La ponencia de su eminencia el cardenal Leo Burke en el encuentro ¿Dónde va la Iglesia?, celebrado este 7 de abril en Roma, constituye una importante contribución al debate sobre el pontificado actual. El cardenal estadounidense trató de la plenitudo potestatis, esto es la fórmula tradicional con que los canonistas explican la plenitud de poderes del Romano Pontífice. ¿Cuál es la naturaleza de dicho primado? ¿Y cómo se armoniza la doctrina según la cual el Papa ejerce una autoridad suprema, plena, inmediata y universal sobre toda la Iglesia, con la posibilidad –admitida por la sana doctrina– de que pueda incurrir en error, e incluso en herejía? La respuesta del purpurado, amplia y documentada, se basa además de en el Evangelio en las enseñanzas de los teólogos y, sobre todo, de los canonistas.
La plenitud de poderes –explicó el purpurado en su intervención– no se ha entendido jamás como la posibilidad de modificar la constitución o el Magisterio de la Iglesia, sino como un poder discrecional de gobierno, necesario para mantener la plena fidelidad de la Iglesia a la misión que le encomendó Jesucristo. Citando un estudio del profesor John A. Watt, de la Universidad de Hull, el cardenal recordó que para los grandes canonistas medievales era axiomático que todo poder otorgado por Cristo a su Iglesia tenía por objeto cumplir el fin de la sociedad que Él había fundado, no contradecirlo. Por eso, si era cierto que la voluntad del príncipe tenía valor de ley, en el sentido de que no había otra autoridad que pudiera proclamarla, era también cierto en consecuencia que cuando esa voluntad socavaba los cimientos de la sociedad para cuyo bien existía esa voluntad, no tenía valor legal. La Iglesia es una sociedad que tiene por objeto la salvación de las almas, y el pecado y la herejía impiden la salvación. En el Medioevo, todo acto del Papa in quantum homo que fuera de por sí herético o pecaminoso, o que pudiera contribuir a la herejía o el pecado, socavaba los cimientos de la sociedad y era por tanto nulo.
Por lo que se refiere a corregir a un pontífice que abusara de su plenitud de poderes, el cardenal Burke invocó la abundancia de textos teológicos que tratan del tema, y en particular el tratado De Romano Pontífice, de San Roberto Belarmino. «Por el momento –decía–, podemos afirmar que, como demuestra la historia, es posible que el Romano Pontífice, en el ejercicio de la plenitud de poderes, incurra en herejía o en incumplimiento de su principal obligación de salvaguardar y promover la unidad de la fe, del culto y de la disciplina.» Ahora bien, dado que el Papa no puede someterse a un proceso judicial, según el principio de Prima Sedis a nemine judicatur (nadie puede juzgar a la primera Sede), ¿cómo debemos encarar la cuestión? A esto el cardenal responde: «Una respuesta breve y preliminar, basada en el derecho natural, los Evangelios y la tradición canónica, aconsejaría proceder en dos etapas: primero, la corrección del presunto error o dejación de funciones iría dirigida al Sumo Pontífice. Luego, si persistiese en el error o no respondiese, se procedería a hacer una declaración pública.»
Cristo mismo nos ha enseñado el método de la corrección fraterna, que se aplica a todos los miembros de su Cuerpo Místico (Mt. 18, 15-17). Vemos un ejemplo de ello encarnado en la corrección fraterna de San Pablo a San Pedro cuando este último no quiso reconocer la libertad de los cristianos ante ciertas normas rituales de la fe judaica (Gál. 2, 11,12). La tradición canónica –prosigue el purpurado– se plantea nuevamente en el canon 212 del Código de Derecho Canónico de 1983. Mientras la primera parte del canon mencionado señala la obligación de seguir «por obediencia cristiana, todo aquello que los pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia», el tercer párrafo declara el derecho y deber de los fieles «de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores, y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas».
Tras haber examinado las decisiones del Concilio Vaticano I, de la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II y de un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el Primado de San Pedro, el cardenal declaró que «la plenitud de poderes del Romano Pontífice no puede entenderse y ejercerse bien sino como obediencia a la gracia de Cristo Cabeza y Pastor de la grey en todo tiempo y lugar». Tanto el Código de Derecho Canónico de 1917 como el de 1983 presentan la plenitud de poderes del Sumo Pontífice como un requisito esencial para el desempeño de su obligación suprema, ordinaria, plena y universal de salvaguardar la regla de la fe (regula fides) y la de la ley (regula iuris).
El purpurado recalcó que por encima del Pontífice no hay una autoridad humana más alta, ni siquiera la de un concilio, y que esa autoridad tiene unos límites precisos. «Al Papa le corresponden el poder y la autoridad de definir doctrinas y condenar errores, promulgar y abrogar leyes, ejercer como juez en toda cuestión de fe y de moral, decretar y aplicar sanciones punitivas y nombrar y destituir pastores en caso necesario. Como ese poder se lo ha conferido el propio Dios, está limitado por el derecho natural y el derecho divino, que son expresiones de la verdad y la bondad eterna e inmutable que proceden de Dios, y han sido plenamente reveladas en Cristo y transmitidas de modo ininterrumpido por la Iglesia. Por tanto, toda expresión de la doctrina o de la praxis que no se ajuste a la divina Revelación, contenida en las Sagradas Escrituras y la Tradición de la Iglesia, no puede ajustarse a un ejercicio auténtico del ministerio apostólico o petrino, y debe ser rechazada por los fieles.»
Tras evocar las palabras de San Pablo, «aunque nosotros, o un ángel del Cielo, os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gál. 1, 6-8), el cardenal declaró: «Como católicos devotos, debemos enseñar y defender siempre la plenitud de poderes que Cristo quiso conferir a su Vicario en la Tierra. Pero al mismo tiempo debemos enseñar y defender ese poder dentro de las enseñanzas de la Iglesia y la defensa de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, que es un cuerpo orgánico de origen divino y vida divina.» Y para evitar toda sombra de duda en cuanto a su pensamiento, el cardenal Burke ha querido concluir su ponencia con estas palabras del Decreto de Graciano: «Ningún mortal debe tener la audacia de reprender a un papa con motivo de sus defectos, porque quien tiene el deber de juzgar a todos los hombres no puede ser juzgado por nadie, a menos que tenga que ser llamado al orden por haberse desviado de la fe; por cuyo perpetuo bien todos los fieles ruegan con insistencia al tiempo que le advierten que su salvación depende en tanta mayor medida de su integridad» (Decretum, 1a, dist. 40, c. 6, Si papa).
Emmanuele Barbieri
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)