Hablamos de la que ha sido definida investigación “Ángeles y demonios”, o sea, del escandaloso comercio de niños realizado por el alcalde de Bibbiano (un pequeño pueblo de diez mil habitantes en la provincia de Reggio Emilia), Andrea Carletti del Partido Democrático, con la complicidad de dos ex-alcaldes, funcionarios públicos, asistentes sociales y psicoterapeutas vinculados a la cooperativa “Hansel y Gretel” de Moncalieri, cerca de Turín. ¿Porqué hablo de comercio de niños? Porque estas “buenas personas” habían creado una auténtica red criminal basada en ella entrega en acogida ilícita de niños. El procedimiento era el siguiente: se calumniaba o se inventaban graves acusaciones contra las familias de origen de los pequeños; estos últimos eran, por ello, tomados en custodia por las autoridades y entregados a la casa local de familia (que entre tanto se embolsaba las contribuciones previstas para estas estructuras, correspondientes a alrededor de cien euros diarios por cada niño); y de esta eran entregados en acogida sucesivamente a otras parejas, incluso homosexuales.
Suscitan una indignación especial los métodos empleados por los psicoterapeutas implicados para “convencer” a los desgraciados niños de haber sido víctimas de malos tratos, abusos y violencias sexuales por parte de sus padres: parece que la táctica privilegiada fuera la de la “moral suasion”, con la cual se intentaban manipular los recuerdos de los niños. De las interceptaciones emergen diálogos semejantes al siguiente:
(Psicoterapeuta) “¿Recuerdas haber dicho que no querías ver más a tu papá?”.
(Niña) “No, no recuerdo haberlo dicho…”.
(Psicoterapeuta) “Dijiste que no querías verlo más porque tenías miedo de que te hiciera daño, que pudiera vengarse de ti. ¿Recuerdas el miedo que sentías mientras lo decías? ¿Lo recuerdas?”.
Si el niño en cuestión demostraba no ser “colaborativo” con el intento de lavado de cerebro realizado por estos delincuentes, entonces se pasaba a métodos más fuertes: se comenzaba a arremeter contra el pequeño, a lanzar improperios contra sus padres (llamando malas personas a las madres o pedófilos a los papás, por ejemplo) y a usar métodos violentos para intentar “despertar” los recuerdos dormidos. Si este expediente fracasaba también, los psicoterapeutas intentaban hacer revivir al niño la experiencia jamás vivida – la del abuso – o infundir en él/ella el miedo irracional hacia a sus padres. Se ha hablado de “escenas” en las que ellos, en presencia del niño, jugaban a “papás y mamás” imitando escenas de violencia o de actos sexuales. O bien se ponían disfraces monstruosos (el de hombre lobo parece que era de los preferidos) con los cuales se asustaba a los niños para decirles después: “¡Mira, esto es lo que era tu papá!”. Además, se decía a los pequeños que debían fingir que sus padres habían muerto, que debían “elaborar el luto”, que debían hacer como si hubieran asistido a su funeral. No contentos con ello, modificaban incluso los dibujos hechos por los niños que serían presentados después al juez de menores, de manera tal que el abrazo del padre a la hija pudiera parecer un intento de acoso, que la caricia de la madre a su hijo pudiera parecer un acto de violencia inmotivada o que simples garabatos infantiles pudieran ser interpretados como los órganos sexuales.
Todo intento de servirse de los propios conocimientos para manipular la mente ajena es disgustoso, pero lo es más aún si los destinatarios de tales manipulaciones son los niños. Todavía más nauseabundo es el fin por el cual se hacía todo esto: entregar a los niños arrancados de su familia de origen a parejas de amigos, de parientes y de conocidos de las personas implicadas. En especial, en centro de la investigación se ha encontrado a la directora del servicio social, una tal Francesca Anghinolfi. ¿Quién es? Una mujer especialmente conocida y no solo en su comunidad: era considerada una experta en su sector, una especie de heroína civil. Estaba presente regularmente en los encuentros del Partido Democrático, en las Fiestas de la Unidad y en las conferencias. Una que cuenta, en resumen. Escudriñando en las redes sociales y reconstruyendo las que eran sus intervenciones y sus discursos, emerge que la señora es una acérrima e irreducible enemiga de la “familia patriarcal”, que según sus palabras es una institución oscurantista y represiva que debe ser superada a favor de las “nuevas familias”, especialmente las homosexuales. Este modo de pensar no es en absoluto extraño, si consideramos que es fruto de las elucubraciones de una activista gay. Pues sí: la doctora Francesca Anghinolfi era especialmente activa en el movimiento “lgtb”, del cual parece que fuera una auténtica paladina. Pues bien, ¿sabe alguien a quién había sido entregada una de sus “víctimas”, es decir, una des las desventuradas niñas caídas en la red de los servicios sociales “desviados”? A la ex-novia de Anghinolfi y a su nueva compañera (las dos estaban unidas civilmente, pero me niego a emplear la palabra “esposa” referida a una mujer “casada” con otra mujer). ¡Precisamente! Lo que es todavía más atroz es que precisamente por parte de las dos señoras pseudo-casadas la niña en cuestión – llamada Katia – sufrió abusos y malos tratos.
Naturalmente, la ex-novia de la “comandante en jefe” de esta escuadra de delincuentes y su compañera no son la única pareja homosexual que se benefició de este perverso sistema: un padre divorciado vio cómo se llevaban a su hija donde su ex-mujer y su nueva compañera (sí, el señor en cuestión había sido abandonado por su cónyuge por una mujer), que, con la complicidad de varios trabajadores sociales y psicólogos, habían conseguido obtener la entrega exclusiva acusando al pobre hombre ¿de qué? ¿De abusar de su hija? ¿De hacerle regularmente violencia? No, en absoluto. La acusación era mucho más “infamante”: ¡homofobia! Específicamente, se acusaba al padre de no aceptar la nueva relación homosexual de su ex-mujer, lo cual lo hacía automáticamente peligroso en sus interacciones con su hija: habría podido “contaminar” la mente de la pequeña con su homofobia. Esto según lo dicho por la doctora Anghinolfi.
Pero hay más: el director científico de la organización sin ánimo de lucro “Hansel y Gretel”, implicado en el asunto, un tal Claudio Foti, no era ni siquiera psicólogo: no tiene el título de psicología, sino de literatura. ¿Ejercicio abusivo de la profesión? No, regularización número 32 de 1989, con la cual se concedió la inscripción en el Registro de Psicólogos a todos aquellos que, aun teniendo la licenciatura o diplomatura en otras disciplinas, hubieran ejercido durante un periodo de tiempo continuo la profesión de psicólogo en entes públicamente reconocidos. Como si esto no fuera suficiente, este sujeto era un experto en técnicas de meditación budista, daba regularmente cursos de educación sexual (sus acusadores lo definen literalmente como “obsesionado por la sexualidad”) y en el pasado había tenido ya problemas con la justicia por malos tratos a su mujer. ¿Así que uno de los jefes de esta banda criminal era un falso psicólogo, afectado de manías sexuales, experto en budismo y técnicas de meditación oriental (las cuales no son sino torpes invenciones de los demonios, de las cuales se sirven estos para entrar en contacto “cercano” con aquellos que se dan a semejantes prácticas) y además acusado de abusos en ámbito familiar? Esta es la triste realidad.
Resumiendo el asunto: una red de servicios sociales “desviados” capitaneados por una lesbiana feminista y por un falso psicólogo con manía por el sexo y el budismo que raptan – literalmente – niños, que los arrancan del afecto de sus familias, de sus casas, de sus amiguitos, de sus juguetes, provocándoles un gravísimo trauma. Para hacerlo se sirven de la calumnia, inventando acusaciones falsas e infamantes contra sus padres: debe advertirse que ellos son responsables, entre otras cosas, incluso del suicidio de una familia entera, que no soportando el dolor por el alejamiento de su hijo y la vergüenza social que se derivó de haber sido acusados de acoso hacia el pequeño. Entre tanto, los niños eran torturados y destrozados para ser inducidos a creer a las sucias mentiras propuestas por varios psicólogos y asistentes sociales, excepto ser después entregados en acogida a parejas homosexuales (amigas de la “jefa”) donde los malos tratos y los abusos los sufrían de verdad. Todo con la complicidad de un alcalde de izquierdas.
¿Qué nos hace comprender esta historia? ¿Cuál es el mensaje que podemos extraer de ella? Sencillo: la familia está sufriendo un ataque sin precedentes. Dirigiendo este ataque de una violencia epocal se encuentra la “gran alianza” entre el movimiento gay y la izquierda política. El primero, infiltrado perfectamente en el enfermo sistema vigente hoy por medio del victimismo y el chantaje moral – por el que quien no consiente sus delirios y sus caprichos ideológicos es un “homófobo”, un sujeto peligroso y digno del ostracismo social y político – ha establecido definitivamente su predominio, como sucede por otro lado cuando se les atribuye a las minorías por parte del poder una cierta relevancia social. La segunda, que ha encontrado precisamente en las minorías étnicas, religiosas y sexuales el instrumento ideal que emplear para la “redención” de la humanidad corrompida por los pecados contra los “neo-mandamientos” masónico-liberales (racismo, populismo, homofobia, sexismo, soberanismo, integrismo católico y fascismo), ha facilitado y ha hecho posible todo esto: ha protegido el vicio con las leyes y lo ha incentivado con su promoción social, pero sobre todo ha sido una de las principales promotoras de una cultura contra la vida y contra la familia. Una cultura que está lentamente dominando la mentalidad colectiva y que está teniendo consecuencias catastróficas en las sociedades occidentales. Una cultura de muerte. Lo verdaderamente grave no es que un alcalde del Partido Democrático fuera cómplice de este asunto escandaloso, sino que los mismos exponentes de este partido, a lo largo de los años, se hayan esforzado con ahínco para que se llegara a este punto, para preparar el terreno a este tipo de sucesos.
Quizá sería el caso de redimensionar drásticamente el poder del que gozan los servicios sociales en este País – decididamente desproporcionado respecto a su fin – y sobre todo sería bueno usar mayor prudencia antes de hacer irrupción en casa de alguien acusándolo de un crimen monstruoso, como el abuso a menores, separándolo así de los hijos, ya que no se pueden adoptar medidas tan drásticas basándose nada más que en la calumnia o en un “autorizado” e irrefutable juicio del primer psicoterapeuta o asistente social de turno (que las más de las veces son los primeros que necesitan de un especialista que les siga). En segundo lugar, sería preciso seleccionar de manera más rigurosa las personas a las que se confían poderes tan amplios y sobre todo tareas tan delicadas, como la de cuidar a los niños que sufren violencia, malos tratos y abusos: honestamente, no creo que una militante del movimiento gay, llena de odio feminista y sesentayochista hacia la familia natural sea adecuada para este fin. Sí, considero que existen trabajos que determinados sujetos no deberían poder desarrollar, y para que el concepto sea más claro lo repito de nuevo: un militante gay que odia la familia natural no puede ocuparse de crisis familiares y de niños maltratados y/o abusados, porque es demasiado obvio que, con semejante poder en las manos, con toda probabilidad acabará dando libre y gratuito desahogo a sus pulsiones destructivas y a su resentimiento, a su aversión hacia esta institución. Podrá ser un buen electricista, una excelente peluquera, una experimentada enfermera, un excelso cirujano: no un asistente social, no un psicólogo infantil, no un psicoterapeuta, no un juez de menores. Lo mismo vale – obviamente – para un tipo con obsesiones sexuales, secuaz de ritos y filosofías orientales e investigado ya por malos tratos en familia.
Por último, sería bueno que los poderes públicos invirtieran más tiempo, dinero y energías tutelando las familias, en vez de destrozarlas. Intento explicarme mejor: se deberían resolver las crisis familiares no alejando a los hijos de sus padres, no invitando a los cónyuges a divorciarse, no remitiendo todo al juicio de los asistentes sociales: sino manteniendo unidas las familias, esforzándose por ofrecer soluciones a los problemas sin crear disgregaciones y traumas. ¿Que el padre es alcohólico o violento? Que la autoridad le obligue a desintoxicarse o a asistir a un curso para la gestión de la rabia, lo acompañe en este recorrido, se preocupe de comprobar los progresos alcanzados con cadencia periódica (y ojalá procure a establecer una legislación más restrictiva en materia de venta y consumo de alcohol), pero que no se lleve a los hijos y a la mujer. El alejamiento debe ser verdaderamente la última posibilidad, la medida radical que se deba adoptar cuando todas las demás fracasen. En casos graves es obvio que tal medida debe ser adoptada con urgencia y decisión, ya que no se puede permanecer indiferentes ante determinadas aberraciones o usar frente a ellas el “guante de terciopelo”, pero el que debe ser alejado no es el niño, sino el padre inadecuado, y cuando ambos padres fueran inadecuados, se debe preferir la entrega a los parientes más próximos (abuelos o tíos), no a perfectos desconocidos. Sabemos que demasiado a menudo se han tomado medidas de alejamiento de los niños de los padres a causa de la pobreza de estos últimos: según el pensamiento dominante, los pobres son culpables de su condición, no deben procrear y traer al mundo a otros pobres. Una mentalidad pseudo-calvinista que mide el valor de las personas únicamente sobre la base del éxito social y económico que alcanzan a conseguir en la vida y en la belleza física que hace de contrapunto a la deformidad interior y, sobre todo, a la ausencia de cerebro que normalmente se encuentra en los tipos “a la moda” hoy. Pues bien, en vez de raptar a los hijos de los padres pobres para después dar a las casas familia que los toman bajo su custodia cifras que varían desde los 800 a los 1400 euros mensuales por cada niño acogido, ¿no sería más lógico, más racional y más digno ofrecer este dinero a la familia en cuestión, dando así la posibilidad a estos padres de proveer a las necesidades de sus hijos, y al mismo tiempo buscar un trabajo al menos al padre?
Sin embargo, me parece que – como siempre sucede en nuestras sociedades laicizadas – se escapa el problema de fondo: toda crisis moral tiene sus raíces en una crisis religiosa. La crisis de la familia es seguramente una crisis moral, determinada por habernos alejado de una concepción objetiva de la ética en favor del subjetivismo, de una aproximación relativista o de la separación entre regla y praxis. Pero dicho alejamiento de la moral natural tiene su origen en el alejamiento del hombre de Dios y de la Fe, desde el momento en que no se puede admitir la existencia de un orden moral objetivo y fundado en la realidad de las cosas del universo. Las familias han dejado de estar unidas, la sociedad se ha desarticulado y sus relaciones internas han sido subvertidas (hijos que mandan sobre los padres, adulterios, divorcios, la jerarquía social natural pisada en nombre de la igualdad) en el momento en que han dejado de ser íntegramente cristianas. Las mismas leyes inicuas que han hecho lícita todo tipo de abominación, han podido encontrar un terreno fértil y la aprobación colectiva solo después de la descristianización en masa.
Los pequeños protagonistas de este asunto son doblemente víctimas. Ante todo del mal funcionamiento de las instituciones públicas y de la corrupción de aquellos que deberían ser los defensores del bien común, pero que demasiado a menudo son sus primeros destructores. Pero esto es incluso demasiado obvio que suceda en una sociedad que ha perdido – si no ha precisamente invertido – completamente el sentido del bien y del mal. Si no tengo ya una norma moral fija y objetiva a la cual hacer referencia – con mayor razón si tengo responsabilidades de gobierno – es evidente que junto a aquellos que aman llenarse los bolsillos de sobornos para favorecer a la empresa “amiga” en la licitación, estarán también aquellos que cerrarán los ojos ante una vergüenza como la de Bibbiano. En segundo lugar, esos niños han sido víctimas de una guerra despiadada que desde hace unos años a esta parte se está conduciendo en perjuicio de la familia. Primero acusada de ser una institución “burguesa, patriarcal y opresiva”. Después fruto de una concepción autoritaria de las relaciones humanas y sociales. Sucesivamente de ser una especie de “jaula” pensada para la represión sistemática de la libertad y de los impulsos sexuales de las personas. Pues bien, una institución superada – al menos en su acepción “tradicional” de marido-mujer-hijos – o susceptible de evolución, de adaptación a las contingencias históricas, de integración con otras tipologías de uniones, como las homosexuales, y de cambio en la gestión interna de las relaciones. Desde hace cincuenta años a esta parte se ha hecho de todo para deslegitimar y para desnaturalizar esta fundamental institución social, tanto desde el punto de vista cultural como bajo el aspecto legal. ¿Cómo ha sido posible algo de este tipo? ¿Nos hemos vuelto locos hasta este nivel? La cuestión es mucho más simple: la crisis moral que atenaza a las sociedades modernas – y por consiguiente a la familia, que es el pilar de la sociedad – es producida por el abandono del derecho natural desde el punto de vista jurídico y social y por le repudio de la metafísica y del realismo bajo el aspecto cultural, moral y filosófico. El positivismo jurídico – para el cual el único parámetro para medir la equidad de una norma es la voluntad del legislador, por lo que no es justo lo que es justo, sino lo que el legislador considera que lo es – junto a la afirmación del relativismo en ámbito moral y cultural, además del inmanentismo filosófico, no podían no abrir el camino al desastre que tenemos ahora ante nuestros ojos.
Sin embargo, el abandono del derecho natural, el descenso del sentido de la trascendencia y el rechazo del orden moral objetivo, han sido a su vez determinados por la separación de Dios que el hombre ha pretendido experimentar. Si el hombre ha repudiado el deber de adecuar su inteligencia a la realidad externa, de la que obtener los principios de la ley natural y transponerlos a la ley positiva y a las mismas instituciones sociales, ello es debido al hecho de que el hombre ha ante todo repudiado al Creador de ese orden, que es la realidad por excelencia, el Ser subsistente por sí mismo, como lo definía Santo Tomás. Todo queda remitido a la conciencia humana, incluso Dios. Cada uno puede hacerse su idea de Dios, de familia, de bien, de verdad o de cualquier otro concepto. Las sociedades se disgregan cuando se ponen en discusión los valores fundamentales. Pero esos mismos valores fundamentales, como los principios de la ley natural, pierden todo significado y toda razón de ser si no están firmemente anclados en Dios. La verdad moral queda totalmente carente de sentido si no se funda en una verdad de fe, precisamente como la praxis no anclada en un dogma. Querer practicar la moral sin practicar la Fe es como pretender ver claro en una habitación completamente oscura. Por mucho que la razón natural sea capaz de discernir el bien del mal, la verdad de la mentira, lo que es correcto de lo que es equivocado, la voluntad humana privada de la Gracia no puede realizar el bien, adherirse a la verdad y practicar la justicia, y no puede haber Gracia en el hombre que no tiene Fe. He aquí que precisamente la irreligión unida a un intolerable y omnipresente “liberalismo de masa”, son los verdaderos responsables de este terrible asunto y, más en general, de la suciedad y de la aberración moral en la que se encuentran las sociedades modernas.
Immaculatae Miles
(Traducido por Marianus el eremita)