Cada vez que un sacerdote celebra la Santa Misa, se produce el milagro de la transubstanciación, es decir la transformación del pan en Cuerpo de Cristo y la transformación del vino y agua en Su Sangre, pero un presbítero de Bolsena, Italia, alrededor de 1263 durante la celebración del Santo Sacrificio dudó respecto de la Presencia Verdadera del Señor en la Hostia consagrada, y, al momento de partir la Sagrada Forma, brotó de ella sangre que empapó el corporal. En Orvieto se conservan y veneran los corporales y la piedra del altar manchados de sangre.
La solemnidad del Corpus Christi, fue instituida para toda la Iglesia en 1264 por el Papa Urbano IV, movido por ese milagro eucarístico, y asimismo para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe.
En cada Eucaristía, el sacerdote ve la Sangre de Jesús en el cáliz y acaricia su Cuerpo verdadero, y esto no es suposición, ya que es dogma de fe que tras la pronunciación de las palabras de la consagración, el pan que está sobre el altar, visible y tocándose, se convierte en verdadero Cuerpo de Jesús. Nada de suposiciones, sino absoluta certeza; es un milagro comprobado por la fe. Aunque de una forma material, es Jesús con su Cuerpo, con su Sangre, su doctrina, su santidad, su amor al hombre, acá no hay que andar por las ramas, el milagro es tan patente que queda uno hipnotizado al comprobar la transubstanciación.
El corazón humano ha sido creado para adorar a Dios. Si uno decide auto-adorarse, o adorar a cualquier otra persona o cosa, no tendrá satisfacción y es infeliz mientras no encuentra a Aquél que lo creó. Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti (San Agustín, Confess., 1, 1, 1: PL 32, 661).
El pecado de los ángeles caídos fue el orgullo, el pecado del hombre es el olvido. Para mantener viva la memoria de nuestra redención y para que la humanidad recordara su sacrificio Nuestro Señor Jesucristo instituyó la Santísima Eucaristía, y es para avergonzarse y entristecerse pensar cómo la Eucaristía es descuidada, y aún olvidada.
Da pena afirmar que hay un abandono al Dios del Sagrario. Nuestro clima actual es la prisa, nuestro carácter el estrés, nuestro ambiente la continua ocupación, nuestro deber una serie de tradiciones, diversiones, descansos y citas que no nos dejan espacio suficiente para acudir libremente al encuentro del Dios vivo.
Para que la adoración sea auténtica es esencial el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios y la finita del hombre. En el clima de la civilización moderna, el hombre pierde la actitud de meditación de reflexión, de recogimiento y de admiración. Todo esto repercute en la vida de fe, por consiguiente, es muy difícil para el hombre contemporáneo, aun para el creyente, estar delante de Dios, en espíritu de adoración y de glorificación, de acción de gracias y de alabanza, de reparación y de consagración, de oración y de súplica, que nacen de un corazón libre porque es capaz de reconocer a Dios.
Y como una muestra de delicadeza extrema, Jesús, está en tantos sagrarios, a dos pasos de nuestros hogares o de nuestros puestos de trabajo, pero está casi siempre solo, sin un amigo que llegue a Él a manifestarle sus cuitas, sus inquietudes, sus proyectos, sus deseos; sin embargo, en ningún lugar ni en un consultorio alguno hallará toda persona que le escuche, le atienda, le comprenda, le perdone, le anime, le fortalezca, le llene de gozo, como en el Sagrario solitario.
Muchas veces, cuando el hombre se deja llevar por la desesperación y es asaltado con preguntas, dudas, desánimos e incertidumbres, en considerar su vida, y se siente rodeado de enemigos que aúllan a su alrededor como fieras furiosas, viene entonces un impulso, que es una gracia, y lo conduce a arrodillarse ante el Santísimo Sacramento y, sin hacer esfuerzo, he aquí que todos aquellos clamores se hunden en el silencio. El Señor está con él: el oleaje se aquietó, la tempestad se calmó en un instante, sin embarazo, el viaje va a terminar en el punto buscado. No ha sido necesario sino mirar a la faz de Jesús, las nubes se dispersaron y la luz se hizo. El esplendor del Tabernáculo reaparece como el sol. [1]
Este año del Señor de 2015, la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora a santa Isabel y la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, el jueves después de la octava de Pentecostés (4 de junio) se celebran en fechas muy cercanas, lo que me trae a la memoria las hermosas expresiones del Papa Benedicto XVI: En cierto modo, podemos decir que su viaje fue la primera «procesión eucarística» de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat [2] y en el Corpus Christi del 2011: Sin ilusiones, sin utopías ideológicas, nosotros caminamos por los caminos del mundo, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación.
La secuencia Lauda Sión, poesía admirable en la que el Doctor Angélico sintetizó toda la teología y la mística de la Eucaristía, la había encargado componer al Aquinate el Papa Urbano IV, que instituyó la solemnidad del Corpus Domini.
Esta secuencia es conocida como El Credo de la Eucaristía, siendo una de las cuatro que mandó conservar el Concilio de Trento, debiéndose cantar durante la solemnidad de Corpus Christi, luego del aleluya e inmediatamente antes de la lectura (o canto) del Santo Evangelio: Cuando se parte la hostia: no vaciles: recuerda que en cada fragmento está Cristo todo entero.
Germán Mazuelo-Leytón
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[1] P. Faber, citado por Frederick William en O Santíssimo Sacramento.
[2] Benedicto XVI, alocución 31 de mayo de 2005.