas pequeñas para ir a Él: la oración, la penitencia, la humildad, la caridad silenciosa, el recogimiento del alma que, en la sencillez y en lo profundo de sí mismo, busca y ama el Reino de Dios.
El Rosario es el caminito de infancia espiritual. Es la oración y la contemplación que la misma Virgen ha enseñado a las almas y ha ofrecido a la Iglesia muchas veces a lo largo de los siglos y también en los tiempos más recientes, especialmente en Lourdes y en Fátima. Allí, la Virgen no pidió a Bernardette y a los Pastorcillos cosas grandes, como penitencias extraordinarias, altísimas especulaciones o revoluciones aplastantes, sino esta pequeña cosa que es la oración del Rosario, acompañada de pequeñas mortificaciones, pequeños actos de grandísimo amor, en total fidelidad a Jesús: esto es lo que cuenta de verdad para convertirnos totalmente a Él. Precisamente en el Rosario parece verificarse la ley evangélica enunciada por Jesús cuando decía: “Solo quien se haga pequeño como uno de estos niños, entrará en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3); “No temáis, pequeño rebaño, porque ha agradado a vuestro Padre daros el Reino” (Lc 12, 32); “Solamente si el grano de trino cae en tierra y muere, da fruto y se multiplica” (Jn 12, 24).
Es la misma ley comprendida y cantada por María en su Magnificat, del cual el Rosario parece una aplicación histórica en la piedad y en la buena pastoral según la Tradición católica. En el mismo estilo del Magnificat, la Virgen ha sugerido al pueblo cristiano el Rosario: el caminito hacia las cosas grandes, hacia la santidad, Verdad y belleza de Dios.
Para nuestro tiempo
También nosotros católicos de este tiempo difícil y complejo, falsificado por infinitas desviaciones, necesitamos recuperar el sentido de este “caminito”, precisamente para no ceder a la tentación del espíritu y de los métodos del mundo, para evitar vicios capitales que infectan la tierra y, desgraciadamente también, a hombres de Iglesia y permanecer fieles a los Mandamientos de Dios y a las bienaventuranzas evangélicas: camino de la pobreza, de la mansedumbre, de la benignidad, de la pureza, del sacrificio silencioso y fuerte, de la paciencia viril, de la justicia, de la caridad teologal, que es el vínculo de la perfección.
En una palabra, el camino de Jesús pobre, manso, misericordioso, puro, ofrecido al sacrificio, justo y paciente, la vida de Jesús, que es la Verdad y el Amor. Jamás el camino del compromiso, de la contaminación con el mundo, del equívoco, de la confusión y de la ambigüedad, jamás la absurda conciliación entre el espíritu cristiano-católico y la locura mundana, conciliación que cae en la indiferencia y en el ateísmo.
En el Rosario se contemplan y se honran los Misterios de Cristo y de María, o mejor “Cristo en sus misterios”, como se titula un ilustre libro del beato Columba Marmion (1858-1923). Nuestra alma santificada por la Gracia divina, que hace presentes en nosotros estos Misterios hoy en la configuración a Jesucristo, en el entrar en contacto con Él, en la meditación del Rosario, siente mejor la necesidad y la vocación y la energía de reproducirlos en sí misma a imitación de Jesús y de María.
Por esto el Rosario es camino de acción además de serlo de oración: el caminito de las almas que, momento a momento, paso a paso, en el camino de María, encuentran a Jesús y, en la unión con Él, cumplen la aspiración y la vocación más alta: pertenecer al Reino de Dios, corresponder hasta el fondo a la universal llamada a la santidad.
Así, los misterios gozosos de la encarnación, del nacimiento y de la infancia de Jesús son también los misterios de la virginidad y de la divina maternidad de María y de sus primeros dolores, y deben convertirse para nosotros en los misterios de nuestra infancia espiritual, de nuestra búsqueda de Dios, de nuestra vida de familia, de nuestro trabajo y de nuestro continuo renacer, como en una nueva Navidad.
Los misterios dolorosos de la Pasión y Muerte de Jesús, sufridos por Él para nuestra Redención, son también los misterios de la espada de dolor clavada en el corazón de María, de su corredención, que, con Él, único Redentor, sufre, ofrece y se inmola en la certeza de contribuir de manera extraordinaria a la Redención. Y se convierten para nosotros en los misterios de nuestra fe en la ora de la tempestad y del dolor, inevitable en la vida, de nuestra participación en la Redención en la aceptación de la Cruz y en la unión al Crucificado por el camino de su mismo amor.
Y finalmente los misterios gloriosos de la resurrección-ascensión-realeza de Jesús, de la efusión del Espíritu Santo y de su vida divina en las almas, de la Iglesia militante en la tierra, son también los misterios de la participación de María en la gloria de Jesús y de la glorificación de los elegidos, de los cuales Ella es la primera representante victoriosa sobre el mal y sobre la muerte, asunta y glorificada en el cielo, Reina del universo.
Y así el caminito del Rosario se dirige a su fin. Los misterios gloriosos se convierten en los misterios de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestra caridad, de nuestra vida de gracia, de nuestra consagración a María, de nuestra perseverancia final, de nuestra gloria en el Paraíso con los Ángeles y con los Santos, con Jesús y con María, en el seno augusto de la Santísima Trinidad.
Por todas estas razones, también hoy, sobre todo hoy, hoy más que nunca, es hermoso, obligado e indispensable desgranar cada día el Rosario a María para cumplir el proyecto divino para el que hemos sido creados: ser “marianizados”, ser “cristificados”.
Candidus
(Traducido por Marianus el eremita)