El Cielo se abre: la Santísima Eucaristía

Queridos hermanos: Nuestro Señor Jesucristo dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del mundo» (Mt. 28,20). Jesús se ha quedado con nosotros en los sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía.

Jesús nos envió al Espíritu Santo, que siempre está con nosotros. El Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, habita en el alma de quien se encuentra en estado de gracia. El Espíritu Santo vive siempre en la Iglesia, porque la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. El alma infunde vida al cuerpo y a cada una de sus partes. Cuando el alma se separa del cuerpo el cuerpo muere, pierde la vida. Y esto también pasa en la Iglesia. Sin el Espíritu Santo la Iglesia no puede vivir. Toda acción buena y santa de la Iglesia se realiza con la ayuda del Espíritu Santo.

¿Cuál es el acto más grande, más importante e indispensable, que puede realizar la Iglesia? La celebración de la Santa Misa. ¿Por qué? Porque la Santa Misa es real y sustancialmente el sacrificio de Cristo en la Cruz. Es el mismo sacrificio, idéntico al que ofreció Jesús en la Cruz por la redención eterna de la humanidad. En la Cruz, Jesús realizó el acto más sublime de adoración al Padre, a toda la Trinidad, al ofrecer como Sumo Sacerdote el sacrificio de su cuerpo y su sangre. Lo hizo mediante el Espíritu Santo (cf. Heb.9,14), mediante el poder de esa llama eterna que es el Espíritu Santo, la cual siempre ardió en el alma de Jesús. El sacrificio de la Cruz, ofrecido mediante el poder del Espíritu Santo, está verdadera y efectivamente presente en toda su sustancia y con todos sus efectos en la celebración de la Santa Misa.

Nuestro Sumo Sacerdote Jesús ofrece continuamente, sin interrupción, su sacrificio por medio de sus sacerdotes. El sacerdote humano es instrumento vivo de Cristo. El sacerdote humano ha sido constituido verdadero sacerdote por el poder del Espíritu Santo. Al celebrar la Misa, el sacerdote humano, también mediante el poder del Espíritu Santo, ofrece el inmenso sacrificio divino de Cristo. De tal magnitud es el sacrificio de Cristo, que no puede quedar limitado por los estrechos confines del espacio y el tiempo. El sacrificio de Cristo es infinito y eterno. Dondequiera que se celebre la Santa Misa, el Cielo se abre y Jesucristo, eterno Sumo Sacerdote nuestro, se halla presente con su Cuerpo inmolado, con su Sangre vertida, con su misericordioso corazón que arde sin interrupción con la llama del acto de su entrega total al Padre para la salvación de los hombres. Por tanto, en la Misa contemplamos espiritualmente a Cristo vivo con sus llagas, sus luminosas y radiantes llagas que refulgen como divinos diamantes. El misterio de la Santa Misa nos revela la verdad de que Jesucristo es nuestro Sumo Sacerdote «que vive siempre para inteceder por nosotros» (Heb.7,25).

Cada vez que se celebra la Santa Misa se abre el Cielo, y contemplamos con los ojos del espíritu la inmensa gloria de Dios, los ojos de nuestra alma ven al Cordero vivo inmolado ante el cual se postran todos los ángeles y santos del Cielo, cayendo sobre su rostro para adorar y glorificar a Cristo el Cordero con amor gozoso y arrobado. Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio de la Misa, en el momento de la consagración y elevación del Cuerpo vivo inmolado de Cristo, los cielos ciertamente se abren. ¿Qué debemos hacer en esos sublimes momentos? También nosotros debemos hincar las rodillas y ofrecer a Nuestro Salvador actos de amor, contrición y gratitud, pronunciando en el fondo de nuestro corazón palabras que podrían ser de este estilo: «Jesús, Hijo del Dios vivo, ten piedad de este pobre pecador», «Señor mío y Dios mío, ¡creo!» o «Mi Dios y mi todo».

Después, las manos consagradas del sacerdote llevan a las almas como divino alimento este Cuerpo eucarístico de Cristo, colmado de la inmensa gloria de Dios y sus radiantes llagas en el momento de la Sagrada Comunión. ¿Qué haremos en ese momento? Sin la menor duda, debemos saludar a Nuestro Señor de la misma manera en que lo hizo Santo Tomás apóstol, que se postró de rodillas confesando: «¡Señor mío y Dios mío!»

San Pedro Julián Eymard escribió: «Y en el Santísimo Sacramento, ¿no tendrá Jesucristo más derecho a nuestra adoración, puesto que mayores son sus sacrificios y más profundo su abatimiento? Para Él el honor solemne, la magnificencia, la riqueza y la belleza del culto católico. Dios fijó hasta los más menudos pormenores del culto mosaico, aunque no era más que una figura. (…) Por el culto y el honor que se rinde a Jesucristo podemos conocer la fe y las virtudes de un pueblo. A Jesús Eucaristía todo honor; ¡es digno de él y le tiene perfecto derecho!» (La Presencial Real: meditaciones eucarísticas.)

La manera en que celebramos actualmente la Santa Misa es la misma en que se ha celebrado hasta en sus más mínimos detalles durante más de mil años. Todos nuestros antepasados, casi todos los santos de que tenemos noticia en el segundo milenio –como por ejemplo San Francisco, San Antonio de Padua, San Ignacio de Loyola, San Juan María Vianney, Santa Teresita del Niño Jesús, el Padre Pío, y jóvenes y niños santos, como Santa María Goretti, San Francisco y Santa Jacinta de Fátima– sacaban fuerza espiritual del depósito de la liturgia inmemorial del Sacrificio Eucarístico.

Así pues, esta forma de la liturgia es muy antigua y venerable, es el rito que expresa la constante tradición litúrgica de la Iglesia. Por consiguiente, no debería llamarse Rito Extraordinario de la Misa, sino el Rito más antiguo y perenne de la Misa. La Iglesia lo pone a nuestra disposición en la actualidad. Con él podemos sentirnos integrados en una misma y numerosa familia que abarca generaciones de cristianos a lo largo de más de un milenio. Para nosotros, esto es conmovedor y nos llena de gratitud y alegría. No sólo compartimos la misma Fe, sino que podemos rezar y glorificar a Dios con una misma liturgia que ha mantenido su validez y gozado de la dilección de nuestros antecesores. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb.13, 8).

Ven, Espíritu Santo, y danos una fe inquebrantable para que nadie nos confunda en nuestras sagradas convicciones. Ven, Espíritu Santo, y enciende en el alma la llama de un amor profundo y arrobado al Sacrificio Eucarístico y el Cuerpo eucaristizado de Jesucristo nuestro Salvador. Señor Jesús, quédate siempre con nosotros en tu Santo Sacrificio y tu Cuerpo Eucarístico. La Eucaristía es nuestro verdadero sol, nuestra verdadera vida, nuestra verdadera dicha, el paraíso que ya gozamos en la Tierra. Amén.

Sermón de S.E. monseñor Athanasius Schneider

Iglesia de San Antonio de Padua, Winnipeg (Manitoba, Canadá)

31 de mayo de 2018

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Fuente)

Mons. Athanasius Schneider
Mons. Athanasius Schneider
Anton Schneider nació en Tokmok, (Kirghiz, Antigua Unión Soviética). En 1973, poco después de recibir su primera comunión de la mano del Beato Oleksa Zaryckyj, presbítero y mártir, marchó con su familia a Alemania. Cuando se unió a los Canónigos Regulares de la Santa Cruz de Coimbra, una orden religiosa católica, adoptó el nombre de Athanasius (Atanasio). Fue ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1990. A partir de 1999, enseñó Patrología en el seminario María, Madre de la Iglesia en Karaganda. El 2 de junio de 2006 fue consagrado obispo en el Altar de la Cátedra de San Pedro en el Vaticano por el Cardenal Angelo Sodano. En 2011 fue destinado como obispo auxiliar de la Archidiócesis de María Santísima en Astana (Kazajistán), que cuenta con cerca de cien mil católicos de una población total de cuatro millones de habitantes. Mons. Athanasius Schneider es el actual Secretario General de la Conferencia Episcopal de Kazajistán.

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